En 1630 la “plaga italiana” llegó a Florencia y a la Toscana. Unos meses antes, soldados alemanes mandados por el Emperador para conquistar Mantua habían atravesado el norte de Italia. Era algo bastante habitual, pero esta vez los acompañaba la pulga asesina, transmisora de la peste bubónica, la misma probablemente que asoló el mundo en el siglo XIV.
La peste se ensañó primero con Milán, Venecia y otras ciudades del norte. Para contenerla, las autoridades del Gran Ducado de Toscana ordenaron cerrar los pasos por los Apeninos. Precaución inútil: en agosto de 1630 una campesina burló los controles y llevó a una aldea cercana la bacteria, que de inmediato llegó a la ciudad. En setiembre hubo 600 muertos en la región; en octubre más de mil y en noviembre 2100. En enero de 1631 la Magistratura alla Sanità dispuso la cuarentena general en la ciudad.
En tiempos de peste la Sanità, creada a principios del siglo XV, disponía de amplias facultades policiales, judiciales y presupuestarias. Creó cuatro nuevos lazaretos para los infectados y dispuso que los muertos, rociados con cal, se enterraran lejos de la ciudad. Las casas con enfermos eran clausuradas por 22 días, lapso estimado entre el contagio, la incubación y la muerte, que usualmente ocurría al cuarto día de la aparición de los bubones negros.
También ordenó el cierre de las puertas de la ciudad, impuso la cuarentena a quienes vinieran de zonas infectadas y emitió boletas de sanidad para los extranjeros autorizados a transitar por las calles. Los infractores, así como los potenciales infectados, eran perentoriamente detenidos por los guardias, que irrumpían incluso en conventos e iglesias.
También prohibió todas las actividades públicas: las clases en las escuelas, las festividades de las cofradías, los juegos del pallo en las plazas, los bailes, el teatro y la concurrencia a tabernas, posadas y garitos. Tampoco hubo procesiones ni misas en las iglesias. Los frailes recibían las confesiones desde la ventana o la puerta, protegidos por un paño encerado. Las misas se celebraban en algunos cruces de calle, y los fieles las seguían a prudencial distancia.
La Sanità era inflexible con la gente del pueblo que violaba las normas, quizá con ingenuidad. Tal el caso de una madre que se puso a remendar la ropa de su hijo, en cuarentena en el piso de arriba; o el de una mujer que, luego de cuidar a su madre hasta la muerte, le regaló a su hermana la camisola de la difunta. En todos los casos la guardia era inflexible: los mandaba a prisión y además les cobraba una fuerte multa.
Con “la gente piu civile” solían ser más tolerantes. Un viudo fue autorizado a enterrar a su esposa en la capilla familiar; a una joven pareja se le permitió celebrar una misa de esponsales nada menos que en la basílica de San Lorenzo.
No faltaron los “chivos expiatorios”, habituales en estos casos. Los más religiosos denunciaron una conspiración para envenenar el agua bendita de las iglesias, obra del demonio, de los “extranjeros” o de los judíos. De estos se decía, además, que de su mal olor corporal -un clásico en el repertorio del antijudaísmo- se deducía la propensión a la difusión de una peste particularmente maloliente. También eran sospechosas las prostitutas: su comercio elevaba la temperatura de los humores del cliente, lo debilitaba y lo volvía propenso al contagio.
Pero el gran temor eran los pobres, su hacinamiento, su supuesta falta de sentido cívico, ese que aparentemente sobraba entre quienes huían de la ciudad y se refugiaban en sus villas campestres. El miedo hacía que la Sanità fuera particularmente dura con los pobres. Pero a la vez -como lo estudió el gran historiador Carlo Cipolla-, se asumió que, por ser los más vulnerables, merecían una protección especial, que demandaba mucha organización y mucho dinero.
Los 32.000 pobres sujetos a cuarentena eran alimentados por la Sanità. Diariamente cada uno recibía dos hogazas de pan, una pinta de vino y, según los días, una ración de carne, de salchichón, de arroz con queso o de ensalada. También cada día se repartían medicinas, como un cierto “aceite del Gran Duque”, afamado por su amplio poder curativo.
La peste se prolongó hasta 1633. En la Toscana hubo 80.000 muertos, y en Florencia 8000, el 10% de su población, mucho menos que en Milán o en Venecia, donde las muertes oscilaron entre el 30 y el 50%. Después pasó, y la peste negra, que volvió a circular por Italia en 1657, ya no volvió a Florencia, cediendo el lugar a nuevas epidemias, como la escarlatina o el sarampión.
La peste tuvo una consecuencia política curiosa: el afianzamiento del joven gran duque Fernando II, coronado en 1628, luego de siete años de regencia compartida entre su madre María Magdalena de Austria y su abuela Cristina de Lorena, nieta de la célebre Catalina de Medici. Fernando era un joven inexperto y con poco carácter, de modo que las regentas pretendieron seguir gobernando, sobre todo Cristina, que parecía haber heredado de su abuela Catalina la pasión por el poder y la intriga.
Pero con la plaga Fernando se transformó. A diferencia de los nobles, se quedó en Florencia. Se instaló en el Forte Belvedere, junto al jardín de Boboli, y todos los días recorría el “corredor de Vasari” para emerger en el palacio de la Señoría, en el centro mismo de la ciudad. Allí se informaba de las novedades, respaldaba a los magistrados de la Sanità, consolaba a los enfermos y se hacía ver. En esos años de la peste se convirtió en un monarca popular -el “buen rey”- lo que le permitió asumir el poder con energía, manteniendo la soberanía de Toscana y de los Medici en los difíciles tiempos de la Guerra de los Treinta años.
Florencia ya no era la de antaño. En el Siglo XVI había participado del último gran ciclo expansivo del mundo mediterráneo, impulsado por la plata proveniente de América. Creció la población y la agricultura, la subsistencia fue fácil y sobre todo floreció una renovada industria textil, que podía competir en el mundo. El nuevo puerto de Livorno recibió a mercaderes de todos los países y Florencia tuvo su propia flota mercante.
Las cosas cambiaron en el siglo XVII. La bancarrota española de 1596 arruinó a muchos empresarios; los textiles sufrieron la competencia de los productos holandeses e ingleses, más baratos, y flaqueó la agricultura. Una serie de malas cosechas trajo carestía y hambrunas, que eran el caldo de cultivo perfecto para una peste. Florencia declinó, al igual que los otros centros urbanos del área mediterránea, mientras ascendían Amsterdam o Londres, mejor conectadas con el mundo colonial. Según Fernand Braudel, por entonces el mundo mediterráneo ya estaba fuera de la gran historia.
Esta crónica, quizá sesgada, de la plaga florentina tiene hoy algo de familiar, y no faltará quien piense que la historia se repite. No es así; los hombres están siempre creando. Lo que es constante es su manera de buscar en el pasado indicios de respuestas para los problemas del presente. Tan ansiosa es la interrogación, que solemos incluso fijarnos en detalles menores, como el nombre de una abuela. Si no se abusa, no deja de ser útil y entretenida; pero debemos vigilarnos y controlarnos, si realmente queremos aprender algo del pasado.
por Luis Alberto Romero
Los Andes, 29 de marzo de 2020