por Carmen Medrano

Elegí la casa en lo alto de las rocas porque siempre soñé con escribir mirando un mar bravío ante el desparramo violento de las olas.  Ahora mismo me fascino con las crestas de espumas que al derramarse cavan la arena hasta un fondo tanto más atrayente porque está oculto.  Los días de bajamar el misterio no existe.

Ubiqué la computadora frente a la ventana, me estoy acostumbrando a que mi mirada trace un permanente zigzagueo entre el monitor y el mundo de afuera.

Es invierno y el paisaje se ha vuelto gris.  Abajo, en la arena humedecida, un pescador inusual se está instalando.

Demasiado imán para mí.  No escribo, apenas balbuceo palabras en la pantalla que corrijo a cada instante.

Algo ha cambiado afuera.

La playa es inesperadamente un cuadro de Dalí.

Una mujer con largo traje de terciopelo colorado corre por la arena.  Ha perdido un zapato y se saca el otro de finísimo tacón para recuperar el equilibrio.  Está furiosa, es evidente, aunque yo no pueda desde mi puesto adivinar la causa.

Un momento no más, pienso en Alfonsina.

Pero la mujer no avanza hacia el mar, sino hacia el sitio donde está el pescador inmóvil, atento sólo a la pesca próxima, su caña lanzada al mar.

Llega hasta él.  Lo ha buscado durante el día entero.  El despecho es tan grande que no repara en lo absurdo de la vestimenta equivocada para esas circunstancias de tiempo y lugar.

La mujer ataca al pescador con golpes certeros en el pecho.  Él no se defiende. El castigo le resulta una manera fácil de resarcir la ofensa.  La mujer de largo se irá al fin, y él volverá a su vida de todos los días, a la casa donde la familia lo espera a pesar de las pequeñas traiciones.   Él es un hombre sano. Solamente cuando ella levanta el cesto con la pesca ya lograda y la arroja a las aguas, él acepta la lucha.

No es un combate convencional.  La mujer tiene fuerza y es más joven.  El hombre se mueve con cierta pesadez. Fácil suponer la causa: junto al cesto vacío hay una petaca con algún resto de aguardiente.

El no puede dominar a la mujer y pierde el equilibrio.   Ella se le tira encima y lo golpea sin control.

Lo que sucederá después no es intencional.  Yo podría ser testigo de descargo.

Para liberarse del peso, el hombre gira sobre sí mismo.  Entonces es ella la que sufre un accidente inimaginable porque con pésima suerte cae hacia el lado del mar.

La mujer no puede salir.  Debe de estar entrampada dentro del vestido largo.  Las olas levantan la falda que se le enrosca en la cabeza.  La trama del terciopelo, cada vez más pesada, la va arrastrando al fondo.

El pescador no hace ni un esfuerzo para ayudarla.   Mira hacia todos lados, para asegurarse de que no hay nadie en el lugar.

Hace rato que he abandonado mi mesa de trabajo.

Apoyada contra el vidrio debo parecer una sombra  recortada en la penumbra.

Ahora vuelve la mirada hacia el océano.  

Me inmoviliza el miedo al asesino y la visión de la nueva mujer-sirena navegando entre las aguas profundas.

El pescador ha recogido sus bártulos y se aleja por la larga playa, sin apuro.  Ya no puedo verlo. Después, oigo con claridad el encendido de un motor cascado, como de auto viejo.  

El retornará a su casa donde jurará no volver a recordar la historia.

Me pregunto si aceptará la comida que le sirvan, si sabrá explicar la pérdida de la pesca o  algún rastro de la violencia.

Todo acaba de suceder vertiginosamente.

Tengo teléfono pero no sé a quién llamar.  Me parece que golpean la puerta. La abro disimulando el pánico.  Fue el viento gastándome una broma.

Me pongo una capa para ir al lugar donde vi desaparecer a la mujer.  Si no lo hago, jamás podré volver a echarme en la cama tranquila a dormir con la nuca desprotegida.

Aunque está nublado hay una luminosidad en el cielo que me permite bajar segura los escalones hacia la playa.  

En la orilla no encuentro a quien socorrer.

Unos relampagueos iluminan al mar y veo, a lo lejos, destellos rojizos que se me ocurren los fragmentos empapados del vestido de fiesta.

Mantengo  la mirada en el lugar  pero no vuelvo a distinguirlos ni descubro ninguna otra marca de la tragedia.

Empiezo a dudar de la historia, de todo lo que transcurrió en el mundo de afuera, junto  al mar del otro lado de mi ventana.

En mi cuarto oscuro sólo alumbra el monitor que no se ve desde la playa.