El país vive tiempos de catástrofe. La situación económica y social se agravó sustancialmente por los garrafales errores cometidos por el Gobierno Nacional en el tratamiento sanitario y económico de la crisis generada, entre otras causas, por la pandemia de Covid-19. Basta remitirnos a los resultados: enorme cantidad de contagiados y fallecidos y un desastre económico y social que, a pesar del arreglo  de la deuda externa, arroja indicadores escalofriantes: un 42% de la población bajo la línea de pobreza (más de 19 millones de personas), un 10,5% de indigencia (casi 5 millones de personas) y seis de cada diez niños son pobres; hay un altísimo desempleo y una inflación creciente (en abril fue del 4,6% medida contra abril de 2020), especialmente en alimentos que aumentan por encima de la inflación. Por supuesto, no hay prácticamente inversiones y muchas empresas están dejando el país, cuyo PBI cayó casi un 10% en 2020.

En el campo político también es patético el escenario. La situación creada por las inocultables diferencias entre el Presidente y su Vice ha llegado a niveles inauditos por las desproporcionadas y anti republicanas posturas asumidas por Cristina Fernández, que si bien denotan impotencia y temor, están claramente enderezadas a ganar las elecciones de este año a como fuere y de esa forma avanzar con su plan de impunidad en los varios procesos por corrupción que enfrenta ella y gran parte de su entorno.

En este terrible contexto, en vez de ocuparnos de los problemas urgentes, debemos abocarnos a una de las cuestiones institucionales más importantes de nuestro sistema republicano, la reforma de Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal, que cuenta ya con media sanción del Senado de la Nación y que ahora tratará la Cámara de Diputados de la Nación. Esta reforma, vale remarcarlo, constituye una parte esencial del plan de impunidad referido.

La Constitución Nacional reformada en 1994 establece en su artículo 120 que el Ministerio Público Fiscal es un órgano independiente con autonomía funcional y autarquía financiera, creando así un órgano “extrapoder” que alguna doctrina muy calificada considera un verdadero cuarto poder por su independencia de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo.

Pilar esencial de esa independencia es la forma de designación del Procurador General, cabeza de dicho órgano, que requiere actualmente el acuerdo de dos tercios de los miembros presentes del Senado, mismos requisitos exigidos para la designación de un miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Tribunal en el que el Procurador General actúa como fiscal en casos de la mayor trascendencia institucional.

Esta forma de designación forma parte de la ideología de la Constitución o de lo que se denomina la constitución material, integrada por la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal que es una de las leyes que conforman el llamado bloque constitucional.

Al requerir que la persona propuesta por el Poder Ejecutivo deba contar con el apoyo de dos tercios de los senadores presentes, la Ley esta requiriendo que el futuro alto magistrado cuente con el consenso necesario e imprescindible para poder actuar con verdadera independencia de los otros poderes, en especial, de la fuerza política que tenga mayoría en el Congreso y pueda ejercer una influencia dominante para su designación, juzgamiento y remoción.

El proyecto de reforma avanza burdamente contra esa independencia otorgando al Senado y especialmente a la Comisión Bicameral Permanente de Seguimiento y Control del Ministerio Público de la Nación, ambos cuerpos con mayoría peronista, un poder desmesurado para ejercer el dominio, más que el control, del Ministerio Público.

El peronismo tiene desde 1983 mayoría en el Senado y en la Comisión Bicameral referida, con lo que, de aprobarse el proyecto en Diputados el peronismo podrá remover al Procurador actual y elegir para esa magistratura a quien les garantice subordinación y dependencia.

Reemplazar los dos tercios que se requieren actualmente por solo una mayoría, aunque absoluta, significa un retroceso institucional que violenta el principio de progresividad o de prohibición de regresión de los derechos, principio establecido en varias convenciones internacionales que tienen jerarquía constitucional, conforme lo dispone el Art. 75, inc. 22 de nuestra Constitución Nacional. Este principio ampara los derechos civiles y políticos de todos los que habitamos la República Argentina, como es el derecho a la independencia y autonomía del Ministerio Público Fiscal.

El proyecto de reforma no se queda allí. Entre otras disposiciones, establece que en caso de vacancia del cargo de Procurador General la Comisión Bicameral tendrá facultades para designar a uno interino y si el Procurador estuviere siendo juzgado el Senado por mayoría podrá suspenderlo por 180 días.

Asimismo, el proyecto modifica la integración del tribunal de concursos públicos de oposición y antecedentes para la designación de los magistrados del Ministerio Público, buscando así controlarlo, y lo mismo ocurre con el Tribunal de Enjuiciamiento del Ministerio, que además ahora sería presidido por un miembro elegido por la Comisión Bicameral.

Por ello, la asociación que nuclea a los fiscales salió inmediatamente a rechazar el proyecto manifestando que, de aprobarse, no tendrán la estabilidad necesaria para actuar con independencia, y por el contrario, se verían seriamente amenazados por la mayoría peronista del Senado y de la Comisión Bicameral.

Ha dicho nuestra Corte Suprema en 2017 en un amparo presentado por la ONG Será Justicia, en el que se cuestionaba justamente la modificación en la forma de selección de los fiscales, refiriéndose al principio de progresividad (o no regresividad) que “todo avance o progreso obtenido no puede ser retrotraído” y que, “ha de ser objeto de severo escrutinio y en su caso de insoslayable invalidación por parte de los órganos judiciales.”

En síntesis, esta subordinación que se pretende del Ministerio Público Fiscal al Senado y a la Comisión Bicameral citada, ambos cuerpos, reiteramos, con mayoría peronista desde 1983, no es razonable ni justa, y en caso de ser sancionada, la ley deberá ser declarada inconstitucional.

Por último, tampoco es oportuno debatir esta cuestión porque nos apremian otros problemas, los que reseñamos al inicio, que son alarmantes y que requieren una dedicación excluyente.

Por todo ello, hay que oponerse firmemente a la sanción de este proyecto de ley.

por Eduardo De La Rúa