LA HISTORIA COMO UN MISMO LODO Y “TODOS MANOSEAOS”.

Los diccionarios definen como “prensa amarilla” a cierto periodismo sensacionalista que usa y abusa de títulos y contenidos exagerados, deformados, escandalosos, catastróficos y morbosos.  Utilizan ese detestable recurso para impactar en la sensibilidad de los lectores  y, de este modo, conseguir vender más periódicos. 
Al lado del periodismo amarillo, como una excrecencia, crecen las publicaciones históricas amarillas. Ahora la revisión de la historia nacional no tiene representantes a investigadores serios como Julio Irazusta y muchos otros. En estos días una llamada historiadora calificó a San Martín de “corrupto”.
La regla de otro de este “nuevo revisionismo” amarillo parece inspirada en “Cambalache” de Discépolo: “Vivimos revolcaos en un merengue / y en un mismo lodo, todos manoseos”. Se trata de colocar a los padres fundadores de la Argentina en el mismo plano y codo a codo con los ejecutores de la corrupción política reciente
Oscar Wilde escribió: “Antes acostumbrábamos a canonizar a nuestros héroes. El sistema moderno es vulgarizarlos. Las ediciones económicas de grandes libros pueden ser deliciosas, pero las ediciones baratas de grandes hombres son siempre detestables”.
Si es cierto que cada época, de acuerdo al clima imperante, somete la historia a una nueva escritura, durante la última década siglo XX esa maleable arcilla que proporciona el pasado de un país joven como la Argentina, fue modelada con ese mismo estilo – entre frívolo, poco escrupuloso y hasta desaprensivo – que dominó vastas parcelas de la escena pública, el ámbito político, los medios y la propia vida social.
En esto tampoco conviene que seamos presuntuosos, creyendo estar ante un fenómeno exclusivamente argentino. En 1979, en el Ateneo de Madrid, un disertante planteó la posibilidad de elaborar “una interpretación cochambrosa de la historia”. Después, Julio Caro Baroja recordó el significado de “cochambre”, palabra en desuso que usaban nuestros abuelos. Cochambre es basura, cosa sucia, grasienta y fétida. 
Explorando ese género sin la gracia que le otorgó Caro Baroja, hoy el amarillismo histórico se especializa en no dejar títere con cabeza. Se trata de una moda que recorre parte del mundo, dictada por la demanda de un segmento del mercado y, por eso mismo, rentable. Esa enorme escoba sensacionalista barre con figuras del pasado distante y personajes del pasado reciente.

DESTRUCCIÓN DE LA IMAGEN HISTÓRICA

No se detiene ante políticos. Invade todos los terrenos. Arrasa con la imagen de escritores, artistas, religiosos y científicos. Para esos ojos, la historia humana es un enorme cementerio de canallas. No se espere del amarillismo histórico el mínimo rigor pues su especialidad es armar retratos mutilando citas, manipulando y pegando partes arbitrariamente.
El catedrático español Antonio Elorza, al referirse a este fenómeno de asalto a la imagen, señala que “resulta imposible una valoración sin introducir antes un análisis del contexto y la reconstrucción del significado posible de esos vacíos o errores deliberados” de parte de los personajes cuestionados. 
Sin temor a exagerar podemos decir que el amarillismo histórico es tan temerario como, y más nocivo que el periodismo amarillo. Con él comparte el abuso del rumor, la tergiversación y la manipulación de los datos que tiene entre manos. En el momento que el periodismo responsable apuesta a los normas tendientes a garantizar el absoluto respeto a la intimidad y vida privada de las personas, quienes cultivan el amarillismo histórico se empeña en marchar contracorriente. 
Los vicios privados, reales o imaginarios, son utilizados no sólo para enturbiar el talento del personaje sino para negarle títulos para aspirar al mínimo reconocimiento público. Con el pretexto de “humanizar” y “desmitificar” a esos semidioses que eran los “héroes”, se intenta pulverizarlos hasta reducirlos a la miserable condición de villanos.
No se trata de mantener esas vidas de santos (las hagiografías) en las que incurrió cierto tipo de historia que forjó modelos patrióticos. La superación de esas visiones no pasa por contraponer a ellas una visión prontuarial del pasado sino consiste en aportar elementos y rigor para la mejor comprensión del pasado. Se confunde la seriedad de la historia de la vida privada con el cultivo de un estilo de divertida chismografía de prensa del corazón.

LA HISTORIA COMO PRONTUARIO

El mismo maquillaje que antes hermoseaba cadáveres es empleado ahora por el amarillismo histórico para deformarlos hasta convertirlos en monstruos. Donde no habla el documento, habla la fantasía maliciosa que siempre presume lo peor. No estamos aquí ante el peligro de que el historiador se erija en juez. Investigación” y condena quedan en el plano de lo policial más chapucero.   
Esta Nueva Inquisición sienta en el banquillo y condena a difuntos que no pueden defenderse y no tienen derecho a réplica. Quienes ejercen este género son propensos al monólogo excesivo. Para ellos todos los muertos son sospechosos, hasta que puedan demostrar lo contrario. Todos son miserables, hasta que aporten pruebas no ya de su santidad, sino de su humana condición.
El amarillismo histórico no es sucedáneo de ningún revisionismo: es una de las formas que asume el parasitismo de la historia. Montarse sobre la calva de Sarmiento para denigrarlo no empequeñece a Sarmiento y, menos aún, confiere estatura intelectual al detractor que medra de su genio. Aunque pose de novedoso, quien se ensaña con Sarmiento incurre en un doble parasitismo pues se limita a recalentar viejas diatribas lanzadas contra él por el revisionismo antiliberal. 

ENTRE HISTORIA Y CONTRAHISTORIA

Entre 1930 y 1970 asistimos a una persistente obra de demolición de los pedestales sobre los que reposaban nuestros hombres públicos identificados con la aborrecida tradición liberal. Pero aquellos que usaban la historia escrita como condimento excitante de la propaganda política, tenían la piqueta destructora en una de sus manos.
Con la otra sostenían las herramientas y los materiales para levantar pedestales a otros hombres públicos que mejor servían a sus intereses propagandísticos y eran del gusto de un sector del público ávido de simplificaciones con las que alimentaron su impaciente e ingenuo activismo político.
Durante casi medio siglo estuvimos acompañados por una confrontación entre historia y contrahistoria, héroes y antihéroes. Ese vaivén, lejos de permitirnos desentrañar la naturaleza de nuestra crisis y de ayudarnos a superarla, terminó por empujarnos hacia la destrucción mutua, profundizando la  crisis.
Aunque criticable, aquella tensión tenía cierto dramatismo, poseía cierta aspiración de grandeza y no estaba exenta de una preocupación por encontrar explicaciones y salidas. ¿Cuál es el panorama del escenario, en la última década del siglo XX?
Ya no estamos en presencia de una “contrahistoria”: asistimos a un cortejo de chismes. Tampoco tenemos “antihéroes”: una nutrida galería de villanos se despliega ante nuestra mirada. La historia se vuelve cotilleo de comadres. Los acontecimientos ya no transcurren en campos de batalla o en mesa de negociaciones sino entre alcobas y banquetes. Interesa más hurgar trapos sucios que exhumar documentos.
Esos seres humanos no tienen ideales sino bajas pasiones: sólo los anima el poder, la lujuria y la gula. La compleja personalidad de un hombre, su trayectoria, ideas y valores, quedan reducidos a sus defectos. La naturaleza mixta de los héroes, más de dioses que de hombres, se degrada a la de hombres más bestiales que humanos.

LA ACTUAL VERSIÓN POPULISTA

Una mirada esquemática podría mostrarnos de qué modo la historiografía argentina de la segunda mitad del siglo XIX se correspondió con la necesidad de poner bases históricas a un país que estaba dejando atrás un ciclo signado por guerras de la independencia, contiendas internas y la dictadura de Rosas y se lanzaba a la ardua empresa de construir su organización institucional y su progreso material.
Coincidiendo con la primera experiencia democrática iniciada en 1916, la llamada “Nueva Escuela Histórica” realizó un enorme trabajo documental, actualizando la agenda de nuestros historiadores, ensanchando el camino del rigor y la especialización y apuntando a reducir los ingredientes políticos.
Esa tentativa correrá la misma suerte del proyecto democrático y reformista socavado más por la prédica de activos grupos del nacionalismo autoritario que por los efectos de la crisis mundial de 1930. Desnudando la fragilidad de la vinculación con el resto del mundo, la crisis puso en evidencia la vulnerabilidad de la economía argentina y la endeblez de su construcción democrática.
La nueva lectura del pasado nacional impulsada por el llamado revisionismo histórico de orientación populista de izquierda, destinada a encontrar las raíces de esa crisis y a suministrar remedios para conjurarla, fue uno de los contenidos más activos y eficaces de la prédica antidemocrática que precedió y acompañó al golpe de Estado de 1930.
A partir de la década de 1960 comenzó a abrirse paso una nueva variante del revisionismo, definida como más nacional que nacionalista y con más inclinación a lo social que a lo tradicional y elitista. El maniqueísmo, el exceso de ideología y el afán reclutador que animó parte de ese esfuerzo terminaron por convertirlo en sustento argumental de grupos que abrazaron la violencia a fines de esa década.
Después de esos otros “excesos” cometidos por la dictadura del Proceso, del congelamiento político y del apagón cultural que ella impuso, en la última década del siglo XX todo parecía haber cambiado en la superficie. A las “tres pelucas” del pasado reciente, había sucedido “la calvicie” en materia de ideas y el desinterés por todo aquello que escapara de la frivolidad que acompañó a ese nuevo capítulo del triunfalismo nacional.

LOS MALES DE LA HISTORIA MAL COMPRENDIDA

Menos exigentes y más consumistas, los lectores interesados por la historia demandaban ahora productos descafeinados y descartables. Resultaba tranquilizante que los defectos de los hombres públicos del pasado aparecieran como idénticos o superiores a los de aquellos que ejercían entonces el poder.
El amarillismo histórico actúa no sólo como nivelador (“en todos los tiempos los políticos fueron iguales”), sino también como justificador y legitimador de sus errores (“si se hizo en el pasado, ¿por qué tendríamos que criticarlo ahora?”).
Nacido al calor de una moda efímera, erguido sobre pies de barro, aunque sobreviviente, este modo espurio de escribir la historia está condenado a extinguirse, como la época que le dio origen y a la que prestó buenos servicios.
No se trata sólo de rechazar ese género por su bastardía. Tampoco de subestimarlo. Marc Bloch, refiriéndose a las civilizaciones, conjeturó que “no es inconcebible que un día la nuestra se aparte de la historia. Si no tenemos cuidado, existe el riesgo de que la historia mal entendida finalmente ocasione también el descrédito de la mejor comprendida”

Por Gregorio A. Caro Figueroa