Entre otras carencias, a Juntos por el Cambio le falta una narración histórica en la que apoyar sus propuestas. Esta preocupación estuvo ausente en 2015, y el precio pagado fue alto. No se trata de una narración cualquiera: debe competir con un rival poderoso, el relato kirchnerista, de notable factura y, sobre todo, bien asentado en un arraigado sentido común nacional y popular.
Una narración de este tipo necesita un “mito de los orígenes” de la argentina, un punto de partida que organice la visión del pasado, la explicación del presente y una propuesta motivadora y convincente para el futuro. Hoy circulan dos ideas, que invocan la “argentina republicana” y “la argentina buena”. Debería agregarse un tercer punto: el “Estado potente”, que supimos tener y debemos recuperar. Los tres son puntos importantes para una narración alternativa, verosímil e inspiradora.
La “buena argentina” es un tópico clásico y un buen punto de partida. La idea arraiga en el sentido común de nuestras vastas y heterogéneas clases medias y las interpela en el punto más sensible: en la argentina actual, la “mala argentina”, es imposible para los padres asegurar el futuro de sus hijos. peor, su propia pertenencia a la dorada clase media es cada vez más problemática. Es un argumento fuerte, siempre que se acierte con el perfil del destinatario y se pueda explicar por qué aquel futuro ha dejado de ser posible y, quizá, cómo podría retomarse el hilo roto.
Esa argentina surgió, a finales del siglo XIX, de la conjunción de una coyuntura mundial con muchas potencialidades y una acción estatal firmemente encaminada a apoyar la transformación que se insinuaba. No hubiera sido posible sin ferrocarriles y puertos, construidos con inversiones extranjeras, sin la inmigración masiva que suministró la indispensable mano de obra y sin el estímulo preciso para que eso ocurriera, suministrado por un Estado que lo estimuló y, a la vez, garantizó la ley y el orden.
Así comenzó a formarse la sociedad de la “argentina buena”. Fue la de nuestros abuelos inmigrantes, que llegaron sin nada, trabajaron duro, tuvieron la casa propia y educaron a sus hijos para que pudieran seguir adelante con su propia “aventura del ascenso”. El esfuerzo y el mérito tenían entonces una recompensa tangible y un efecto social positivo: la constitución de una sociedad abierta.
Esa sociedad se organizó en los barrios de las ciudades en crecimiento, en torno de instituciones nuevas como los clubes, las bibliotecas populares o las sociedades de fomento. En ellas, los inmigrantes que hacían su dura carrera, y también sus hijos, se unieron en torno de intereses comunes, como entretenerse, ilustrarse o mejorar su barrio. La sociabilidad compartida facilitó su integración y a la vez los hizo duchos en prácticas de organización y deliberación. En las sociedades de fomento, particularmente, se formaron ciudadanos y también militantes y dirigentes para la nueva política democrática.
Memoria personal y familiar
Fuertemente cuestionada por el relato “nac&pop” hoy dominante –que recuerda en cambio las dificultades iniciales, las protestas, la acción represiva–, esta narración sigue siendo aceptable para los sectores medios. El problema es acordar cómo continúa. No se trata exactamente de la verdad histórica sino de verosimilitud y de eficacia política. Sostener que la “buena argentina” terminó en 1943, con el advenimiento del peronismo, apunta a la pasión política, a dividir tajantemente, pero no encaja con el sentido común basado en la memoria personal o familiar de las generaciones más recientes.
En esa memoria, la “argentina buena” sin duda duró hasta fines de la década de 1960. Su rasgo más saliente fue el sostenido proceso de movilidad social ascendente, que fue decantando en las sucesivas capas que conforman hoy los sectores medios. a la espectacular prosperidad de las primeras décadas del siglo XX siguió luego de la primera Guerra Mundial –más allá de crisis cíclicas– una bonanza sostenida, que aseguró cosas hoy añoradas: empleo para todos, buena educación y un ascenso intergeneracional. Los hijos estuvieron normalmente mejor que los padres. Esto se aceleró en los años del primer peronismo, cuando la movilidad social fue más intensa que nunca.
No hablamos de la sustentabilidad en el largo plazo y de sus costos posteriores, sino de experiencias y de memorias familiares y sociales. Los recordados abuelos pueden haber sido inmigrantes italianos o migrantes provincianos que desde los años treinta se fueron convirtiendo en obreros industriales. Durante el primer peronismo sumaron al trabajo esforzado y a la educación de los hijos un empujón adicional dado por el Estado justicialista. Fue costoso para el fisco y problemático para el futuro. pero en términos de movilidad y de democratización social no puede decirse que fue un desperdicio.
Sostener que la “buena argentina” concluyó en 1945 es ignorar la memoria de buena parte de las clases medias que existen hoy y descartar a muchos que coincidirán con otras partes del diagnóstico y la propuesta. para ellos, el obrero industrial que se calificó, y su hijo que recibió educación técnica y llegó por esa vía a la enseñanza superior o al emprendimiento propio, son parte de una historia que, sin dificultad y sin necesidad de optar entre tradiciones políticas encontradas, empalma con las clases medias de los años sesenta, cuyo testimonio vivo es Mafalda, el personaje de Quino.
Es cierto que entonces comenzaban a verse como la “clase medio estúpida”. El título universitario, por ejemplo, garantizaba poco. pero el padre de Mafalda tenía un empleo y la madre, que había estudiado, no necesitaba trabajar. Tenían una vivienda propia, un auto pequeño, vacaciones en la playa y una hija bien educada en una escuela pública.
Hoy sabemos que fueron los últimos años sin desocupación ni pobreza significativas. Los años de un sostenido crecimiento económico, que pasó inadvertido para los contemporáneos, más preocupados por las crisis cíclicas que por las tendencias más profundas.
Fueron los años en que empezaron a cambiar las ideas sobre la mujer y la familia. Los de la universidad reformista, con un llamativo aumento del número de estudiantes, abierta a los nuevos saberes –de la sociología a la computación– y comprometida con los problemas de la sociedad. Fueron los años en que se difundieron el nuevo cine europeo y las discusiones intelectuales del mundo. Fue un florecer cultural y una apertura social que –justo es decirlo– resultaron duramente golpeados por la reacción autoritaria de 1966.
Mafalda nos recuerda que existían conflictos muy serios, desde la represión policial, con el bastón de abollar ideologías, hasta la posibilidad de una guerra nuclear, o de una patada en el piso de todos los chinos. Ella se preocupó por todo, pero no lo vivió como un presente negro y un futuro cerrado. Eso vino después.
Para interpelar al potencial electorado de Juntos por el Cambio, el mito de la “argentina buena” debe incluir, junto a los inmigrantes que llegaron sin nada, a las clases medias en ascenso de la época de Yrigoyen y consolidadas en los años cuarenta, a las nuevas clases medias surgidas con el peronismo y a las otoñales pero aún lucientes del mundo de Mafalda. Un personaje mucho más verosímil hoy que el ya vetusto estereotipo de “m’hijo el dotor”.
Derrumbe y decadencia
¿por qué se derrumbó este mundo apacible? ¿Cuándo? La respuesta espontánea suele ser simplista. No
El esfuerzo y el mérito tenían entonces una recompensa tangible. En la “mala argentina”, es imposible para los padres asegurar el futuro de sus hijos
hay ni una fecha ni único responsable, sino una sucesión de inflexiones en un proceso largo que siempre tuvo una contradicción en su seno. Desde sus mismos orígenes, la Argentina “buena” coexistió con la “mala”. En tiempos de Mr. Hyde fue incubándose el Dr. Jekyll. Así es la historia humana. Nuestra narración debe renunciar a la idea de que la historia es un western, una lucha eterna entre el bien y el mal que organiza el “relato” hoy dominante. Podemos construir una narración mejor y hacerla comprensible.
La democratización social, que está en la base de la “Argentina buena”, no solo generó armonía; también fuertes conflictos políticos y culturales que afloraron con el primer peronismo, se agudizaron después de 1955, y explotaron a fines de los sesenta, desatando un baño de sangre. Condujeron a una larga decadencia, que afectó a las clases medias y cambió profundamente el perfil de la sociedad toda. Mr. Jekyll finalmente dominó al doctor Hyde. Al final del día, la “buena” sociedad argentina, con movilidad ascendente y sin cortes nítidos se convirtió en lo que vemos hoy: una sociedad escindida, cortada en dos, con un inmenso mundo de la pobreza que sobrevive con sus propias normas, su propia economía y hasta sus propios mini estados subterráneos, cada vez más visibles.
Esta es la línea de nuestra historia social desde los luctuosos años setenta al presente. Pero no todo son calamidades. En este último medio siglo arraigó, sorpresivamente, una democracia republicana que nunca antes había existido plenamente. En la sociedad, y particularmente en sus sectores medios, sobrevivía una ciudadanía potencial que –luego del rotundo fracaso militar– adhirió a la propuesta de Raúl Alfonsín. El nuevo credo fue la democracia institucional, y con ella algo más: la solución de los males de la sociedad. Era la panacea democrática: alimentar, curar, educar.
Esta propuesta correspondía a una Argentina que ya no existía. La desilusión empujó a los ciudadanos a la vida privada, mientras la nueva clase política se encerraba en su mundo y el poder se concentraba en torno del presidente. La víctima fue la democracia republicana, que hoy sobrevive malamente.
Recordamos con nostalgia ese impulso republicano, hoy casi agotado, que por suerte nos da un modelo no tan lejano. Ciertamente, la cuestión republicana es un argumento fundamental, pero difícil de instrumentar discursivamente. No es fácil explicar su eficacia para la recuperación de una “Argentina buena” sin plantear qué pasó con el Estado, que debe ser gobernado de manera republicana y democrática.
Conviene recordar algo obvio: el Estado es algo diferente del gobierno. Es el instrumento que un grupo político electo recibe para gobernar, y luego transfiere a sus sucesores, mejorado o empeorado. Observemos su versión ideal, para saber dónde estamos parados hoy. El Estado republicano es en primer lugar la ley, el orden, la seguridad jurídica, es decir, el Estado de derecho. Por otro lado, el Estado funciona por medio de su burocracia, agente ejecutor de las decisiones políticas. Los funcionarios deben estar capacitados; tienen que ajustarse a las normas de su función y a la vez vigilar que los gobernantes las cumplan.
Pero además, como explicó Émile Durkheim, el Estado republicano debe ser el lugar dónde la sociedad pueda reflexionar sobre si misma, en un proceso complejo de iniciativas y deliberaciones, que se desarrollan en los órganos políticos y en el terreno de la opinión pública. Allí los intereses particulares se decantan en algo que puede llamarse el interés general, o más modestamente, una buena transacción.
La crisis del Estado
Con este horizonte ideal se organizó en el siglo XIX el Estado argentino. Fue potente y supo formular y sostener importantes políticas de Estado, por ejemplo la de educación, verdadera matriz de la sociedad buena. A medida que esa sociedad creció y se diversificó, fueron surgiendo los grupos organizados para defender un interés, algo natural y necesario, pero a la vez fuente de nuevos conflictos.
Aquí comenzó a flaquear el Estado, a achicarse el doctor Jekyll y a crecer Mr. Hyde. Fue un largo proceso y las responsabilidades fueron varias. Algunas de Perón, sin duda; pero también de muchos otros. Gradualmente, el Estado fue más sensible a las presiones y demandas de diferentes grupos corporativos, grandes, medianos y chicos, que terminaron colonizándolo para repartirse prebendas y beneficios. Por ese camino se hizo más caro, menos eficiente y menos capaz de ocuparse de sus responsabilidades esenciales. Baste pensar lo que es hoy, en un barrio pobre, la salud, la seguridad o la educación.
Lo que hoy es llamado pomposamente “Estado presente” es apenas una máquina inservible, con un costo inmenso que sirve para alimentar a los grupos corporativos o políticos que lo controlan; la cleptocracia kirchnerista fue la fase superior de un proceso que viene de lejos y se aceleró a mediados de la década de 1970. Esos grupos fueron y son los responsables de la destrucción de la sociedad y de las instituciones republicanas de la Argentina buena.
No hay república sin Estado. No hay reconstrucción social sin un Estado reformulado y puesto al servicio del casi olvidado “interés general”. No se me ocurre un tema mejor para enlazar la explicación de las miserias presentes con el esbozo de un camino que, más allá de las urgencias inmediatas, muestre una salida.
por Luis Alberto Romero
La Nación 20 de agosto de 2022