Por Raúl García Luna

De niño, creyó ser su hermano muerto. Vivió 81 años. Pintó sus pesadillas. Le robó su mujer a un amigo. Fue surrealista, fascista y monárquico. Ávido de dólares, vendió creaciones sin igual. La mejor se llamó Salvador Dalí. En junio de 2017, una presunta hija suya exigió la exhumación y el análisis del ADN de sus restos, para ser reconocida como tal. Esta es su herencia.

Cierto cómico de tevé decía, hace años: “Antes de hablar, quisiera decir unas palabras”. Y bien, no se puede hablar de la obra de Salvador Dalí sin antes decir unas palabras sobre él. Por empezar, que ése no era su nombre, y que él no él sentía él. Galimatías de identidad que tal vez podría responderse con esta extraña pregunta: ¿qué pensar de un chico que lleva flores a su propia tumba, puesto que en la lápida reza “Salvador Felipe Jacinto Dalí, 1901-1903”, y también así le dicen al “niño de las flores”?

En fin, que en esa tumba reposaban los restos de su hermano mayor, fallecido a los 3 años de edad, y a nuestro Dalí le tocó la triste suerte de heredar el mismo, exacto nombre. Vale acotar: el nombre de otro. Efímero nombre que reiteraba un padre autoritario y ocasionalmente violento a quien, para colmo de males, hasta sus propios vecinos lo acusaban de haber provocado la muerte del primer Salvador. Filicidio nunca probado que derivó en un segundo martirio para nuestro Dalí: también debía vestirse con las ropas del difunto, y jugar con los mismos juguetes, y no llorar cuando su madre le decía que él no era él, sino la reencarnación de su hermano.

A partir de aquí podríamos llegar a comprender las fobias y manías que desde pequeño caracterizarían al genio catalán: cultivar su propia imagen, vivir siempre disfrazado, llamar la atención a cualquier precio, escandalizar, existir. Conducta que a su padre, de profesión notario y también llamado Salvador, lo volvía loco. Y que su madre, Felipa Domenech, consentía más por misericordia que por ternura. Así, acosado y sobreprotegido, creció aquel “niño de las flores” nacido el 11 de mayo de 1904 en el pueblo de Figueras, provincia de Gerona, al norte de España. Y de pronto, con los lápices de colores de su extinto hermano, el mortificado infante empezó a pintar paisajes… y pesadillas.

Es que, de noche, nuestro Dalí soñaba con su hermano muerto, y se veía a sí mismo bajo tierra, en un ataúd corroído por la humedad y los gusanos. Así las cosas, el miedo a la muerte sería para él un interminable calvario emocional que debería soportar a solas. Y de ahí que se le impusiera la prematura urgencia de exorcizar esos demonios. Tenía 4 años cuando, en 1908, nació su hermana Ana María: su primera modelo anatómica viva, espacio que en el futuro ocuparía Gala, su gran y acaso único amor como hombre. A los 10 años, ya pintaba retratos con inusual originalidad. Corría 1916 y descubrió el impresionismo a través del pintor Ramón Pichot, buen amigo de su familia.

Desde ese momento, Dalí experimentó con el puntillismo, el futurismo, el cubismo y el fauvismo, en claro homenaje a maestros del pincel como Picasso o Matisse. Influencias que, de grande, negaría, del mismo modo en que se opondría a todo lo que él supusiera “de moda o aceptado”. Por ejemplo, el surrealismo, del que sin duda alguna fue uno de sus

máximos exponentes plásticos, con los célebres “relojes blandos” de su óleo Persistencia de la memoria (1931, hoy en el Museo de Arte Moderno de Nueva York) o Leda atómica (1949, Museo Dalí de Figueras). Y sería, contradictoriamente, monárquico y profascista. Pero no nos adelantemos, que sus reconocidas “traiciones” no acabarían tan sólo en esto.

Dalí inició sus estudios primarios a los 7 años, que continuaría a los 10 con los Hermanos de la Doctrina Cristiana y los Maristas de Figueras. Y en 1921, ya con su título de bachillerato, se mudó a Madrid. Allí, creó objetos recargados de simbologías sexuales y se fugó a París, donde pintó un autorretrato con cabeza de león y plagado de insectos, entre otros cuadros visualmente “anormales” que, a fines de 1926, expondría en la Galería Dalmau de Barcelona y en 1927 en el Salón de Otoño catalán. Año en que se vinculó con el enorme poeta granadino Federico García Lorca, a quien le ayudó a diseñar los decorados de su obra teatral Mariana Pineda, y con el cineasta vanguardista Luis Buñuel, para quien imaginaría la demencial escenografía de su film Un perro andaluz, donde una vaca duerme en una cama y un ojo en primer plano es tajeado por una navaja.

De este trío hispano, todo se dijo: que estaban en contra de la moral y las buenas costumbres, que eran desagradecidos y homosexuales, que proponían la revolución socialista como tumba vil de la burguesía europea, etc. En 1929, Dalí volvió a París y allí su colega y compatriota Joan Miró lo puso en contacto con el grupo surrealista del escritor francés André Bretón, al que se sumó más rápido que volando. Y gracias a eso realizó su primera exposición parisina en la galería Goemans, donde presentó, entre otros lienzos, El gran masturbador: imagen socarrona del amor a sí mismo, como sustituto de la impotencia sexual en pareja.

Cabe recordar que en 1926, en sus días de estudios de las Bellas Artes y más allá de sus excelentes notas, detestaba a sus profesores y terminó expulsado de la regia Academia de San Fernando por mala conducta. Es que incitaba a sus compañeros a oponerse a la aceptación de “artistas mediocres” como sus maestros, y semejante alumno no podía ser tolerado allí. Fue entonces cuando enterró su fugaz ilusión de ser parte del “sistema” y resolvió hacer carrera por cuenta propia. Y de ahí a París como meca del arte en franca libertad, ciudad-luz a la que se trasladó con su hermana y en la que también frecuentó a otro de sus ídolos: Pablo Picasso.

Y en 1929, Dalí descubrió a Helena Ivana Diakonova, alias Gala, quien en menos que canta un gallo se convertiría en su compañera y su musa inspiradora. Nacida en 1894 en Kazán, Rusia, en 1913 había sido enviada por su familia a un sanatorio suizo por presentar síntomas de tuberculosis. Allí, ella conoció al poeta francés Paul Éluard, quien, con Bretón y Louis Aragón, fundamentó el programa rebelde del movimiento surrealista. Corría 1917, y Gala y Éluard se casaron, y comieron perdices, y fueron felices. Pero ese fatídico verano del ’29 a ambos se les antojó visitar al joven pintor Salvador Dalí en su lejano refugio de Portlligat, cerca de Cadaqués. Y en esas vacaciones catalanas, Dalí y Gala se amaron… a espaldas de Éluard.

Posteriormente, viajó a París para inaugurar una primera muestra suya en la metrópoli francesa, pero con la secreta idea de “secuestrar” a Gala. Y lo hizo. Y juntos huyeron rumbo al balneario español de Sitges, aunque no sin antes asistir a la buñuelesca proyección privada de Un perro andaluz y “blanquear” su estado. La amistad, primero que nada. A partir de entonces, Gala se convirtió en su modelo exclusiva y excluyente, y lo siguió en sus largos viajes y estadías por Europa y los Estados Unidos. Finalmente, de 1970 a 1982, Gala habitaría el medieval, estrafalario, daliniano Castillo de Pubol, donde hoy

yace sepultada (castillo que, desde 1996, está abierto al público como Casa-Museo Gala-Dalí).

Comenzada la Segunda Guerra Mundial, se establecieron en Estados Unidos, donde la pintura surreal u onírica obtenía un curioso consenso. Allí, Dalí dio conferencias, diseñó joyas y proyectó escenarios para cineastas de Hollywood, Alfred Hitchcok entre ellos. Los surrealistas europeos ya lo habían expulsado de sus filas “por realizar actos contrarrevolucionarios dirigidos a glorificar el fascismo hitleriano”, pero Dalí siguió participando de las exposiciones del grupo por ser un polo de atracción que Bretón no desestimaba. Y creó un pabellón para la Feria Mundial de 1939 y, en 1942, el Museo de Arte Moderno de Nueva York le dedicó una consagratoria retrospectiva de 18 dibujos y 50 cuadros. Lo que, al menos por un tiempo, le permitió venderle campañas de publicidad a revistas de moda como Vogue, y vestuarios y ambientaciones a varios productores de Broadway.

Entretanto, España estaba en plena guerra civil, y Dalí la reflejaba con ojos huecos y calaveras secas, expresando y ocultando a la vez un ingobernable pavor ante la sola idea de su propia muerte. Y en 1948, ya con las arcas vacías, regresó a Europa y se instaló, con Gala, en Portlligat. Además, la galería Goemans estaba al borde de la quiebra y no podía vender ni una de sus pinturas. Entonces, a Dalí se le ocurrió confeccionar “objetos delirantes” (un teléfono-langosta de mar, uñas artificiales espejadas para mirarse, maniquíes transparentes llenos de agua), que Gala salió a vender personalmente. Días en los que se ganó el mote de Ávida Dollars (“ávido de dólares”), construido a base de las letras de su nombre y apellido mezcladas en otro orden.

En los ’50 atravesó una crisis de fe religiosa y pintó los grandes temas de la cristiandad: desde una Madonna de Portlligat hasta su versión de La última cena, pasando por el célebre Cristo de San Juan de la Cruz y una provocativa Joven virgen autosodomizada por su propia castidad. En los ’60, se atrevió a hacer pop-art o arte óptico con óleos en los que, por dar un ejemplo, él le muestra a una Gala desnuda el brillo de un sol mediterráneo que, al ascender, se transforma en la cara de… Lincoln. Y en 1971 se abrió el Museo Salvador Dalí de Cleveland, transferido en 1982 a San Petersburgo, Florida. Y en 1979 el Centro Georges Pompidou de París lo honró con una retrospectiva que luego se repitió en la reputada Art Tate Gallery de Londres.

Los ’80, en cambio, no fueron clementes con él: fallecida Gala en 1982, a los 88 años, Dalí comenzó a declinar, física y mentalmente, errático y solitario, en ese inmenso castillo de Pubol que alguna vez le había obsequiado a su inolvidable “compañera de ruta”. No obstante, en 1983 concibió su última imagen: La cola de la golondrina. Y un año más tarde, el horror del fuego: por causas que todavía se ignoran, su dormitorio ardió y las llamas le produjeron severísimas quemaduras. A partir de entonces y hasta el 23 de enero de 1989, Dalí sobrevivió en Torre Galatea. Su agonía fue extraordinariamente larga, idéntica a la del “generalísimo” Franco en sus momentos posliminares, empeñado en seguir viviendo para siempre… Quien esto escribe no olvida su interminable vigilia periodística, día tras día, hasta la irreversible despedida de sus restos mortales en la cripta del Teatro-Museo de Figueras. Su obra, imperecedera y moderna, aún sorprende en las más grandes salas y ediciones de arte de todo el mundo. Tan sorprendente como que ahora cierta española de nombre Pilar Abel demande judicialmente la exhumación de ese leve osario para, vía análisis de ADN, probar que es hija suya, producto de un efímero romance anterior a Gala, etc. Si esto realmente se demostrara, ¿sería su heredera? Misterio “blando”, onanista, ¿comercial?, a 28 años del adiós del genial “niño de las flores”.

Dalí en escena

El gran pintor catalán edificó su propio Teatro-Museo con los escombros del añejo Teatro Municipal de su Figueras natal, destruido a fines de la guerra civil. Visita imperdible para todo extranjero en España, fue rediseñado por el propio Dalí y contiene incontables obras suyas, desde sus primeros cuadros impresionistas, futuristas o cubistas, hasta sus creaciones surrealistas y las de sus últimos años. En algunas de ellas, muchos de sus antiguos “camaradas de lucha” vieron “una técnica académica y retrógrada” que vincularon con el fervor daliniano frente a dictadores como Franco y Mussolini, después de ser un “artista revolucionario” y antes de volverse “monárquico”.

Contradictorio o “mutante”, como él mismo se definía, en un solo año (1937) pintó una Evocación de Lenin y la Metamorfosis de Narciso, que luego le mostró a Sigmund Freud en Londres, para probarle que era el mejor de todos sus lectores y discípulos. Egocéntrico, enceraba sus bigotes mefistofélicos y los publicitaba como “la maciza arquitectura de mi egoísmo”. Extravagante, en Inglaterra insistió en dar una conferencia con una escafandra de buzo, “para descender al subconsciente del genio”… y casi murió asfixiado.

Polifacético, su loco lienzo La sangre es más dulce que la miel ya era tan famoso como su Manifiesto Groc de Barcelona (1928), y también escribiría best-sellers como La vida secreta de Salvador Dalí (1942), 50 secretos de artesanía mágica (1948) y Diario de un genio (1954). Sus telas hicieron subir los precios de las bolsas de arte y hasta llegaron a comercializarse falsificaciones a gran escala, incluyendo algunas que no pocos expertos sospecharon hechas por el propio Dalí. Tal vez un truco para obtener dinero extra, seguramente un ardid para robarle espacio a sus imitadores.

Y luego estuvo su declarada ambición de figurar junto a los grandes de la cultura universal, para lo que urdió originales ilustraciones de libros como el Don Quijote de la Mancha o Los cantos de Maldoror, de Lautreamont, pequeñas obras maestras como la “corrección”, pincel en mano, de los grabados de Goya. Todo en Dalí era un asunto “personal”, un modo de decir: “Soy yo, y ningún otro”. De hecho, para dejar su sombrío pasado atrás, necesitó retratar a su odioso padre (1925) y a su hermano muerto (1963), aquel a quien sustituyó de niño y que, desde ultratumba, le quitaba el sueño.

 

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