La crisis del Covid deteriora los indicadores sociales y el tema debería ser prioridad.

El avance del Covid-19 ha obligado a la Argentina y otras partes del mundo a emprender políticas preventivas de aislamiento que generan de manera inevitable efectos regresivos en materia socioeconómica. Pero en nuestro país esta crisis global impacta sobre un escenario previo de estancamiento estructural y una situación social que ya era crítica a fines de 2019. Hoy el panorama es todavía más grave y nada indica que las cosas mejoren en los próximos meses, sobre todo en cuanto a que las dirigencias políticas nos brinden un presente que nos deje en mejores condiciones para iniciar un proceso de reconstrucción económica y social pospandemia sustentable. No son las soluciones, sino sus precondiciones las que urgen.

Las estimaciones coinciden en que la contracción será profunda, debido a los efectos globales y domésticos de nuevo escenario. El cierre de actividad socava la oferta agregada, mientras que la demanda se ve afectada por un mayor desempleo, menores ingresos y una creciente incertidumbre, lo que lleva a una disminución del consumo privado. La inversión se ve afectada por la volatilidad financiera y una perspectiva económica incierta, por lo que la economía parece atrapada en un círculo vicioso de disminución del consumo y menos empleo e ingresos, con aumento de la pobreza.

En relación al empleo, de acuerdo con las proyecciones de la OIT realizadas sobre la base de distintos escenarios de PBI, con una caída del 8,2%, se perderían entre 750.000 y 850.500 en 2020. Según el Observatorio de la Deuda Social (ODSA) de la UCA, al finalizar el segundo trimestre del año ya se habían perdido 300.000 empleos formales y más de 650.000 trabajos informales. En materia de pobreza, la situación no es muy diferente. Según micro datos del Indec del cuarto trimestre de 2019, la tasa de indigencia urbana afectaba al 8,7% de la población y el porcentaje de personas por debajo de la línea de pobreza era de 38,4%.

Según estimaciones del Observatorio de la Deuda Social, con base en simulaciones con datos del Indec, la pobreza en el país habría llegado al 44,7% en el segundo trimestre, mientras que la indigencia habría subido al 10,3%. Y la inseguridad alimentaria severa -reducción de dieta con eventos frecuentes de hambre en los hogares- habría pasado de 7,5% a 14%.

Esto, aun con las importantes medidas de asistencia social que pusieron en marcha el gobierno nacional y los gobiernos provinciales. Antes de la crisis del Covid el 33% de los hogares percibía una asistencia directa a cargo del Estado, descontando los empleos públicos y las prestaciones previsionales. En mayo de 2020 esta proporción habría alcanzado al 45% de los hogares; es decir, casi 5 millones de ellos (el IFE no es un buen indicador para identificar hogares). En realidad, más de 12 millones de personas beneficiarias directamente de un programa de protección social. Por lo mismo, los efectos inmediatos en materia de empleo y de pobreza son menos graves que en otras crisis de igual o mayor envergadura. Sin embargo, dichas medidas no ofrecen ningún cambio de rumbo relevante.

El nuevo escenario de pobreza, aunque aliviado por las políticas sociales, tiende a profundizar las desigualdades estructurales que generan nuestras crisis: más clases medias pasan a la pobreza, al mismo tiempo que tiene lugar una mayor fluidez social entre los excluidos gracias a la asistencia social, tanto pública como privada. La situación desnuda nuestro subdesarrollo, pero también muestra la indefensión que enfrenta la sociedad ante una clase dirigente que no acierta en poner en la agenda temas prioritarios. Es un tiempo para convocar, crear puentes de consenso, debatir diagnósticos y proyectar acuerdos estratégicos. Esto, al menos, con el fin de poder resurgir de las cenizas.

por Agustín Salvia*

La Nación 20 de septiembre 2020

* El autor es sociólogo, investigador del Conicet-UBA y ODSA-UCA