Por Norberto Pannone

 

Ocurrió una de esas mañanas de verano, donde el servicio meteorológico anuncia que la temperatura subirá hasta hacerse insoportable.

Francisco entró al baño, abrió la llave del agua fría y, cuando la bañera estaba por la mitad, se metió en ella. Permaneció allí dentro por espacio de diez minutos, luego, se puso de pie, se secó, se vistió y se paró frente al espejo del botiquín. La imagen le mostró a un hombre de cabellos blancos y un enflaquecido rostro atestado de tiempo. Su sorpresa le impedía pensar. La noche anterior, al cepillarse los dientes, había admirado con narcisismo su terso y lozano rostro apolíneo. No podía procesar la más mínima idea acerca de este extraño fenómeno. Se apartó del espejo y la imagen desapareció. Volvió a colocarse frente a el y allí estaba otra vez la agria figura del viejo, el rostro apergaminado, surcado por gran cantidad de arrugas y el escaso y blanco cabello disperso por un cuero cabelludo reseco y manchado. Intentó tocar aquella imagen y sólo restregó la pulida superficie, justo en el punto donde otra rugosa mano intentó emerger para unirse a la suya… Francisco estaba asustado, confuso y angustiado. Con un hilo de voz se atrevió a preguntarse:

-¿De quién es esta imagen?

-“¡De Francisco Secundino Echagüe!”. Respondió la imagen con agria acentuación.

Después de esa mañana, ya no quiso salir de la casa en horas del día. Lo hacía por la noche, cuando la gente no lo podía reconocer.

Al poco tiempo, un joven vecino del barrio que pasaba por el lugar le preguntó al anciano indigente que estaba sentado en el umbral de una casa, frente a la mansión de los Echagüe:

-¿Quién vive en esa casona?

-¿Allí enfrente?

-Si… Allí.

-Ah… Allí vive el viejo Francisco. El pobre anciano está loco. No quiere aceptar que es viejo. Dice que la vejez es una maldición que le echaron unas gitanas la mañana de un domingo del mes de mayo, pero no se acuerda el año. Vive encerrado y sale únicamente por las noches. Es un tipo inofensivo, agregó el hombre. Nadie ha podido verlo con la luz del día.

Por las dudas, ¡ten cuidado hijo! ¡Ni se te ocurra llamar a su puerta!, las comadres del barrio aseguran que, chico que se acerca, chico que desaparece. Para mí, son puras habladurías; fíjate que ni la policía las tiene en cuenta…

Aquel anónimo y andrajoso viejo echó la visera de su gorra sobre los ojos como en un inequívoco gesto de despedida. Nadie podría imaginar que, por el rabillo del ojo, espiaba con desconfianza al viejo caserón. Un experto observador juraría que, con bastante disimulo, parecía estar muy atento contemplando una ventana del piso superior, donde quizás, suponía haber vislumbrado una encorvada sombra ocultándose entre las persianas a medio cerrar.