Al azar busco un libro en la biblioteca y me encuentro con El hombre que murió de Lawrence. Tiene una larga dedicatoria escrita por papá en la primera página. Así bien, cuando pienso en los que ya no están, me acuerdo siempre de aquello que decía Borges, eso de que cuando alguien muere nos damos cuenta de que nada nos hubiera costado ser más buenos. Creo que en empezar un libro o en abrir una botella para escuchar algún tipo de tristeza, está un poco la ilusión de no estar solos. En tren de ucronía y reproche, imagino algún silencio, ahora lleno de palabras. Pero volviendo a mi padre, me consuela algo saber que los primeros días de enero de aquel año, antes de salir de viaje, pasamos a verlo con una pipa y una caja de tabaco. Una de mis hijas pensó que le estábamos llevando algún tipo de droga, y eso fue lo que estuvo diciendo en el colegio a sus maestras durante un tiempo.
– Abuelo, te trajimos esto para que puedas fumar.
– Bueno, supongo que me va servir para escribir algunos poemas.
– Supongo que sí. Sabías que un escritor chino ganó el premio Novel?
No sé por qué, mientras hablábamos de Mo Yan – que curiosamente significa “no hables” en chino -, me vinieron de pronto todos esos recuerdos de días cercanos a una Navidad de hace más de 20 años atrás. Ahora me doy cuenta de que un recuerdo me llevó inevitablemente a otro, y así esa tarde le conté a mi padre estas viejas historias.

24 de diciembre. Las tres limosnas.

Conservo la clara imagen de ir caminando esa mañana con un amigo por alguna calle del centro. Íbamos hablando de lo raro que había sido todo el día anterior, en un frustrado concierto en una pequeña localidad de Córdoba. Por más que lo intente, no logro acordarme adonde íbamos, pero sí que nos cruzamos de una vereda a otra y que un hombre buscaba comida en la basura. El buen hombre había encontrado una larga tira de chorizos crudos. Sin más, Alberto se le acercó y le ofreció 50 pesos. En ese entonces era una suma nada despreciable: era lo que valía una guitarra española de estudio. El hombre, que estaba con un chico, no quería aceptarlos. Es fácil adivinar que Alberto debía estar pensando que esos chorizos no debían estar en muy buen estado, ya que crudos habían ido a parar a la basura, pero mientras más insistía, el hombre más se negaba, y con extraño orgullo mostraba su hallazgo, dando a entender que ya tenía solucionada la comida de nochebuena. Mi amigo, algo desconcertado, me miró y levantó los hombros. El hombre se acercó al chico y lo abrazó. El chico le dio un beso en la mano y le dijo:
– Papá, son 50 pesos, es un regalo de Navidad.
El hombre dudó un poco y después asintió con la cabeza.
– Está bien, muchas gracias – dijo -.
Al momento de darle los billetes, Alberto percibió que el buen hombre se sintió vencido.

– No hay nada que agradecer, pero la próxima sidra la invitan ustedes! 
El comentario espontaneo surtió efecto, el hombre sonrió y el chico alzó los brazos en un gesto de triunfo.

Ese mismo día por la tarde, caminando por Fisherton, me crucé con un hombre que juntaba cartones en un carro que arrastraba a pié. Más adelante, casi llegando a la esquina, otro hombre, en una bicicleta con canasto, cumplía la mismísima tarea. Un poco conmovido por lo vivido durante la mañana con mi amigo, y tal vez con cierto remordimiento, pensé en darles los 20 pesos que llevaba encima, con ese sentimiento de culpa que da saber lo insignificantes y egoístas que son nuestros pesares. 
– Buenos días – le dije -, qué calor está haciendo! Aquí tiene, por si quiere tomarse algo fresco.
Me miró extrañamente y se guardó los 10 pesos en el bolsillo, pero me hizo notar que estaba molesto.
– No siempre estuve juntando cosas en la calle, antes yo tenía mi trabajo – me dijo -.
– Bueno, espero le sirva para algunas sidras.
– Pensás que soy un borracho?
– No, para nada! Es que hoy es nochebuena…
– Nochebuena – repitió -. Perdí todo cuando fui a la cárcel.
– Por robo?
– Maté a uno.
Su voz salió con un tono extrañísimo, quizá porque casi no movió los labios. No sabía qué decir. Lo único que se me ocurrió fue preguntarle si se había arrepentido, y se enojó tanto que me hizo dar algunos pasos hacia atrás.
– Estuve veinte años preso!
– Perdón, es algo que dije al pasar, no quise preguntarle cosas personales.
Se me quedó mirando. Sentí un poco de miedo. Su expresión parecía ahora de contenida furia y de resentimiento. Después me pareció que se calmaba. De pronto, de buenas a primeras dejó el carro, se me acercó y en voz muy baja me dijo:
– Un domingo después del partido fuimos a tomar algo a un bar. En un momento hice un comentario sobre el juego y un tipo que estaba en la mesa de al lado, pero que yo conocía, se burló de lo que yo había dicho. Todos se rieron. Pagué lo que había tomado y me fui, pero me quedé afuera esperando. Estaba ya amaneciendo cuando por fin salió. Cuando le metí la chanchera me miró extrañado, como si no supiera que me había ofendido. No me dijo nada. Todo el tiempo estuvo callado. Hizo un ruido y se murió.
– Que es una chanchera?
El hombre otra vez se molestó y yo me volví a disculpar.
– Supongo que algo para matar chanchos – le dije -.
– Claro, un cuchillo para matar chanchos, que otra cosa va a ser?
No me animé a preguntarle por qué tenía una chanchera. El hombre pareció pensar un rato y después agregó:
– Está bien, no me tengo que enojar tanto. El asunto ya debería estar olvidado. Ya pagué mis deudas. Eso espero.

Al pasar cerca del otro hombre casi sigo de largo, pero pensé que no era justo, así que me acerqué. Parecía estar tomando un pequeño descanso mientras fumaba, y antes de poder ofrecerle los 10 pesos que me quedaban, desde su bicicleta me empezó a decir:
– Es imposible juntar tanto cartón en un solo día. Mi hijo me dice suerte papi y se me estruja el corazón. La madre me dijo que le traiga zapatillas. No sabe cuánto salen las zapatillas?
Después me dijo que no se podía quejar y que a la noche estaba invitado con su familia a comer y a brindar a la casa de un vecino, un jardinero que por su generosidad hacia honor a su nombre.
– Como se llama?
– Jesús Cardón.
– Usted como se llama?
– Bautista.
– Es de no creer! Tengo 10 pesos, no es mucho y si no lo toma a mal…
El hombre me agradeció como si se hubiera ganado la lotería. Yo sentí una enorme vergüenza. Caminé unos metros y al darme vuelta para un último saludo, Bautista me dijo:
– No sepa tu izquierda lo que hace tu derecha.

23 de diciembre. Viaje a Siegenthaler.

Ni bien llegamos, lo primero que nos dijeron fue que la comunidad había sufrido una tragedia: un chico se había suicidado el día anterior. Con cierta inconciencia normalmente solemos preguntar siempre esto y aquello a las personas abiertamente, sin importar lo delicado del tema – a veces sucede que uno se encuentra, sin esperarlo, en medio de una charla sencilla y transparente que acerca los corazones -, pero aquella vez se respiraba la tristeza agobiante del pueblo, y no preguntamos nada. Tal como nos habían pedido, nos fuimos en seguida hasta la radio local para la promoción del concierto de esa noche. Eran la doce del mediodía. Allí nos enteramos que el presidente del club – quien nos había contratado para tocar – era también el intendente y la persona más rica de la ciudad. Después nos pasó a buscar Juan Carlos, un empleado de la cooperativa, quien iba a estar a cargo de todo y que nos iba a recibir en su casa.
– Vengan, vamos a comer algo, y no se hagan los galanes con mi mujer, que es una china muy linda – nos dijo, y se largó a reír -.
Pensamos que era una broma poco galante, pero al llegar a la casa pudimos ver que las dos cosas eran ciertas: Li era una belleza y sus padres eran de Taiwan. Como es de esperar, Alberto se puso a tocar el violín y Li preparó té y sándwiches para todos. Mientras conversábamos, Juan Carlos cocinaba para el día siguiente: ensalada de papas, carne con salsa agridulce, vitel toné y pan de atún.
– Mañana sacamos las mesas a la calle y festejamos con los vecinos – nos dijo -.
Después, casi a escondidas, nos hizo escuchar la canción del cubano Carlos Puebla en homenaje al Che Guevara. Se adivinaba en sus maneras algún temor secreto, tal vez alguna vieja persecución. Muchas de las cosas que nos decía no se entendían. Hablaba como si nosotros ya estuviéramos al tanto de algún asunto. Se terminaba la tarde y afuera no se veía a nadie por ningún lado. Oscureció y se encendieron las pálidas luces de la calle. El simple paisaje de pueblo rural se llenó de melancolía. Tomamos cerveza negra y volvimos a escuchar música en el viejo tocadiscos: la conmovedora versión de Stella By Starligh con Davis, Coltrane y Evans.
– A qué hora es la prueba de sonido?
– A las nueve y media.
– Vamos. Los alcanzo en el auto – dijo Juan Carlos -.
– No hace falta, vamos caminando.
A las diez de la noche salimos de la casa rumbo al concierto. La estación del ferrocarril sin trenes, la gran plaza, la iglesia, las casas pegadas unas a otra y, rodeándolo todo, el campo. Mientras caminábamos con los instrumentos a cuestas – eran apenas cuatro o cinco cuadras hasta el club donde teníamos que tocar -, nos cruzamos con un auto que al vernos frenó y nos tocó la bocina. Un chico bajó y se nos acercó. Tenía el aspecto de haber estado durmiendo todo el largo día.
– Ustedes son los músicos? Se canceló todo por duelo – nos dijo -. Y mejor que no vayan hasta allá porque van a quedar muy mal si aparecen con las guitarras.
En el banco de una plaza nos demoramos un poco a fumar y después nos volvimos a la casa de Juan Carlos, con la idea de buscar los bolsos y volvernos a Rosario. Nos recibió Li, que  estaba tomando vino blanco y parecía haber estado llorando. Enseguida llegó Juan Carlos. Se sirvió vino y empezó a quejarse de su jefe y de la gente poderosa del pueblo.
– No es por ustedes muchachos – nos dijo -, me alegra haber pasado el día charlando y escuchándolos ensayar. Me sentí muy cómodo, sinceramente. Pero que tiene que ver con mi trabajo? Acaso soy un sirviente de la edad media?
– No se vayan todavía, quédense a comer – nos dijo Li -. Después Juan los lleva a la estación.
– Claro, quédense – repitió Juan Carlos -. Amor, les ofreciste vino a los muchachos?
– No…
– Se portaron bien?
– Claro – dijo Li -.
– Claro – dijo Alberto -, salvo que todos nos quedamos un poco enamorados…
– Está bien, no es para menos – dijo Juan Carlos y se largó a reír -.
Puso unos platos sobre la mesa y miró la hora.
– Por qué no se presentaron a tocar?
– Bueno, un chico nos avisó que se había suspendido.
– Un chico de aspecto oriental?
– Oriental?
– Sí, japonés, coreano, chino…
– Sí, puede ser.
– Qué raro, se supone que ese chico…
El enrarecido ambiente hacía que las conversaciones pareciesen soñolientas. Durante el día había hecho mucho calor, pero ahora la noche estaba fresca y con algo de viento. Salimos al jardín y vimos el cielo iluminado por relámpagos. Levantamos una mesa de madera que había quedado afuera y nos metimos otra vez adentro. Al rato se largó a llover. Después de comer Li dio las buenas noches y se fue a dormir. Juan Carlos nos sirvió una copa de vino de arroz. Nos quedamos esperando a que parara un poco la lluvia y después nos llevó a la estación. Antes de irnos, ya subiendo al ómnibus nos dijo:
–  No sé si me entienden, el chico no se suicidó.

25 de diciembre. Jorge el carpintero.

Cuando Jorge tenía menos de diez años – no se acuerda exactamente cuándo fue que todo sucedió -, su muy amada madre murió y su padre lo abandonó en una verdulería, donde vivió hasta que aprendió el oficio de carpintero. Desde muy chico comenzó a leer diarios y revistas viejas, y ya no pudo dejar de leer. No sé si él había encontrado la literatura o la literatura lo había encontrado a él. Cuando lo conocí presentí ese mundo ligeramente corrido del tiempo que da la poesía y que me era familiar.
Ese día, cuando llegó de trabajar, lo esperaban sus dos hijas: Carmen y María Luisa, de siete y cinco años. Apenas entró vio que estaban entretenidas dibujando. Escuchó que hablaban entre ellas, susurrando:
– Este dibujo es un regalo para papá.
Se sintió culpable por haberlas dejado solas toda la mañana. Dos años antes su mujer lo había abandonado. Primero había empezado a salir por las noches. Casi siempre volvía a la mañana siguiente. La última vez no volvió, pero tuvo la delicadeza de dejar una nota. Eso evitó de alguna manera la angustia de la búsqueda, claro, pero lo dejó otra vez con ese viejo y conocido pesar del abandono. Las niñas preguntaron si su mamá iba a volver y él les dijo que no sabía, y ellas no volvieron a preguntar.
Después del mediodía ayudó a Carmen con su tarea de vacaciones, ya que ella estaba empeñada en hacerla ese mismo día. La tarea del colegio está terminada, la tarea de ser padre creo que no, pensó, y sintió una congoja. A la tarde se puso a cocinar para la noche. A las doce brindaron con jugo de naranjas y después a correr a abrir los regalos: una casa de muñecas y dos pequeñas mecedoras de ratán. Pero olvidémonos de todo esto: al recibir su dibujo, Jorge y las niñas lloraron de emoción.
– Es hora de dormir? – le preguntó Carmen -.
– No, hoy es Navidad! Qué les parece si sacamos el sillón a la vereda y nos quedamos hasta que amanezca?
Sacaron a la vereda el sillón más cómodo del mundo y se sentaron los tres para comer el postre, mirar las estrellas, y saludar a los que a esa hora ya volvían a sus casas después de haber pasado sus festejos en alguna otra parte. Jorge era muy bueno inventando historias, pero esta vez buscó un libro y les leyó el famoso cuento de O ‘Henry, El regalo de los reyes magos. La historia era sobre una joven pareja que apenas tenía unos pocos dólares para una comida decente de Navidad. Ella vendió su largo y bellísimo pelo para comprarle una cadena para su reloj, orgulloso obsequio que había sido de su abuelo. Él por su parte, vendió su reloj para comprarle unas costosas peinetas de carey, bueno, ya sabemos para qué. Al final uno entendía que de todos los habitantes de la ciudad, estos pobres y jóvenes amantes son los más afortunados.
Se despertaron cuando ya había salido el sol. Al entrar las niñas le dijeron que seguían con sueño y que querían dormir hasta la hora de comer. Al acostarse le pidieron que abriera la ventana para que entrara un poco el fresco de la mañana.
– Papá, soñé con el cuento que nos contaste anoche y te quiero decir que ésta fue la mejor Navidad que pudimos tener.

Y bueno, así parecía haber sido.

por Nicolás Vila Ortiz