El desafío a la ley está en la base del arte de Banksy: los resultados están a la vista en Buenos Aires
Los diarios argentinos anuncian la inminente inauguración de una gran exposición de obras de Banksy en Buenos Aires1.
Nadie sabe quién es Banksy, pero a esta altura de las circunstancias es difícil encontrar en el mundo del arte alguien que no haya visto alguna de sus obras: es el artista callejero más famoso del mundo.
Banksy es un seudónimo que oculta a alguien (¿o a un grupo de personas?) de identidad desconocida.
Detrás de ese nombre se esconde un artista callejero (o quizás un grupo de varios) que desde fines de los años 90 proclama a los cuatro vientos un claro mensaje antiautoritario, opuesto a muchos conceptos que forman la base de nuestra vida cotidiana (como, por ejemplo, el derecho de propiedad).
Banksy transmite su mensaje no sólo mediante las imágenes que crea, sino también a través de los lugares que elige para ellas: sin permisos ni licencias, el artista fija, adhiere o estampa sus obras donde le parece más adecuado: desde la superficie de una pared a la puerta de una casa particular.
Desafiar lo establecido está en la raíz misma de su arte.
Parte de ese desafío consiste en cuestionar todo el “sistema” de arte contemporáneo desde la base: Banksy no exhibe sus obras en galerías de arte para atraer algún comprador que quiera abonar el precio respec- tivo para luego poder gozar de su contemplación.
Banksy rechaza todos esos conceptos: para él no existen galerías de arte, marchands, precios ni compradores.
La naturaleza pública de su arte nos con- vierte a todos en destinatarios de su obra, por lo que Banksy descree también (pero hasta cierto punto) que alguno de nosotros pueda convertirse en propietario exclusivo de alguna de ellas.
Más aún: Banksy incluso reniega de los de- rechos que le corresponden como artista.
En efecto, bajo las reglas jurídicas aplica- bles en casi todo el mundo, los artistas tienen ciertos derechos sobre sus obras. Algunos son de naturaleza patrimonial (como la propiedad sobre las imágenes estampadas en el respectivo soporte ‒tela, papel, piedra, pantalla, cartón, programa de computación, etcétera‒, lo que impide su copia o repro- ducción no autorizada) y otros de naturaleza moral (el derecho a que se reconozca su pa-ternidad sobre la obra o a que ésta no sea atribuida a un tercero; el derecho a que no se la mutile o destruya, etcétera).
Banksy los rechaza a todos. En este sentido, pone en debate toda la estructura jurídica sobre la cual ‒al menos por el momento‒ está construido el edificio formal del arte2.
Banksy rechaza la idea misma de la pro- piedad intelectual. Pero aun antes de ese rechazo, está su aversión a la identificación del artista, por lo que convierte en imposible asociar derechos intelectuales a alguien en particular.
Para él, no importa saber quién está detrás de una obra de arte: lo esencial es su mensa- je, contrario a las desigualdades, un mensaje que se sirve del arte para llegar a sus destinatarios.
El punto que levanta Banksy tiene su miga: ser artista crea a su favor una desigualdad frente al resto de sus semejantes que él dice no estar dispuesto a aprovechar.
Como consecuencia del rechazo a la noción de identidad del artista, por consiguiente, Banksy no puede exigir el respeto a ninguno de los derechos patrimoniales y morales que corresponden a la propiedad intelectual.
Por consiguiente, nunca podrá alegar que su obra está siendo reproducida sin permiso, que una obra determinada no le pertenece o que alguna de su autoría y que un tercero se atribuye como propia en realidad es suya.
A tanto llega su aversión a los derechos in- telectuales que ha acuñado una frase que ha adquirido fama: copyright is for losers (“los derechos intelectuales son para perdedores”, en una traducción quizás demasiado literal en la que se pierde el sentido despectivo de la expresión).
La versión castellana de esa frase (El copy- right es para policías) quizá tenga una connotación ligeramente distinta del sentido original.
Muchos de los dichos públicos de Banksy sobre estos temas (que llegan a los medios por vías indirectas) han sido recopilados en un libro con esa frase como título3.
Al mismo tiempo, como Banksy también pretende que su identidad sea desconocida, no hay posibilidad de registro alguno sobre la autoría de sus obras.
Entonces se priva a sí mismo de poder impugnar u objetar las reproducciones o exhibiciones no autorizadas que se hagan de las imágenes que él ha creado. Pero esa misma circunstancia le impide autorizar reproducciones. Si reniega de su identidad, ¿cómo podría demostrar la existencia de un derecho para otorgar semejantes autorizaciones?
Pero cuando Banksy quiso oponerse a los abusos que algunos aprovechados han pretendido llevar a cabo con sus imágenes, ha debido recurrir a las normas jurídicas.
Pero éstas se le han mostrado esquivas: no se las puede usar solo para obtener beneficios sin tener que tolerar, al mismo tiempo, los posibles perjuicios o incomodidades a los que la ley nos somete (como, por ejemplo, identificarnos).
Eso ocurrió cuando Bansky pretendió evitar la reproducción ilegal de sus imágenes regis- trándolas como marcas: la Comisión Euro- pea lo acusó de actuar de mala fe, al tratar de ocultar su identidad pero, al mismo tiempo, intentar ejercer derechos de propiedad intelectual4.
Otra conclusión se desprende de las ante- riores: ¿cómo se sabe que un Banksy es auéntico? El artista desafía así una de las dos premisas básicas sobre los que todo compra- dor de arte de buena fe (sea aficionado, coleccionista o museo) basa su adquisición: la autenticidad de la obra. Jamás existirá un certificado al respecto firmado por Banksy. En el mejor de los casos, será emitido por un tercero, con los riesgos que eso entraña.
La otra premisa (la proveniencia u origen de la obra, comúnmente denominada en inglés: “provenance”) también es puesta en cues- tión por Banksy: él no puede objetar los me- canismos por los cuales sus obras llegan a sus actuales propietarios. Dicho de otro mo- do: al “abandonarlas” sobre una superficie cualquiera, de la cual él tampoco es el pro- pietario, Banksy no puede oponerse a que alguien la desprenda de ese soporte y la co- mercialice sin su consentimiento.
De este modo, destruye también aquella segunda premisa básica de todo comprador de arte: conocer el origen y recorrido que ha tenido la obra hasta llegar a sus manos5.
Como consecuencia de este largo (pero icompleto) análisis del marco jurídico del arte surgen varias conclusiones: en la muestra que veremos en Buenos Aires se exhibi- rán numerosas obras de arte que se atribu- yen a Banksy, pero sobre cuya autoría jamás habrá certeza.
Nada de malo hay en ello: lo mismo pasa con los pintores renacentistas, por ejemplo, que no firmaban sus obras. Pero aun cuando Banksy está vivo, no le podemos preguntar.
Es probable, además, que esas obras no sean todas de la mano de una misma persona: hay quienes sostienen que Banksy es el seu- dónimo de un grupo de artistas y no de uno solo.
Tampoco podremos tener la certeza de que las obras en exhibición son las únicas sobre el mismo asunto y efectuadas con la misma técnica: Banksy mismo ha renunciado a to- do posible derecho a impugnar la autentici- dad o falta de originalidad de las obras que se le atribuyen.
Ni siquiera tendremos la certeza (innecesa- ria para el público, por otra parte) acerca de si quien exhibe las obras de Banksy goza del derecho a exhibirlas: el artista ha renunciado a ese derecho.
Pero nada de esto constituye una crítica a la muestra ni a sus organizadores, sino todo lo contrario: bienvenida sea la posibilidad de ver de cerca muchas y buenas obras de arte. Lo que ocurre es que estaremos en presencia de un artista elusivo y escurridizo, que hace un gran juego de cuanto lo rodea. Si a eso añadimos la temática de muchas de sus obras, que muestran un humor ácido y corrosivo y una originalidad a toda prueba, el resultado no puede ser otra cosa que excepcional.
De vez en cuando surgen artistas cuya obra no se mide en función de la belleza de aquello que plasman en un lienzo o tallan sobre un bloque de mármol, el grado de detalle de sus pinturas o de fidelidad con el original: por el contrario, se destacan por la calidad y nivel de las difíciles cuestiones, in- terrogantes y dudas que plantean al espectador.
Uno de esos casos fue el de Marcel Duchamp, que puso en duda la naturaleza de la obra de arte, al tildar de tal a un simple urinal de porcelana o a una rueda de bicicleta. En otras palabras, ¿es arte lo que el artista dice que es o se necesita otro ingrediente adicional que todavía nos queda por identificar?
Quizás con el tiempo se reconozca que Banksy es, también, uno de esos artistas que nos llaman a plantearnos una serie de cues-tiones que, hasta ese momento, aparecían de una forma u otra como veladas: ¿por qué el arte “se compra y se vende”? ¿Por qué es necesario atribuir identidad a un artista? ¿Es necesario saber eso para darnos cuenta de su grandeza como tal?
El Filosofito, que nos lee en borrador, de- secha todas estas especulaciones. “Nada de eso me importa: sólo pienso disfrutar del arte de Banksy y del humor que destila”.
por Juan Javier Negri
30 de agosto de 2022
1. Chatruc, Celina, “Un mundo gobernado por monos: la apocalíptica profecía de Banksy en Buenos Aires”, La Nación, 26 agosto 2022, p. 24.
2.Véase “¿De quién es el street art?”, Dos Minutos de Doctrina, XII:580, 30 octubre 2015; “Banksy, otra vez”, Dos Minutos de Doctrina, XVI:768, 4 diciembre 2018.
3. Banksy, El copyright es para policías, Alquimia Editores, Madrid, 2019. ISBN 978-956-9974-45-8
4. Véase “Arte y derecho: el anonimato del arte calle- jero en cuestión”, Dos Minutos de Doctrina XVIII:965, 13 julio 5 diciembre 2021.
5. Véase “Arte y derecho: el estornudo de Banksy trae dolores de cabeza”, Dos Minutos de Doctrina XVIII:918, 15 diciembre 2020.