La Revolución Americana dio lugar a un régimen político que puso exitosamente en práctica la democracia liberal fundada en los principios desarrollados años antes por Montesquieu, cuyas ideas habían ejercido una gran influencia sobre los padres fundadores y especialmente sobre James Madison, con justicia llamado el Padre de la Constitución. La democracia liberal americana se constituyó en el modelo a seguir por las nuevas naciones del continente e impulsó las transformaciones políticas de muchas de las naciones de la vieja Europa. El nuevo régimen se asentaba en dos pilares fundamentales: la división de poderes y la legitimidad de la representación, que progresivamente fue ligada, cada vez más, al sistema electoral. El alcance de la ciudadanía fue extendiéndose atravesando variados sistemas de calificación censitaria antes de llegar a la universalidad. 

La democracia liberal, con algunos retrocesos,  evolucionó lenta pero positivamente desde aquella primigenia experiencia hasta la Primera Guerra Mundial. Las transformaciones políticas, sociales y económicas resultantes del conflicto bélico pusieron en crisis a todo el sistema político vigente hasta ese momento y a juzgar por sus graves consecuencias posteriores, debemos destacar especialmente la pérdida de confianza en el sistema de representación estructurado alrededor de los partidos políticos que actuaban como articuladores entre las diferentes corrientes de opinión de la sociedad y el poder de gobierno. 

Los países se cerraron sobre sí mismos, se acentuaron los nacionalismos y grandes sectores de la opinión pública consideraron que había llegado el momento de cambiar de raíz el sistema de representación vigente, sustituyéndolo por esquemas corporativos y autoritarios que encontraron su  primera expresión  trascendente en el fascismo italiano y continuaron a poco andar con el nacionalsocialismo alemán y el falangismo español, pero que permeó también en una gran cantidad de países de los más variados niveles de desarrollo. En la Argentina estas ideas impulsaron a los revolucionarios del 30, tanto en su brazo ejecutor como en muchos de sus ideólogos, como es el caso de Carlos Ibarguren que, con la sólida argumentación propia de su larga y destacada trayectoria académica y política y su calidad literaria, propiciaba el fin de la democracia liberal e individualista  y su reemplazo por una democracia orgánica y funcional.  (*) La derrota del Eje abortó el peligro de expansión de los autoritarismos corporativos y de los nacionalismos cerriles, aunque quedaron, tanto en Europa como en Latinoamérica, algunos regímenes remanentes u otros que, a contramano de las nuevas tendencias, adoptaron formas parecidas, como fue el caso del los gobiernos surgidos de la revolución del 43 en Argentina.

Ha corrido mucha agua bajo el puente. El orden bipolar y la guerra fría imperante en la segunda posguerra han desaparecido.  La caída del Muro de Berlín marcó la ruptura del bloque soviético permitiendo la expansión de la democracia a países hasta entonces imposibilitados de ejercerla. En nuestro país las elecciones de 1983 nos devolvieron al orden constitucional, poniendo fin a una larga alternancia de gobiernos militares y civiles débiles o de escasa legitimidad. Sin embargo, el mundo en general y Argentina en particular vuelve a vivir una nueva crisis de confianza en el sistema democrático y no es casualidad que ésta se produzca en coincidencia con una notable debilidad de los partidos políticos y una rediviva falta de confianza en ellos. Los partidos se debilitaron por la ausencia de ideas rectoras aglutinantes y la desaparición de líderes democráticos que mantuvieran su cohesión institucional. Las ideologías se desdibujaron totalmente ante los embates de la globalización y la mayor parte de los nuevos partidos (o “espacios” como se los ha dado en llamar) no son más que estructuras vacías construidas alrededor de una figura atractiva. Sin partidos fuertes, las alianzas, que parecieron ser el sustituto natural ante esa carencia, fracasaron también porque no pasaron de ser alianzas dirigenciales sin fundamento en las grandes corrientes de opinión popular y con rasgos ideológicos muchas veces contradictorios.

Hemos recaído en una crisis de representación pero, esta vez, con una derivación mucho más grave: los personalismos han sustituido a las instituciones básicas del sistema democrático y derivaron inexorablemente en populismos de todo tipo que en los países de menor tradición democrática se han convertido en verdaderas autocracias. Frente a esta realidad ya no podemos hablar únicamente de una crisis del sistema de representación sino de un ataque frontal al otro gran pilar de la democracia liberal: la división de poderes.  Llama la atención que los analistas políticos no estén definiendo este proceso como una vuelta al absolutismo, sólo diferenciado del monárquico e ilustrado de la primera mitad del Siglo XVIII por vestir con ropajes republicanos y carecer del más mínimo atisbo de ilustración. Tal vez, haciendo uso y abuso de los neologismos, y con algo de ironía, podríamos llamarlo “neoabsolutismo”.

El más elemental sentido común indica que cuando ante la reiteración de un hecho político se producen las mismas negativas consecuencias, debemos trabajar ante todo sobre su origen causal. En nuestro caso se hace imprescindible y urgente fortalecer los partidos políticos, recuperar la confianza en sus dirigentes, darle cohesión institucional e ideológica y lograr desde ellos, y no fuera de ellos, los acuerdos interpartidarios que posibiliten llegar a las tan mentadas, pero siempre ausentes, políticas de Estado.  Toda la sociedad debe comprometerse en esta causa, rompiendo la indiferencia y la apatía política que han caracterizado a las últimas generaciones.

Esperemos que esta vez la recuperación de los valores de la democracia liberal  no se haga al costo de los trágicos enfrentamientos que caracterizaron al Siglo XX en nuestro país y el mundo.  

(*) Para un completo desarrollo de las ideas de Carlos Ibarguren en los años 30 y su evolución posterior: “La inquietud de esta hora” (1934) y “La reforma constitucional, sus fundamentos y su estructura” (1948). En la Conferencia dada en Cordoba el 15 de octubre de 1930 en su carácter de Interventor Federal de la provincia se explayó sobre el sentido y los objetivos de la revolución del mes anterior.

por Daniel R. Salazar 

Mayo de 2021