“Non invenio in eo culpam”
No encontró culpa, y sin embargo lo mandó ajusticiar de manera ignominiosa.
El Derecho está para garantizar justicia. Y eso a pesar de lo terrible que puedan ser las acusaciones. El último gran juicio de la Historia fue del de Núremberg, al que fue sometida la cúpula del nazismo. Sin embargo, cuando un sumario está repleto de irregularidades la condena se convierte en flagrante injusticia. Y si el resultado es la pena de muerte, entonces, además es abominable, porque ya no admite rectificación alguna.
Hace algún tiempo se comentó en un periódico norteamericano la noticia de que un grupo de israelitas pretendía revisar el proceso al que fue sometido Jesucristo. Un procedimiento plagado de fallos y en el cual, el reo fue ajusticiado sin condena. Aquello quedó finalmente en aguas de borrajas, pero si se hubiese celebrado ante un tribunal legalmente constituido, sin duda el fallo habría sido absolutorio. Aquella causa adoleció de garantías legales. También de autoridad competente y defensa. Estaba claro que lo que de antemano se pretendía era ajusticiarlo como fuese.
Leonardo Castellani, jesuita, hondo pensador, teólogo y poeta, apartado de la Compañía y posteriormente readmitido, prolífico escritor, citando al S.J Luis de Palma en su obra clásica “Historia de la Pasión” reseña en su “El evangelio de Jesucristo” una cantidad de ilegalidades de tal magnitud, que si se hubiesen tenido en cuenta habría necesariamente concluido el veredicto con el resultado de nulidad por las irregularidades jurídicas que contenía.
El Sanedrín o Tribunal Supremo se reunió durante el tiempo de la Pascua, cosa que no le estaba permitido. Asimismo, se reunieron testigos contradictorios y el reo no tuvo defensor, tomándose una respuesta suya como prueba, convirtiéndose el juez en fiscal. La resolución del Sanedrín no se dio por votación y se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal que debía darse entre la audición y la sentencia. El acusado fue diferido a la autoridad romana, que los judíos no reconocían como legítima y que no entendía jurisdiccionalmente de delitos de índole religiosa, con lo cual, la acusación de “Éste se ha hecho Dios y deberá morir por ello”, no era un delito ante aquel tribunal. Ni siquiera el delito que promovieron después para acusarlo, alegando que conspiraba contra el César era pasible de crucifixión; es más, tampoco de muerte, como sí lo era el de sedición a mano armada, algo que manifiestamente no hizo Cristo y sí Barrabás. En suma, Pilatos no profirió una sentencia oficial, diciendo: “Ibis ad cruce”, sino que dijo “Haced lo que queráis con él”, cosa que de manera alguna puede hacer un juez, porque es abdicar de su oficio.
Así, más tarde, no hallando culpa se los entregó diciendo “Non invenio in eo culpam” y lo mandó al patíbulo, una suerte de muerte de extremada crueldad, siendo ultrajado y apaleado antes de ser colgado del madero, hasta que el peso de los tormentos, y desgarrándose el cuerpo en la cruz acababa por sobrevenir la muerte por asfixia.
Sus palabras como enjuiciador proclamaron la inocencia, pero como mandatario sucumbió al temor de una revuelta.
¿Qué fue lo que pasó por la cabeza de Pilatos para que la historia fuese como fue?
La recta conciencia del hombre tiende a la justicia. Sólo el malvado disfruta haciendo el mal. Y por lo general, en aras a satisfacer sus propios intereses. Pilatos era un político y disfrutaba del privilegio del poder. Pero el poder tiene un precio: la sumisión. Quien quiera salir en la foto no tiene que moverse. Y al Procónsul trataron de moverle la silla los que mangoneaban la Ley echándole sobre sus hombros la responsabilidad de una revuelta. Si actuaba según derecho, ajustándose no sólo al derecho romano, del cual era representante, habría de ponerlo en libertad (no es necesario insistir en lo anteriormente dicho acerca de la ilegalidad del procedimiento y él lo reconoció así). Era eso lo que barruntaba en su interior, e incluso tuvo el apoyo de su mujer, Claudia Prócula. Mas, ante el giro de acusación de ser rey, y por tanto enemigo del César, debió de pensárselo.
El historiador Flavio Josefo nos dice que el gobernador mantenía una antigua relación con Sejano, amigo del emperador, que acabó siendo ejecutado ante la sospecha de conspirar contra él, temiendo, pues, enemistarse con Tiberio, alarmado no solo por su carrera, sino incluso por su vida.
Hasta aquí la situación de la Historia. Ahora, la moraleja.
¿Hasta qué punto llevamos un Pilato dentro de cada uno? Porque, en esencia, lo hasta aquí dicho acerca del personaje se concreta en la tibieza y el miedo.
“Porque no eres ni tibio ni caliente, mi boca te vomita” (Gn 3, 15-16)
El tibio es el indeciso. El hombre que se queda atrapado en la duda. Mejor dicho, en la indecisión. Sabe qué debe hacer, `pero vacila. No avanza. Se detiene y es incapaz de tomar una decisión. Y mientras, los que procuran hacerse con su voluntad se mantienen en su demanda, gritando ¡Hazlo! ¡Si no, atente a las consecuencias! Entonces, siente la amenaza de aquello que le provoca escuchar los cantos de sirena que se le ofrecen en las mundanas tentaciones: dinero, prestigio, poder y hedonismo. Todo puedes perderlo. Todo a cambio de una “minucia”: desentenderse de su deber. ¿Cuántos han de caer? ¡Qué más da! ¡Tú, piensa en ti, Poncio!
Hoy día se siguen dando en nuestra sociedad situaciones en las que se ejecuta a inocentes sin derecho a defensa alguna. No hace falta recordar la condena a Sócrates ni a Miguel Servet. Haber, hay muchas más. Pero todavía es mucho más injusta la inhibición de mirar hacia otra parte cuando la víctima no es un uno, sino legión, a sabiendas que es totalmente imposible hacer recaer sobre ellos culpa alguna. Y para mayor injusticia, exonerando al culpable. ¡Y encima, hablan de derechos! Conviene traer a colación las palabras del historiador Huizinga, cuando dice” Curioso es el sentir de todo un pueblo al estimar que una acción intrínsecamente perversa puede convertirse en buena, porque una mayoría así lo quiera”.
¿Cuántos millones de no nacidos son condenados a muerte cada año? Un holocausto cuya recompensa es ofrecer que prive el hedonismo a la vida, brindando una cultura de muerte. A cambio, el Pilato político espera recibir la recompensa del voto, mientras que la sociedad mira hacia otra parte. Al grito de “¡Crucifícalo!” del populacho, se consuma el genocidio. Indiferencia y miedo, anulándose la responsabilidad que se contrae y que conlleva a responder de aquello que libremente se hace. Cuando la sociedad recupere el sentido de humanidad y justicia podrá revisar las leyes permisivas. Entonces, ¿cuál será el veredicto? O más aún, ¿cómo devolver la vida a aquellos inocentes a los que se le privó de ella?
¿Y yo, hacia dónde miro…?
por Ángel Medina