El Banco Central de la República Argentina (BCRA), mediante Resolución del Directorio del mes próximo pasado, acordó reconocer como válido el lenguaje inclusivo y ha dispuesto para ello la creación de una Gerencia específica que entienda en la materia, a la vez que ha elaborado una Guía como “herramienta eficaz” que sugiere variantes idiomáticas inclusivas para ser utilizadas en la institución. Con ese motivo el Director de la Gazeta de este Club me pide escriba una nota al respecto. En un primer momento pensé desestimar esa solicitud ya que no soy experto en políticas de género aunque, obviamente, tengo lecturas sobre el particular pero, en tanto persona del ámbito de las letras, entiendo razonable esbozar algunas reflexiones.

Comienzo por decir que el mundo, desde fines del siglo pasado a lo que va del presente, atraviesa una innegable revolución en materia sociocultural, necio quien la niegue. Así se la advierte en una nueva mirada sobre las diferentes formas de sexualidad, en la aceptación del matrimonio igualitario o en las discusiones sobre la legislación en materia de aborto; son éstos algunos de sus emergentes más significativos. La vida siempre ha estado -y está- en permanente proceso de transformación, mutación que en las últimas décadas ha alcanzado un vértigo inusitado (también nosotros mudamos en cuanto a forma y pensamiento; por ejemplo, miro mi vieja libreta de enrolamiento en la que, sobre mi identidad, consigna: H. F. B., cabello castaño, altura 1,78 metros; hoy mi cabello es blanco y mi altura, un poco menor). Esa transformación se la advierte también, como es natural, en el lenguaje y, al alterarse éste, muda también el pensamiento ya que lengua y pensamiento son indisociables. Eso explica que hablemos de lenguas vivas y de lenguas muertas, siendo éstas las que ya no se hablan, así, sucede con el sánscrito, con el griego clásico o con el latín de las que da placer leer sus textos milenarios en los que se basa parte sustancial de nuestra cultura. En cambio, considero artificioso, por no decir ilusorio, pretender hablarlas. En la Edad Media, en París, en el barrio cuyo centro neurálgico era la Sorbonne los estudiantes seguían hablando latín, en contraposición al común de la gente que entonces se expresaba en la incipiente lengua romance. Esa modalidad dio nombre al barrio –quartier latin– que aún existe con identidad propia: un barrio bohemio y de estudiantes que ocupa el distrito V y parte del VI de la ciudad, situado en la margen izquierda del Sena, un barrio que, pese a su nombre, paradójicamente siempre ha sido de ideas revolucionarias. La pretensión de revivir el latín hablándolo se dio también en el siglo XX con el impulso de Léopold Senghor -el poeta de la “negritud” y primer presidente de Senegal- y del conocido latinista el normalien Robert Schilling, entre sus adalides, pero el propósito artificial de llevar a la oralidad esa lengua muerta, como era predecible, no echó raíces. Tampoco prosperó la panacea de una lengua universal -el esperanto ‘el que tiene esperanza’- inventado por el médico polaco Lázaro Zemenhof a fines del XIX con la ilusión de que posibilitara la comunicación “entre los hombres de todos los pueblos de la tierra en pie de igualdad”. Como intención, digna de elogio; como posibilidad real, inviable (también entre nosotros el ya mítico Xul Solar ideó una panlingua, una suerte de lengua que pudiera ser usada por todos los hablantes, una utopía universalista). Cabe subrayar que los idiomas no son creaciones artificiales, sino naturales, nacidos de la comunidad de hablantes; por tanto es propósito vano de los gobiernos pretender regularlos o imponerlos, digamos, mediante leyes o decretos. Sobre esa cuestión recuerdo que Francisco Franco, para evitar una posible atomización de España en pluralidad de comunidades, prohibió en la península el uso de lenguas que no fueran la española, medida coercitiva que se cumplió en parte pero no sin fastidio de sus hablantes. Muerto el caudillo lenguas diferentes de la española resurgieron en España con fuerza inusitada: fue la reacción lógica. Algo semejante ocurrió en Italia con Mussolini como entonces, con solvencia intelectual y valentía, denunció el cineasta y escritor P. P. Pasolini. También en nuestro país hubo intentos, ciertamente vanos, por querer legislar el habla desde el gobierno: recuerdo el esfuerzo por implantar el tú desatando una guerra contra el voseo (hoy, entre nosotros, nadie habla de tú y el voseo se impuso de manera contundente en todas las clases sociales). No es posible regir los idiomas desde arriba, ya que nacen “desde abajo”: son los pueblos quienes los crean y modelan. Las Academias, por ejemplo, solo recogen las mudanzas producidas por los hablantes, no son esas instituciones las que las imponen. Esto me recuerda a Fuenteovejuna, la pieza teatral de Lope de Vega, nacida a partir de un hecho histórico: un pueblo en su totalidad se rebela contra el poder despótico de la autoridad convirtiéndose esta obra dramática en símbolo prototípico “de la unión del pueblo contra la opresión y el atropello”. Con esta pieza Lope puso de relieve que las leyes y disposiciones deben surgir a partir del parecer de los pueblos, y no a la inversa, tema sobre el que ya Platón discurrió en su notable tratado Las leyes.

No pretendo en esta nota echar leña al fuego en la disputa entre patriarcado y matriarcado, sino invitar a reflexionar sobre un asunto que, lo queramos o no, nos compete a todos. Sobre tal cuestión, tiempo ha, el jurista suizo Johan Jakob Bachofen (1815-1887), teórico del matriarcado, escribió páginas luminosas vertidas en Das Mutterrecht ‘El derecho materno’ (hay traducción española de M. del M. Llinares García como El Matriarcado, Madrid, Akal, 1987). Este estudioso entiende que el régimen social más antiguo fue la ginecocracia ‘el gobierno de la mujer’, antropológicamente fundada en figura de la diosa madre originaria, idea de la que hay vestigios rupestres que se remontan incluso al paleolítico, así como también en la mitología de diferentes culturas. Lo patriarcal habría sido posterior y por imposición de los vencedores. Las ideas de Bachofen han sido recientemente defendidas por Anne Baring y Jules Cashford en un valioso estudio The Myth of the Goddess. Evolution of an Image ,trabajo hace pocos años, traducido y editado con impecable factura por Ediciones Siruela – FCE (Madrid, 2005, pp. 851).

Sobre la mutación de las lenguas, destaco un ejemplo tan simple como palpable. Cuando era chico escuchaba las voces substantivo, obscuro, psicología; hoy, con más frecuencia, oigo sustantivo, oscuro, sicología sin que esa mudanza me perturbe. Yo, por hábito, hablo a la manera tradicional sin que por ello abone en favor del patriarcado; no me incomoda para nada que otros utilicen el lenguaje inclusivo, les asiste todo el derecho a hacerlo; lo que sí me incomoda es que fustiguen a quienes no lo utilizamos. Ambas formas de lenguaje son válidas siempre y cuando sean expresadas con respeto. Ninguna de ellas debe ser excluyente respecto de la que se expresa de una manera diferente.

La guía editada por el BCRA propone “variantes inclusivas” a expresiones de uso cotidiano, documento que incorpora numerosos vocablos femeninos y que está abierto a la incorporación de nuevas expresiones. Según declara aspira a “evitar sesgos de género, expresiones sexistas, invisibilizar géneros no binarios”, construyendo un lenguaje que no discrimine, con la idea de construir una sociedad más justa ya que este asunto exige un proceso de aprendizaje constante. Su propósito parece loable, pero entiendo que hoy, cuando estamos siendo sacudidos de raíz por una epidemia que nos erosiona sin cuartel, con una crisis económica mayúscula, con un hambre que se acrecienta día a día, con una crisis escolar que llevará años remediar, no me parece momento particularmente oportuno para que el BCRA se ocupe en crear una Gerencia para que entienda sobre un problema de lenguaje que, en definitiva, será el pueblo quien terminará aceptando o rechazándolo. Con todo, tengo entendido que otras instituciones estatales, así, por ejemplo, algunas universidades nacionales e importantes empresas privadas de nuestro país también están ensayando proyectos análogos; tal vez sería razonable que unifiquen ideas y criterios.

En cuanto al lenguaje inclusivo su uso no puede ser negado ni tampoco impuesto con obligatoriedad. Hace un par de años un colega español me refería el caso de un legislador catalán -varón, género masculino o como quieran llamarlo- que se expresaba en el recinto en forma femenina: “nosotras las diputadas”. Entiendo que a este señor le asiste todo el derecho del mundo para expresarse como lo desee, siempre que lo haga con respeto, pero lo que resulta improcedente, y en mi opinión disparatado, es que pretenda que los demás hagan lo mismo argumentando que, como durante siglos la humanidad habló en “masculino”, estima que ha llegado la hora de hablar en femenino, digamos, casi como por decreto. Cuando este señor habla de la preeminencia de lo masculino en nuestra lengua, lo que no puede negarse, tal vez no tenga en cuenta un detalle que complica la cuestión y es que en español hay tres géneros: masculino, femenino y neutro (palabras como esto, eso y aquello, por ejemplo, son neutras, es decir, ni masculinas, ni femeninas). El hecho de que en español la forma neutra coincide con la masculina, en tanto ambas terminadas en la letra “o”, ese sufijo morfológico pareciera favorecer involuntariamente a lo que podría llamarse “lenguaje masculino”. Otras lenguas, como la inglesa, simplifican la cuestión en tanto el artículo es ambigenérico, ya que dice the boy ‘el muchacho’, frente a the girl ‘la muchacha’.

Quienes usan y difunden el lenguaje inclusivo -especialmente los jóvenes- esgrimen, con razón, que en la cultura occidental, desde el primitivo helenismo, las mujeres han estado confinadas al hogar, reservando solo para los varones el ámbito de la pólis ‘la ciudad estado’ donde se discuten las leyes, los beneficios, las prerrogativas pero también las obligaciones. Sobre tal cuestión, que es cierta, recordemos un pasaje harto famoso de la Ilíada. Me refiero a aquel en que el príncipe Héctor, durante la guerra greco-troyana, decide ir al combate a enfrentar a Aquiles, aun sabiendo que morirá a manos de este. Al despedirse de Andrómaca, su mujer, la pobre, con llanto desesperado, le ruega que desista de ese propósito, pues, tras la muerte de su amado, ella pasará a ser esclava y su hijo, cadáver. Pero Héctor no puede defraudar a su pueblo y decide arrostrar al destino y, antes de marchar, dice a su esposa: “Mas ve a casa y ocúpate de tus labores, / el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas / aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres / todos que en Ilio han nacido y yo, sobre todo.” (VI 490-494, trad. E. Crespo Güemes). Vale decir que le recuerda que el ámbito de la mujer es el oîkos ‘la casa’; el del hombre, el pólemos ‘el combate’ y la pólis ‘la ciudad’, espacio donde, según recordé, se dirimen las leyes y los acuerdos, ámbito en el que la mujer no tenía participación alguna, como lo refiere Aristófanes en la Asamblea de las mujeres, comedia en la que éstas se disfrazan de hombres para legitimar su acceso a la Asamblea y así poder participar de sus decisiones (a las mujeres les estaba vedado ese recinto). No nos sorprendamos de ese hecho dado que recién en el siglo XX la mayoría de los países reconoce el voto femenino (en nuestro país el sufragio femenino se estableció en setiembre de 1947 mediante la ley 13010); aún hay países donde las mujeres no tienen derecho al ejercicio del voto.

Frente a esa distribución de “roles” que ha persistido durante largo tiempo en la cultura occidental, hoy se lucha por la igualdad de géneros, que es una lucha que trasciende femeninos o masculinos. Se trata de una causa de todas las personas. Es responsabilidad de todos crear un espacio igualitario para hombres y mujeres. Todos debemos tener las mismas oportunidades en nuestros desarrollos humano y profesional. Para ese cometido una de las cuestiones que entran en juego es la modificación del lenguaje del que, seamos conscientes o no, opera todos los días pero destaquemos que sus alteraciones deben suceder de manera natural, nunca forzadas. Los gobiernos, por tanto, no deben ni propiciarlas ni oponerse a ellas, sino solo aceptar las modificaciones que el pueblo pone en práctica. Sobre el futuro del lenguaje, no hay decreto, norma ni resolución que valga, sino solo el uso que el pueblo le dé.

por Hugo Francisco Bauzá