Le comte Ory, de Gioachino Rossini

Ing. Néstor Iglesias

Teatro Avenida, viernes 3 de noviembre de 2017

Rossini, uno de los compositores de ópera italiana más populares, el creador de la
célebre e inconfundible identificación de los peluqueros con el apodo de “Fígaro”,
poseedor de un estilo compositivo único, original, exuberante en escalas crecientes y
decrecientes, de brillantes finales, con cantos a velocidades arrolladoras, fue un
apasionado más que del género lírico del … arte culinario! Podemos aseverar que en la
actualidad su apellido es mucho más famoso por la inigualable receta de los cannelloni
que por alguna de sus obras maestras de la música universal.

Según testimonios que relatan su prolongada residencia en París, Gioacchino (con una o
con dos letras “c”) Rossini disfrutaba todos los sábados oficiando de anfitrión y
agasajando a encumbrados invitados con una cena en su casa. Se dice que para tales
ocasiones vestía una especie de sotana, indicaba a los participantes del convite que
lucieran trajes de gala, y supervisaba personalmente todos y cada uno de los detalles del
banquete. Rossini ponía más esmero en el refinamiento de la mesa y en las
especialidades gastronómicas que servía que en las puestas escénicas que se montaban
en el Théâtre-Italien que por aquel entonces dirigía. Entre los comensales habitués
estaban el Barón Rothschild, acaudalado banquero y mecenas, el Barón Haussmann,
arquitecto que le cambiaría la fachada a Paris y que bautizaría con su nombre galerías,
boulevards y avenidas de la Ciudad Luz; además lo frecuentaban personalidades como
Franz Liszt, Félix Mendelssohn y Alejandro Dumas. Se cuenta que a sus veladas
acudieron Giuseppe Verdi, Richard Wagner, y alguna vez el mísmísimo general Don
José de San Martín. Seguramente hay algo de verdad, y mucho de fábula.

De la prolífera producción de Rossini se destacan sin lugar a dudas El barbero de
Sevilla, La italiana en Argel y La cenicienta, pero compuso otras 36 óperas, además de
6 misas, un Stabat Mater, 16 cantatas, himnos y coros. Una de las figuras cumbres del
belcanto, su trayectoria presenta la curiosidad de que en el punto medio de su vida, a la
edad de 37, escribió su última ópera (Guillermo Tell), y en los restantes 37 años,
envuelto por la fama y la fortuna, se dedicó al buen pasar, administrando el teatro que lo
tenía como ídolo, rey indiscutible del espectáculo musical parisino. Y sin embargo,
aquella popularidad surgida de la creación de melodías “pegadizas” y de la selección de
argumentos graciosos, le torció el brazo promediando el siglo XX. Las vanguardias
musicales de ese entonces estigmatizaron sus partituras, acusándolo de compositor que
se “auto-plagiaba”, que se repetía en adornos y efectos de impacto, desacreditando
totalmente el valor dramático de sus obras.

En honor a la objetividad, es justo reconocer que en varias de sus óperas se escuchan
arias propias reformuladas, o incluso alguna compuesta para tenor que se adapta
melódicamente para mezzosoprano, y cosas por el estilo. En tal sentido resulta por
demás evidente las similitudes entre “Cessa di più resistere” que canta el tenor
Almaviva en el final del “Barbero” con “Nacqui all’affanno” que interpreta Angelina,
en La Cenerentola. Pero estas particularidades que, por ejemplo no fueron criticadas
como un “delito musical” en otros compositores como por ejemplo Wagner, quien
redunda en varias de sus óperas con los mismos leitmovis, poco empalidecen la riqueza
melódica y armónica de la música rossiniana. Así, basta con apelar a algunas oberturas
como las de La gazza ladra, la del mismo El barbero de Sevilla o la de Guillermo Tell,
esta última inmortalizada en los ’60 por el hit televisivo de la cadena norteamericana
ABC que en nuestro país se ofreció como “El llanero solitario”, para valorizar la
inspiración sinfónica del Maestro. Un minúsculo puñado de arias para todas las cuerdas,
como por ejemplo “Largo al factotum della città”, o “La calunnia” para los roles de
voces masculinas graves, o “Una voce poco fa” o “Cruda sorte!” para las voces
femeninas, dan cuenta de la vena artística de este verdadero genio universal del género.
En todos los casos los intérpretes deben exhibir una técnica y dominio poco comunes de
la “coloratura” para poder lucir en todo su esplendor.

Los musicólogos más respetados aseguran que Rossini fue el primer gigante después de
Mozart, a pesar de no existir ningún paralelo técnico-musical que los vincule, ni
tampoco la dramaturgia fina y delicada sutileza que se pueden descubrir en las partituras
de las obras italianas del genio de Salzburgo (si corresponde, apelamos al vocablo
“dramaturgia” para describir el carácter dramático de la música acompañando la
palabra). Refiriéndonos puntualmente a la melodía, la armonía y los tiempos musicales,
no están tan explícitamente amalgamadas a las construcciones dramáticas de las escenas
en Rossini. Éste arremete de una manera parecida tanto las temáticas serias como las
cómicas, repletas de colorido, adornos y coloratura, acompañando una construcción
instrumental que se repite en la búsqueda de la tónica, a la que amaga alcanzar, pero
siempre encuentra una nueva variante para el lucimiento del cantante, prolongando la
belleza de la arquitectura de la telaraña de notas cantadas. Es la esencia del belcanto.

Rossini fue un auténtico reformista, que abrevando sin lugar a dudas del clasicismo
tardío, sacudió las estructuras tediosas de la ópera seria y le imprimió al género soltura y
osadía, a tal punto que los más audaces libretistas lo acosaban ofreciéndoles sus textos,
sabedores de la riqueza de recursos que el Maestro plasmaba en cada composición. En
una época en la que iban quedando atrás las oportunidades de subsistir a costa de los
mecenas, en que la avidez de las cortes por músicos ornamentales no se transfería a la
pequeña burguesía alejada de la filantropía, ser poseedor del don de despertar el interés
de los empresarios teatrales y de alimentar el ego de los cantantes afamados, hicieron de
Rossini el más codiciado compositor de óperas de su tiempo.

Dentro del espectro compositivo de Gioachino Rossini, El conde Ory surge como una
obra de menor cuantía, sin grandes ambiciones desde el punto de vista teatral, y con no
muchas luces desde lo musical. Se reconoce al instante la pluma del compositor, pero
con una fuerte impronta “afrancesada”, más allá del idioma del libreto. Las formas
musicales están mucho más ceñidas, no dejan tanto lugar al vuelo canoro desde los
adornos y variaciones, y asoman decididamente algunas particularidades expresivas
propias del melodramma romántico. A modo de ejemplo, la escena de conjunto del
comienzo del acto segundo, desde la estructura musical, parece extraída de una ópera
donizettiana.

Las conductas de los personajes tienen un perfil maduro, ya no solo regidos por las
prohibiciones emanadas de las premisas religiosas, sino que los muestran concientes de
su lugar moral a pesar de la pasiones que exteriorizan a partir de los versos y de las
indicaciones tácitas que surgen de la trama; no obstante, la frivolidad propia de la
comédie se diluye y el despliegue sonoro itálico continúa presente, pero minimizando la
pirotecnia onomatopéyica que Rossini supo integrar de manera hábil y deslumbrante a
los músicos del foso, y ahora al servicio del drama. Claro está que tratándose de
belcanto, y en particular de las líneas de canto creadas por el “Cisne de Pesaro”, mucho
del atractivo recae sobre las cualidades vocales de los intérpretes.

Los roles principales de esta ópera son bien estereotipados, ajustados a cánones rígidos
desde lo argumental, y solamente la mancomunión entre el talento individual de los
mismos, las pausas y modulación de los ritmos regulados por una batuta que conoce el
estilo, junto a las ideas fuerza y marcaciones de la dirección escénica, pueden
transformar esta composición “del montón” (dentro de la canasta de ofertas rossinianas)
en una verdadera perlita. Y eso fue lo que afortunadamente sucedió en el Teatro
Avenida con esta nueva producción de Juventus Lyrica, cerrando una breve pero
intensa, arriesgada y exitosa temporada 2017!

La versión de la dupla Jaunarena-Schvartzman de El Conde Ory fue una delicia
impensada antes del comienzo de la función, lo que potencia aún más la satisfacción
con que la audiencia despidió una performance anual para el recuerdo, de esta
Compañía que se ha ganado un lugar sobresaliente en el espectro de la música
académica de Buenos Aires. La osadía con la que encararon títulos que los teatros
oficiales parecen esquivar, pero por sobre todo la funcionalidad y adecuación de los
montajes y la corrección y prolijidad de las construcciones músico-dramáticas de obras
maestras del género, como Norma y Turandot, y la frescura y comicidad de la ópera que
nos ocupa, nos llenan de las mejores expectativas para la temporada venidera.

En este modesto comentario sobre la función a del viernes 3 de noviembre quisimos
arrancar con la dupla de los dos directores, porque sin lugar a dudas una gran parte del
éxito y de la belleza dramático-musical de la versión recae sobre ellos. El planteo de la
Sra. María Jaunarena logró convertir algunas estratagemas poco creíbles de un noble del
Medioevo trastornado por poseer a otras mujeres en un muestrario de estampas y
“sketchs” dignos del más sutil comediante. El Conde, se vistió de “Manosanta”,
personaje que inmortalizaran Alberto Olmedo y Hugo Sofovich en la televisión,
reemplazando al hermitaño que presentan los libretistas originales Eugène Scribe y
Charles-Gaspar Delestre-Poirson. La idea estuvo potenciada por una gran interpretación
actoral del tenor Sebastián Russo, y de quien hace de su asistente, el barítono Gabriel
Carasso (este último, alumno del consagrado dramaturgo y actor Claudio Tolcachir).

En el escenario se vieron “gags”, todos ellos de buen gusto, y me permito recordar tan
solo un puñado de ellos: la parrilla con choripanes, la lectura del Kamasutra, las chicas
del pueblo que abandonan la carpa del Conde, la sala de baños de la primera escena del
segundo acto, con los detalles de los elementos que usan las mujeres, el arrojo de la
soprano María Victoria Gaeta cuando se “zambulle” para hacerse de un pañuelito
embebido en lágrimas de la heroína, las intencionales sobreactuaciones con gracia de la
Sra. Livieri, las coreografías de varias escenas de conjunto, con movimientos a lo
“Fiebre de sábado por la noche” o “Pulp Fiction”.

La escenografía diseñada por Gonzalo Córdova estuvo acorde a la puesta en general,
con el mérito de ser liviana y ajustada a las dimensiones que ofrece el Teatro Avenida.
Así y todo, se permitió montar un puente levadizo, típico de los castillos medievales,
que sirvió para que resbalaran de manera muy graciosa las damas que acompañaban a la
Condesa Adèle. El vestuario, que pertenece a María Jaunarena fue sencillo y acorde al
caso, pintando época y el carácter grotesco de las aventuras que se cuentan. Otro
aspecto a destacar fue la iluminación planteada por el Sr. Córdova, que embelleció
desde lo estético varios pasajes de la obra.

No estuvo en zaga la construcción musical, que como reza el programa “apunta a
reproducir el paradigma sonoro que existía cuando la ópera fue concebida”. Fruto de
una coproducción entre Juventus Lyrica y la compañía holandesa Opera2Day, con la
cual ya se había realizado Don Giovanni en 2012, el carismático Maestro Hernán
Schvartzman (a quien hemos ya habíamos observado dirigir descalzo, y en esta
oportunidad con sandalias), condujo un ensamble orquestal de más de 40 músicos,
algunos argentinos y otros de diversas partes del mundo, con varios instrumentos que
son réplicas de aquellos que se utilizaban en el siglo XIX. Los ritmos, la intensidad
sonora, la justeza del coro dirigido por Hernán Sánchez Arteaga completaron un
conjunto de gran calidad.

Todas las voces superaron con creces las dificultades que el estilo impone. El tenor
Sebastián Russo, que cantó la parte del Conde Ory, manejó inteligentemente las
ensortijadas melodías en una tesitura hiper-aguda, que escribió Rossini para este
personaje. Salió airoso de la prueba y se superó mediante su actuación y simpatía. Quien
hace de las veces de asistente del Conde, su amigo Raimbaud, fue encarnado por el
barítono Gabriel Carasso. Ya hemos ponderado sus dotes dramáticas, y basta acotar con
que posee una voz de bello timbre que se luce especialmente en los planos centrales.
Completa el staff principal masculino el Gobernador, cantado por el experimentado
barítono Luis Gaeta, que en este caso interpreta un rol de bajo que, con el oficio y
ductilidad del artista, coronó un gran desempeño.

La soprano María Victoria Gaeta encarnó a Isolier, paje del Gobernador, rol travesti que
fue correctamente desarrollado; lució una voz potente para un papel que cumplió con
solvencia. La nodriza de la Condesa, Ragonde, estuvo en la voz de la soprano María
Goso, quien cantó con temperamento y entrega. Muy buena participación de la soprano
Natalia Salardino, como Alice, con una interesante y muy afinada intervención en las
escenas de conjunto.

La gran ovación de la velada fue para la Sra. Jaquelina Livieri, quien ofreció un canto
que, desde una concepción lírica, belcantista, y de presencia escénica, es de un nivel de
calidad diferenciado; como se dice en los ámbitos internacionales, “world-class”, de
excelencia!

Cuando nos sumergimos en dilucidar cuáles fueron los motivos por los que las
autoridades de Juventus Lyrica se arriesgaron (¿se arriesgaron realmente, o es uno el
que tiene prejuicios y no confía?) con un títulos tan exigentes, concluímos en que lo han
hecho pensando captar a aquellos que se animan a la ópera por primera vez y en
ofrecerles a los melómanos cautivos la posibilidad de emocionarse con partituras y
libretos inmortales. ¡Vaya si lo están logrando!