La historia cuenta con muchos episodios donde la codicia y la ambición de los hombres hicieron estragos en el curso de distintos acontecimientos trascendentales; tal vez uno de los hechos más perjudiciales que se haya cometido en perjuicio de la humanidad, fue la expulsión de los Jesuitas de las tierras del Río de la Plata donde desempeñaron una magnífica obra evangelizadora entre los Guaraníes y otras tribus de los territorios del Río de la Plata.
Un acto de una malicia enorme llevada a cabo por Portugal, con la complacencia y complicidad de España cuyo inepto monarca -Carlos III- se dejó llevar por las pretensiones lusitanas sin tener en cuenta el enorme prestigio y la gran tarea realizada por los padres ignacianos entre los indígenas, en las tierras de su dominio.
El investigador José María Rosa sostiene -no sin razón- que la persecución a la admirable orden creada por San Ignacio fueron por las mismas causas por las cuales se persiguió a los Templarios en el Siglo XIII, ya que habían adquirido un enorme poderío tanto en lo político como en lo económico.
La cantidad de reducciones, colegios y residencias que estaban a manos de los miembros de la Compañía de Jesús era enorme; es de señalar que al momento de la expulsión esas instituciones estaban a cargo de más de 400 jesuitas, de los cuales había varios alemanes, italianos, peruanos, portugueses, como así también un griego, uno de origen francés y otro belga; el resto eran españoles. Lo cierto es que tanto España como Portugal no podían consentir de ninguna manera, la influencia que los hijos de San Ignacio iban adquiriendo en las tierras del Río de la Plata; desde el punto de vista político como económico ambos Estados temían el creciente poder de los Jesuitas, pues mezquinamente consideraban que esa situación, poco a poco, iba a afectar sus intereses. Por lo tanto, no podían tolerarla. Nunca se pusieron a pensar en el bienestar de los indígenas, ni en su acceso a un nivel cultural que los hubiera favorecido desde el punto de vista intelectual y espiritual. Nada de eso les importaba, pues tanto a los portugueses como a los españoles sólo les interesaba satisfacer sus malsanos propósitos. Sus monarcas y sus dirigentes eran hombres de miras estrechas, sin sentido de la trascendencia ni de la dignidad.
La tormenta se aproximaba a pasos agigantados; el grandioso destino de esos misioneros que habían ofrecido sus vidas al servicio de Dios, pronto iba a ser fulminado en un abrir y cerrar de ojos. El año 1767 sería uno de los más funestos y trágicos para la compañía fundada por San Ignacio de Loyola, pues el 27 de febrero de ese año, Carlos III dictó el respectivo decreto de expulsión –o de extrañamiento- de los Jesuitas, siendo el encargado de impartir esas instrucciones el Ministro conde de Aranda, quien se ocupó de ordenar al Gobernador de ese entonces, Francisco de Paula Bucarelli, a que diera estricto cumplimiento de esas disposiciones en la jurisdicción donde ejercía su mandato; esas mismas disposiciones, deberían efectuarse en el Paraguay y en Tucumán. En julio de 1767 comienzan a ejecutarse esas desafortunadas órdenes emanadas del capricho del inepto rey, pues el 3 de ese mes se procede a tomar prisioneros a los padres que se encontraban en el colegio de San Ignacio, situado en la ciudad de Buenos Aires. La impresión que dejó en los vecinos el injusto proceder de los soldados del Monarca fue enorme, pues se sintieron hondamente afectados por el despreciable accionar de los hombres de Bucarelli en perjuicio de aquellos Jesuitas, por los que guardaban un sincero afecto. Los abusos que se cometieron contra esos sacrificados hombres fueron enormes. En Asunción también se vivió un tristísimo espectáculo ya que el 30 de julio de 1767 fueron apresados los Jesuitas que habitaban esa tierra guaraní. En relación a este episodio, un testigo hace un relato que sacude las fibras del alma: los niños de la escuela que pasaban de 400, habían acudido al salir el sol, como era allí costumbre y encontrándolo todo ocupado de soldados, cerrada la escuela y prisioneros los misioneros, se volvían llorando dando aviso a sus padres. La expulsión llegó a todas las provincias del Río de la Plata sin excepción alguna; el objetivo era borrar toda huella del paso de los Jesuitas por esas tierras. Una persecución implacable e inmisericorde que no tuvo otro propósito que el de destruir la magnífica obra realizada por los hombres de la Compañía de Jesús.
En Córdoba, el atropello lusitano- español también destruyó todo aquello que con tanta paciencia y armonía los Jesuitas habían construido; en el colegio Máximo de aquella ciudad, alrededor de 130 padres fueron encarcelados. Cuenta el padre Furlong que al enterarse la población de tamaña injusticia, la gente en forma inmediata hizo sentir su fastidio y en apoyo a aquellos curas, muchos cordobeses decidieron acompañar a los desventurados sacerdotes hasta Buenos Aires, para que no se sintieran abandonados.
Un testigo presencial, el padre Manuel Peramás, señalaba que durante la madrugada del día 12 de julio de 1767 fue ocupado por los soldados el colegio de Córdoba, obligando a los misioneros a levantarse y a reunirse en el comedor, donde se les leyó el decreto real. Agrega que lo que más les angustiaba era que ni él ni los demás podían celebrar, ni asistir a la misa, ni acudir al templo a causa del extremado rigorismo del capitán de los soldados. Tal era la humillación que esos hombres padecían; tal el sufrimiento y el oprobio… tal la ingratitud y la iniquidad. Todos los religiosos recorrieron más de setecientos kilómetros en distintas carretas para llegar a la Ensenada de Barragán; allí pasaron un cruel invierno sin contar con un alojamiento acorde a las necesidades de los misioneros hasta que fueron embarcados en la fragata Santa Brígida con el fin de ser trasladados al puerto de Cádiz, donde arribaron en los primeros meses de 1768. El extrañamiento tuvo consecuencias funestas, pues aquellos pueblos donde los padres habían puesto todo su empeño y voluntad para acercar a aquellas almas indígenas a Dios, fueron totalmente abandonados, cayendo sobre ellos la ruina más brutal. Así ocurrió en las misiones Guaraníes, en Lules, Isistines y Chiquitos. Pueblos que jamás se recuperaron y que fueron condenados al olvido. Se destruyó totalmente la obra jesuita, llegándose incluso a clausurar en 1767 todos los colegios que los hijos de San Ignacio habían fundado en Buenos Aires, Córdoba, Corrientes, Santiago del Estero, Mendoza, Catamarca y otras provincias.
Se trató en suma, de un verdadero saqueo del que fueron víctimas no sólo los Misioneros, sino también – y muy principalmente-todos aquellos indígenas que habían puesto su confianza en manos de los padres, pues aquéllos quedaron desorientados, a la deriva, deambulando de un lado al otro, luego de experimentar un estado de bienestar material y espiritual que nunca antes habían conocido. Pero tal vez el golpe más inesperado, más doloroso y más brutal que recibieron los Jesuitas, provino nada menos que del Papa Clemente XIV, quien a través de un documento titulado Dominus ac Redemptor dictado en el año 1773, declaró extinguida a la compañía fundada por San Ignacio de Loyola. Luego de la expulsión, los Dominicos, Franciscanos y Mercedarios intentaron reemplazar a los Jesuitas en su actividad evangelizadora, pero ya nada iba a ser igual pues esas órdenes religiosas jamás alcanzaron el nivel de excelencia de los padres de la Compañía; es que como señala el ya citado Rosa, aquellas órdenes no contaban con la experiencia de los Jesuitas, como así tampoco con la disciplina ni la capacidad de organización de los Misioneros, por lo que poco a poco las reducciones fueron desapareciendo, quedando sólo las ruinas de lo que fue un pasado de esplendor. Por lo tanto los indios retornaron a la selva pues se negaban a ser sometidos por los nuevos amos. Prefirieron volver a la vida salvaje y despojarse de todo indicio de civilización que los Jesuitas, con gran trabajo, intentaron inculcarles. Así culminó una de las obras más excelsas de la historia de la Humanidad. Una obra basada en la misericordia, en la disciplina, en el fervor por lo trascendente; una obra plena de amor, donde el interés por el progreso intelectual y espiritual del prójimo, se manifestaba en toda su dimensión. Una obra que terminó en forma abrupta por el egoísmo de los hombres, por la estrecha mira de monarcas sin honor, de escasas luces y carentes de moral.
por Julio Borda