Por María Eugenia Lascano

Eligió una noche para contarme que su jefe le ofrecía la posibilidad de viajar a México a hacerse cargo de la agencia de publicidad en la que trabajaba desde hacía dos años. En el comedor, la ilusión se sentó a conversar con nosotros. Esgrimió innumerables argumentos para terminar de convencernos. “Tal vez ésta sea la oportunidad que esperaban de juntar plata para acabar con todas sus deudas”, expresó “Podrán conocer otra gente, dejar atrás el malestar de la rutina, viajar por el mundo.” “Su jefe les prometió una vida de reyes y ya está bueno de vivir salvando el día.”.

Enseguida, apareció el rencor. Se sentó a mi lado. Comenzó a hablar en un murmullo que de a poco se hizo tan fuerte que martillaba mi cabeza. “Ya dejaste todo por él, una vez, para seguir su sueño. Acordate que cuando vinieron a vivir a Chile, hace quince años, tuviste que renunciar a tu trabajo. Y no es que quiera arruinar el momento, pero él te había dicho lo mismo que ahora, que serían sólo dos años y todavía están acá. ¿Por qué le creerías esta vez?”

Fue entonces cuando llegó la razón para intentar poner algo de orden. “A ver, la cosa es así. Gustavo ya buscó otras posibilidades de trabajo en Santiago y no consiguió. Lo que sabemos es que la operación de la agencia acá tiene los días contados. Las oportunidades laborales no abundan, y en definitiva ésta es, prácticamente, su única alternativa. Después de todo, si la cosa no resulta, siempre podrán volver a este departamento. Tienen que ir a hablar al colegio de las chicas para que les reserven su vacante.”

Muy pronto llegó la pena. Como es a mí a quien más conoce, le hice espacio en mi silla. Sigilosa, puso su mano en mi hombro y me susurró al oído. “Te acordás todo el tiempo que pasamos juntas cuando dejaron Argentina para venir a vivir aquí? ¡Cuántas noches de desvelo, y todas esas tardes de terapia! Si te vas, me iré contigo”, prometió. No quise mirarla a los ojos porque sabía que me haría llorar. “Estarás aún más lejos de tu familia. ¿Y pensaste en cómo lo tomarán tus hijas? Azul tiene catorce y su primer pololo y Zoe, vos sabés que hará todo por no causar problemas, pero en el fondo, también me llevará con ella.” “¿Y las amigas que te hiciste, y el departamento que decoraste y tu sueño, el de trabajar en diseño y desde tu casa, también dejarás todo eso?” La pena, cuando se embala, ya no se calla. Yo lo sé porque la conozco bien. Una idea lleva a la otra y nos vamos perdiendo del eje de la conversación.

De pronto las veo. Llegaron sin hacer ruido y se ubicaron en todos los rincones del living comedor. Aunque se parecen, cada duda es diferente de la otra. Tienen mucho que decir, pero no saben si hacerlo. Es que la ilusión sigue hablando alocada. Tiene atrapado a Gustavo, le promete casa grande, mejor sueldo, auto nuevo, miles de experiencias. Casi no toma aire antes de hablar, no sé cómo lo hace, pero su energía es contagiosa. Al rato son tantas las dudas que se hace imperiosa la necesidad de escucharlas. Se acercan a la mesa y en forma intercalada comienzan a preguntar. “¿Estás seguro de que tu jefe cumplirá con lo que te ha prometido?” oí decir a la primera. “¿Y si no les alcanza para vivir como reyes?” “¿Han considerado que, si no vuelven a tiempo, las chicas podrían no tener vacante en el colegio que tanto esfuerzo hicieron para mantener?” “¿Por qué tienen que irse tan de prisa? Tendrán que arrendar el departamento, decidir dónde dejar los muebles. Habrá que dar de baja tantas cosas, hablar con los colegios, el de acá y el de allá.” Las dudas eran tantas que ya no tomaban turnos, hablaban una sobre la otra, pisoteándose.

Tomé distancia de la mesa para poder pensar con claridad. Desde un rincón miré a Gustavo. Estaba atrapado en un enjambre de palabras y promesas. La ilusión lo seducía, lo abrazaba, ponía brillo en sus oscuros ojos. Pensé en él y pensé en nosotros. Por la espalda sentí un roce, una mano firme me golpeaba con cariño. “El mundo es de los valientes” sugirió. Tardé en reconocerlo. Tan erguido, tan seguro. Me di la vuelta para poder observarlo mejor. Finalmente, el valor declaró, “¡Animate, acompañalo! Es una buena oportunidad y ustedes son fuertes.”

Entonces me acerqué a la pena. Le pedí que se fuera. Le advertí que ya no iba a verla hasta llegar a México y le rogué que si pensaba ir a visitarme lo hiciera en una estadía muy corta. Después traté de encontrar al rencor, porque no lo vi retirarse. No estaba allí, salvo que se hubiera escondido. Con seguridad encontraría la manera de salir, en cualquier momento. El valor, en silencio, decidió quedarse con nosotros. Las dudas se rehusaron a dejar el lugar y por mucho que les rogué, se mostraban decididas, o no, o si, o no, no sé, pero seguían allí. Entonces las metí en mis maletas. Viajarían conmigo, pero estaban obligadas a guardar silencio.

Otra noche, otro país, otros nosotros. Ocho meses han pasado desde que llegamos a vivir a México y nada de lo que nos prometieron se cumplió. No fuimos reyes, aunque reinó la pena en nuestros días. No nos dieron la casa grande, ni el auto nuevo. Sin embargo, algo inesperado pasó. Al poco tiempo de llegar, mi suegro que estaba enfermo de cáncer, aceleró su partida. La pena trajo a la angustia y la desolación y ya fue imposible encontrar a la paz que se fue a descansar con él, si Dios quiere.

Una mañana cualquiera abrí la puerta y me encontré con ella. Le pregunté su nombre, pero resultó muy difícil de pronunciar. Me explicó que no visitaba a todos, ni en cualquier momento. Sólo a quienes atraviesan situaciones muy adversas y de mucho dolor. Tomó prestadas palabras que yo le había oído decir a la ilusión y al valor e incluso mencionó a la pena como motor de cambio. Cuando le pregunté por las dudas, me dijo que no debía tenerles miedo. “Ellas te acompañarán siempre, sólo hay que saber escuchar y lograr neutralizar lo que se dice de más”. “Suelen ser muy charlatanas”, agregó. Su serenidad y las pausas entre sus palabras invitaron a la esperanza a sentarse con nosotras. También llegaron la ilusión, a quien habíamos despedido hacía algún tiempo y el valor que, en un acto de cobardía inesperada, nos había abandonado. Ella, la resiliencia, lideró la reunión y sin sobresaltarse habló de rescatar las cosas buenas de lo vivido. Hizo hincapié en lo importante que resultaba que fuéramos tan unidos y destacó la necesidad de ser flexibles.

Hacia el final, me pareció verlo a papá. Estaba sentado en algún lado de la mesa y mientras sus labios se movían con experimentada mansedumbre, yo por fin entendía las palabras que pronunció antes de que hiciéramos este viaje. “Todo lo que decidan hoy, puede cambiar mañana, no pasa nada y todo, vuelve a empezar”.