Por Carlos María Regúnaga.

(Senior Associate Center for Strategic & International Studies.)

 

La elección de Donald Trump, sus declaraciones y primeras medidas han sorprendido al mundo. Y la composición de su gabinete ha sido objeto de comentarios enfocados en la ideología, la pertenencia étnica y el sexo de sus integrantes. Su edad, sin embargo, puede ser el indicador de un fenómeno más profundo.

En la “Advertencia al lector” que encabeza su obra El tema de nuestro tiempo, el gran filósofo español José Ortega y Gasset menciona que su teoría de las generaciones fue expuesta por primera vez al comienzo del ciclo lectivo 1921-1922.

En ella, Ortega describe un fenómeno cuyo descubrimiento debemos a su genial intuición: la irrupción en la vida social de sucesivas generaciones en forma de olas. Si bien los nacimientos se producen de manera continua, los seres humanos actuamos en las esferas política, económica y cultural en conjuntos de hombres y mujeres que tienen en común una particular visión del mundo que los rodea y una determinada manera de proceder frente a él, diferentes de las que han tenido las generaciones anteriores y de las que tendrán las posteriores.

La generación definida desde el punto de vista sociológico no coincide con el sentido biológico del mismo término. La duración de una generación en el seno de una familia podría calcularse tomando el promedio de edad de los padres en una fecha determinada promediando las fechas de nacimiento de sus hijos. Desde el punto de vista social, en cambio, Ortega sostiene que una generación está formada por individuos separados entre sí en promedio unos siete u ocho años y nunca más de quince.

Un pensador argentino, uno de los hombres más inteligentes de su generación, Jaime Perriaux, aplicó la teoría de Ortega a nuestro país. Su obra Las generaciones argentinas demostró que las olas de dirigentes surgidas cada quince años se ajustan muy bien a la historia argentina y arrojan luz desde una perspectiva nueva sobre el surgimiento e integración de algunas generaciones especialmente importantes, como las llamadas del 37 y del 80.

Puedo dar testimonio personal de que, desde la época en que conocí a Perriaux, he tenido conciencia de la existencia de una generación intermedia a la que él pertenecía, ubicada entre la mía y la de mis padres. Y, con el paso del tiempo, también resultó claro para mí que se había formado otra camada posterior a la mía pero a la cual no pertenecían mis hijas. Yo tenía casi treinta y dos años en la fecha promedio de los nacimientos de mis hijas. Pero al agregar mi mujer a la ecuación, la edad promedio del matrimonio baja justamente a los treinta años: la duración de una generación en sentido biológico alcanza para cubrir dos en sentido sociológico.

Ortega completó su visión examinando la coexistencia de diferentes generaciones y los papeles que a cada una tocan en una misma etapa histórica. Es así, nos dice el filósofo, que hasta cumplir treinta años las personas desempeñan un papel pasivo, de formación, de comprensión de las ideas, las instituciones y las reglas establecidas por las generaciones anteriores. Entre los treinta y los cuarenta y cinco años descubren los temas de su propio tiempo, toman posición con respecto a las ideas prevalecientes en la generación anterior y se preparan para dar su impronta a la sociedad cuando les llegue el turno de mandar. Y, entre los cuarenta y cinco y los sesenta años, Ortega encuentra a la

generación dominante, compuesta por varios miles de hombres y mujeres que ocupan posiciones clave en el gobierno, la justicia, los medios de comunicación, las fuerzas armadas, las universidades, las empresas, los sindicatos y las que hoy llamaríamos instituciones de la sociedad civil.

Estoy persuadido de que la teoría de Ortega sigue siendo válida en cuanto a la aparición en la escena pública de camadas de individuos pero estimo que el número, las edades y las funciones de las generaciones que coexisten requieren un nuevo estudio.

En marzo de 1921, durante el mismo año lectivo en el hemisferio norte en el que Ortega expuso por primera vez su teoría, asumió como presidente de los Estados Unidos Warren D. Harding, que en ese momento tenía cincuenta y cinco años. El promedio de su gabinete era de casi cincuenta y dos. Desde entonces, la expectativa de vida en los Estados Unidos pasó de cincuenta y cuatro años en 1920 a setenta y nueve en 2014. Sería extraño que tal extensión, unida a los cambios en la alimentación, el ejercicio físico y la medicina, no hubiera tenido impacto alguno sobre la dinámica de las generaciones.

La teoría contempla la existencia de individuos longevos, sobrevivientes a su generación, que continúan ocupando posiciones importantes cuando su propia camada ha dejado de ser la dominante. Un ejemplo contemporáneo de Ortega fue Winston Churchill que se desempeñó como primer ministro hasta los ochenta años. Pero se trataba de casos aislados, muy escasos. Hoy, en cambio, una proporción muy alta de mayores de sesenta años siguen en plena actividad. Eso significa que coexisten cinco generaciones en lugar de cuatro.

Donald Trump tiene setenta años, quince más que Harding, y su gabinete exhibe un promedio de sesenta y cuatro, doce más que el de éste. Estos números indican que, al menos en la cúpula del poder de la mayor potencia mundial, la edad promedio ha aumentado el equivalente a la duración de una generación entera.

Evidentemente, una conclusión sólida sobre la dinámica de la relación entre las dos generaciones de hombres y mujeres mayores de cuarenta y cinco años requiere un análisis extendido a niveles inferiores del gobierno y a las instituciones y organizaciones mencionadas. Mientras ese estudio se completa, el nuevo gabinete estadounidense parece ser la cúspide del témpano que nos indica el movimiento de una corriente social más profunda.