EDITORIAL DEL PRESIDENTE DEL CLUB DEL PROGRESO –

En medio de fárrago de noticias, declaraciones y comentarios sobre episodios de la realidad cotidiana, que parece trasportarnos a una obra teatral y sin que ello implique dejar repudiar muchos de esos episodios, me referiré, en esta oportunidad, a dos, que por su difusión, pero sobre todo por su significado, creo que merecen atención.

El Ministro de Economía, en ocasión de presentar ante el Congreso el proyecto de presupuesto nacional, la ley de leyes, pues implica contarle a la ciudadanía que se planea hacer con nuestro dinero, empleó la palabra “sarasa” para indicarle al presidente de la Cámara de Diputados, que podía hablar tonterías o inconsistencias.

La palabra, -que al decir de Ortega y Gasset- es la porción de espacio estremecido que desde el principio de los tiempos tiene poder de creación, fue bastardeada por un funcionario público irreverente, frente a los representantes del pueblo de la Nación.

Es tal la bajeza de esa expresión que no sorprende la declaración del Presidente de la Nación -para quien el ministro trabaja- ¡denostando al mérito! porque transforma a quien lo obtiene en un privilegiado, como si esto fuera similar a lo que obtiene alguien porque si, o por su cargo público, o por ser monarca, jeque o jefe de tribu.

Otra expresión macabra, que señala el desprecio por el esfuerzo, el estudio, la investigación, la búsqueda de excelencia y trasmite  el mensaje siniestro de que todo lo que hay que hacer esperar que el progreso, el sustento, la salud, la vivienda, llegue por arte de magia o por el trabajo de otros a quienes, de paso, se señala como acumuladores de riqueza.

Dos mensajes (“sarasa” y “demérito”) que marcan a fuego el rumbo de la mediocridad como proyecto de vida.

El hombre mediocre al decir de José Ingenieros “es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De ahí que se vuelva sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a las domesticidades y así se vuelva parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se vuelve vil y escéptico, cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes, ni santos.

Un hombre mediocre no acepta ideas distintas a las que ya ha recibido por tradición (aquí se ve en parte la idea positivista de la época, el hombre como receptor y continuador de la herencia biológica), sin darse cuenta de que justamente las creencias son relativas a quien las cree, pudiendo existir hombres con ideas totalmente contrarias al mismo tiempo. A su vez, el hombre mediocre entra en una lucha contra el idealista por envidia, intenta opacar desesperadamente toda acción noble, porque sabe que su existencia depende de que el idealista nunca sea reconocido y de que no se ponga por encima de sí”

“Se está alcanzando la abominación conceptual de pensar que lo que cada cual ha hecho con su vida es indiferente, y que si alguien ha tenido talento, mérito, tesón, suerte o incluso astucia, eso lo convierte de inmediato en un repugnante privilegiado elitista” (Javier Marías)

por Guillermo Lascano Quintana