Encontré a la tía Lucila por la calle. Apenas la reconocí con su pelo completamente blanco, recogido como una colegiala.

         Sus ojos celestes sobre el barbijo eran los mismos que me habían mirado tan fijo una tarde de calor en el campo de los Valdivieso.

         Los dos titubeamos la forma de saludarnos, amagando varios gestos contradictorios. Un poco de incipiente abrazo, algo de mano lanzada para estrechar y frenada en el aire. Finalmente coincidimos en el ridículo choque de codos.

         -Hola Chango, me dijo.

         -Hola tía Lucila -dije. Hace años que nadie me decía Chango.

         -¿Qué hacés por acá? Te hacía por…

         -Si, por Pilar -dije. Vine para hacer un trámite en el banco de la esquina. Nunca cambié de sucursal. Tengo un turno para dentro de una hora y vine demasiado temprano. No sé qué hacer. No me dejan usar los asientos de la plaza, los bares están cerrados. Me da vergüenza sentarme en el cordón de la vereda.

         -Yo también vivo en Pilar -dijo la tía Lucila. Pero acá dos cuadras está el departamento que me dejó mi mamá que por suerte nunca alquilé. Venite y esperás ahí. Te haré un café y podremos vernos las caras enteras. Es solidaridad.

         Me produjo una sensación rara la perspectiva de estar nuevamente en una habitación solos. ¿Algún día podríamos hacer algún comentario sobre ese suceso de la infancia?

         Acepté. Estaba con muchas ganas de encontrar un baño. Los primeros síntomas de madurez se hacían notar en una vejiga llena de apuros frenada por una próstata colmada de demoras.

         Caminamos hasta la calle Melo. El departamento, enorme, estaba amoblado al gusto escandinavo, moderno en los años sesenta del siglo pasado.

         -Lo uso solamente como pied á terre. Pasá, pasá al baño -dijo cuando entramos, intuyendo la urgencia.

         Recordaba a Lucila como parte de una familia riquísima. Dueños de un banco, campos, casa en Punta del Este. No era de extrañar que pudiera haber heredado un departamento así y que se diera el lujo de no usarlo.

         También ella parecía vestida a la moda de cincuenta años atrás, la moda de una joven de veintipico de ese entonces y completamente absurda para la vieja que ahora era.

         Ropa no sólo pasada de moda sino gastada y poco limpia.

         -Son los perros -me dijo cuando notó que miraba su vestimenta. Tengo más de treinta. Crío perros en Pilar.

         -¿Vivís en algún country? -pregunté.

         -No. Es zona rural. Unas hectáreas que dejó mi familia. Es Pilar pero tengo camino de tierra. Varios kilómetros.

         Abrió su cartera, una especie de bolsa de material compasivo con los animales y sacó un álbum con fotos.

         Se sentó junto a mi -suficientemente cerca como para que me invadiera su olor a humo- y empezó a dar vuelta las fotos. Perros grandes, perros chicos, perros de raza, perros de la calle. Perros y más perros hasta casi llegar al final. Cuando pensé que sólo sería una galería de mascotas apareció la foto de un paisano.

         Un tipo curtido, aspecto de peón rural, sonriente, con cara de luna llena al estilo Molina Campos. Pañuelo al cuello y camisa abierta. Lucila me había ido nombrando uno a uno a los perros y perras. Con el mismo tono con el que podría haber dicho “Boby” dijo: “Miguel” como si fuera otra de sus mascotas.

         Siguieron varias fotos de su casa del campo. Una rancho desordenado, pocos árboles, lleno de desperdicios. Se veía un auto viejo y oxidado lleno de yuyos, algunas cubiertas de auto acumuladas. Fue entones desperdigados a modo de bebederos y objetos pequeños difíciles de identificar pero claramente desechos.

         -¿Tu empleado? -pregunté.

         -Mi compañero. Él no lo sabe pero es también mi heredero. Yo me lo encontré y ahora es mío. Lo traje de la calle.

         -Como a alguno de tus…

         -Sí, de mis pichichos. Tengo alma samaritana. Siempre la tuve. Pero Miguel es mi todo. Un día que iba con la camioneta por una calle de tierra poceada lo vi parado en el medio de la nada. Lejos de la ruta y también de cualquier tranquera. Parecía perdido. Estaba perdido. Me miró con unos ojitos…

         -Lo llevaste.

         -Es mi ayuda desde hace varios años. Habla poco pero yo lo compenso. Se está poniendo un poco sordo y a veces creo que es una defensa de su organismo por lo mucho que hablo yo. En su mundo es feliz.

         Hizo un silencio. Luego me puso una mano en la pierna y dijo:

         -Chango, no creas que no me acuerdo. Vos también tenías ojitos de necesitado esa tarde.

         -Pero también tenía doce años -dije.

         -¿Te causó muchos problemas en tu vida? ¿Tuviste que ir al psicólogo? -preguntó.

         -No, tía. Gracias.

         Llegaba la hora del turno en el banco y me despedí.

         -Tenés que venir un día a visitarme, sobre todo si vivís en Pilar.

         -Seguro -le dije sin pensar en cumplir.

por Alejandro Olazabal