Al enseñar “Dad al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios”, Jesús exhortaba a diferenciar claramente entre nuestros deberes para con el Estado (“el césar”) y nuestros deberes para con Dios. Esto implica también, por extensión, diferenciar entre los pedidos que dirigimos a uno y a otro. Porque siendo la gracia de Dios infinita, a Él podemos pedirle todo, incluso milagros. En cambio, los recursos del Estado no son infinitos: lo que concede a unos lo extrae de otros; lo que aplica a un fin lo sustrae de otro fin. Lo que es posible para Dios puede no serlo para el hombre, al menos, no de la misma manera.
Como lo hacen desde 2016, el último 7 de agosto −día de San Cayetano− marcharon desde Liniers hasta las cercanías del Obelisco las organizaciones sociales nucleadas en la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), bajo el lema “paz, pan, tierra, techo y trabajo”. De esta manera, la expresión religiosa deriva en otra de carácter distinto, en la cual el tradicional pedido dirigido a Dios por la intercesión del Santo se convierte en un reclamo dirigido al gobierno por la intermediación de los referidos movimientos (vinculados al oficialismo en sus diferentes facciones).
El lema de la marcha, inspirado en el Papa, define una meta que todos, como país, deseamos alcanzar: que nadie se vea privado de lo necesario para una vida digna. Pero cuando se lo transforma en una reivindicación social, hay que hacer cuentas con las posibilidades humanas y los límites de la realidad. Por ejemplo, antes de demandar trabajo al Estado, es necesario preguntarse: ¿puede el Estado por sí mismo ser generador de trabajo genuino? La respuesta la daba Juan Pablo II hace ya tres décadas: “El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los individuos” (Centesimus annus, 48). Eso no significa que el Estado no tenga ninguna responsabilidad en la materia, pero sí que “tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis”. Es sobre todo la economía privada la que genera empleo genuino. Si se reclama trabajo seriamente, es necesario apoyar las reformas necesarias para promoverlo y rechazar las medidas que desalientan la inversión y la producción.
La consideración de los límites de la realidad también es necesaria cuando se reclama un “salario básico universal”. Es cierto que el Papa expresó su opinión favorable, pero solo a modo de propuesta y bajo determinadas condiciones. Como recordaba su predecesor, Benedicto XVI, “la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados” (Caritas in veritate, 9). En el caso de la medida en cuestión, habrá que discutir su significado concreto, su viabilidad y sustentabilidad, su modo de implementación, su impacto en la vida económica del conjunto de la sociedad, así como su incidencia sobre los estímulos para el trabajo y la iniciativa personal. No es razonable, por ejemplo, apoyar precipitadamente este tipo de medidas y al mismo tiempo denunciar el flagelo de la inflación.
La oración tiene su ámbito, y el reclamo social, el suyo. Uno es el de la Providencia divina. El otro, el del césar con sus recursos limitados. Ambos son legítimos, pero hay que tener cuidado de no mezclarlos. De lo contrario, las demandas sociales se disfrazan de mandatos divinos, las metas se transforman en exigencias perentorias y los medios (siempre opinables) se blindan frente a toda crítica razonable. Escaso realismo y mucha impaciencia son vicios adolescentes que desembocan fácilmente en la violencia.
La Iglesia no debe consentir la manipulación de los símbolos religiosos para otros fines, y debe exhortar a los dirigentes sociales afines a una mayor responsabilidad en sus reclamos. Moisés hizo llover maná del cielo y Jesús multiplicó los panes en el desierto. Los funcionarios públicos, aunque sean competentes, honestos y religiosos, no pueden hacer lo mismo.
por Gustavo Irrazábal
La Nación 23 de agosto de 2022