El miedo no es temor. Nadie atrapado por el miedo encuentra amparo. Solo el temor nos pone a resguardo, a veces, de esa intemperie. Por eso, el miedo y el temor no se equivalen. El temor es intuición de una amenaza. Preaviso. El miedo es esa amenaza consumada.

Temor y miedo se eslabonan sin confundirse. El miedo ejerce su intendencia allí donde el temor se ha visto superado. Es que el temor precede al miedo. Advierte. Es una señal. Quien lo siente, presiente. Recela, sospecha. Capta una voz que susurra la inminencia de algo peor.

El miedo, en suma, es un corolario. El temor, un preámbulo. Donde el miedo impera ninguna otra emoción logra imponerse.

El miedo a la libertad. En 1941 se publicó en Estados Unidos un libro que lleva ochenta años dando pruebas de su fortaleza argumental: El miedo a la libertad.

Erich Fromm acierta al decir que el hombre de su tiempo, fuera del espacio laboral que semanalmente ocupa, tiende a ser incapaz de apropiarse de su vida. La privacidad, el escenario íntimo sin sujeción a horarios preestablecidos, el tiempo no programado por el mandato profesional lo desasosiegan, lo desorientan. Denuncian ante sus ojos la presencia de un desconocido: él mismo.

¿En qué ha cambiado la situación desde entonces? Convertido predominantemente en un subordinado a las pantallas electrónicas, el hombre de esta época ha sacrificado en buena medida el empeño en fortalecer su espíritu crítico. Google opera por él. Su autonomía espiritual tiende a sucumbir en el altar de la tecnocracia, el entretenimiento mecánico y el encuentro básicamente virtual con sus semejantes. Mediante su presencia en las redes, se concibe socialmente activo. Se considera libre arrogándose una representación política que niega a las instituciones tradicionales de la democracia. Su soledad, sin embargo, es la que se ha dilatado a la par de su inconsistencia subjetiva. Y con ella ha crecido, como ha sabido decir Julio María Sanguinetti, el miedo a la libertad: “La sociedad de consumo ofrece (a las clases medias) más bienes culturales y de comodidad, pero constantemente les crea nuevas necesidades. La libertad perece en manos de la amoralidad embriagadora de la comunicación espontánea”.

Se trata, como se aprecia, de un nuevo cautiverio. La libertad sigue siendo vivida con miedo, poblada como se la siente de abismos y espectros que reflejan la fragilidad extrema de quien cuenta con ella. Al unísono, ese cautiverio es expresión de una elección dramática: la que hace de nuestra sujeción a los objetos fuente proveedora de sentido.

Quien teme la soledad se teme a sí mismo. No hablo de la extrema soledad del náufrago, lindante con la agonía. Ni de la del prisionero aislado en su celda. Hablo de quien, viviendo en sociedad y disponiendo de libertad, se sabe solo. Se siente solo. Esa soledad que desata miedo tiene un rostro: el nuestro. Somos lo que nos da miedo. Lo que abruma cuando entre uno mismo y eso que “da” miedo no media la presencia de nadie ni de nada.

¿Qué nos provoca miedo estando a solas con nosotros mismos? ¿Quién toma la palabra y aturde nuestros oídos en esas horas en que nadie nos habla ni nadie nos reconoce? ¿Qué sino esa irreductible alteridad que nos duplica y viene a decir de nosotros y a nosotros lo que no queremos oír ni recordar?

Al que frecuenta su soledad con provecho las diferencias que guarda consigo mismo no lo abruman. No lo desorienta estar solo. Su soledad es un escenario más de esa existencia donde se reconoce sin agotar lo que sabe de sí en una imaginaria identidad inamovible.

Quien en cambio concibe su soledad con miedo se ve, en ella, privado de significación, expuesto a un sinsentido aplastante. Esa es su hora crucial. La de su anonadamiento. La que opera implacablemente como su espejo.

Pero más allá de esta heteronomía “interna”, que frustra la aspiración del Yo a creerse una totalidad y saberse por entero, se encuentra ese otro de carne y hueso al que llamamos prójimo, semejante, extranjero o adversario. Es el que con su palabra, sus costumbres, sus ideas y sus valores contraviene el pretendido alcance absoluto de nuestros criterios. Es el que acota nuestra presunta universalidad. Es el que nos impone con sus diferencias la necesidad de buscar consensos, acuerdos, coincidencias capaces de atenuar distancias, si es que aspiramos a convivir con él.

La literatura clásica, Shakespeare en especial, ha sabido presentar las formas sanguinarias que puede tomar esa tenebrosa necesidad de terminar con el miedo al otro mediante su asesinato. Sin olvidar que, ya desde antiguo, allí estaban Caín y Abel.

¿Qué son Ricardo III y Macbeth sino ejemplos mayores de ese miedo insuperable al otro que promueve la desconfianza primero y el crimen después? Maquiavelo lo sugirió con maestría en El príncipe . El miedo que induce al asesinato termina con frecuencia en autoexterminio. En la conversión de uno en un otro intolerable para sí mismo.

Un mundo con miedo. Un último miedo, un miedo inesperado, reclama su lugar en esta página. Lo tuvo al comienzo de esta reflexión y, dada su actual contundencia, no puede menos que tenerla en su desenlace. Es el miedo que genera la indefensión ante un mal implacable.

Ya se sabe que sus proporciones geográficas son planetarias. Sus víctimas también lo son. El miedo al contagio roza el pánico. La posibilidad de contraer la enfermedad es inmensa y nos aterra. La ciencia aún no ofrece amparo. No solo estamos ante una peste inédita. Estamos también, y ante todo, frente a una peste que se muestra, por el momento, invulnerable a una derrota.

Ensañada básicamente con la población de más edad, ataca sin embargo indiscriminadamente. El coronavirus es también infanticida. Enferma indistintamente y mata selectivamente. La aparente precisión del nombre que lo designa, Covid-19, no lo transparenta. Como el virus es invisible a simple vista, el miedo que despierta recae sobre sus posibles portadores. Reales o virtuales, lo somos todos. Y todos hemos pasado a ser sospechosos para todos. Los gestos más afables pueden ser los portadores del mal más profundo. Ya nadie puede asegurar que sabe con quién está. Ni siquiera cuando se refiere a sí mismo.

Así, el otro, incierto desde siempre, se convierte en una nueva amenaza. Su peligrosidad ya no es ideológica ni étnica ni religiosa. El otro es ahora un organismo peligroso. Su proximidad compromete nuestra subsistencia. El miedo paraliza las relaciones que hasta ayer fueron espontáneas. La vida cotidiana se disuelve en la incertidumbre. No obstante, las circunstancias exigen que actuemos solidariamente. Nada asegura que lo hagamos pero todo lo reclama. La peste no deja margen para más. Es ella o nosotros.

por Santiago Kovadloff

La Nación, 21 de marzo de 2020