EDITORIAL DEL DIRECTOR DE LA GAZETA –

Según nos ha sido enseñado, esta frase resumió en la jornada del 15 de mayo de 1810 la inquietud del pueblo reunido en la Plaza, que desde las invasiones inglesas formaba además las milicias de defensa, ante las idas y vueltas que se venían registrando en el Cabildo en torno a las decisiones de gobierno con que debía reaccionarse a la crisis de la caída de la dinastía borbónica, remplazando por una Junta, a la caducidad de la autoridad vierreinal.

Desde entonces resume uno de los más elementales derechos ciudadanos, esto es el derecho a la oportuna y veraz comunicación de las políticas públicas.

En este momento de cierre de facto del Congreso, que es la natural campana de planteo y debate de estas cuestiones, existe una vasta desinformación, mal ocultada tras la nube  distractiva generada por  la  amenaza de la pandemia.

Desde las primarias de agosto el consorcio más votado ha tenido sobradas oportunidades de generar un plan de gobierno para desplegar las medidas conducentes a cumplir sus promesas de poner en pie la actividad. Han pasado fechas emblemáticas sin que  esto ocurra, la asunción del 10 de diciembre, la apertura de las sesiones ordinarias del  primero de marzo, y ahora los requerimientos de salida de la cuarentena. En cambio se  nos van regalando sobresaltos y  sorpresitas.

Una de ellas el cierre de las sesiones del Congreso. Otra la inactividad de la Justicia. A la vez,la negociación y refinanciación de la deuda se ha desviado hacia el default integral y  el aislamiento de las fuentes de financiación. La misma negociación se ha venido desarrollando sin el soporte de un plan que explicara cómo se iban a solventar las propuestas de refinanciación y pago. Ni los acreedores ni nosotros tenemos la mas mínima  idea ni nos ha sido expuesta  la política económica  y de comercio exterior, que abarca  tanto la producción como la distribución del ingreso. Ni cómo ha de actuarse para la reconstrucción después del grave perjuicio que está causando la larga  cuarentena. Prohibir o incumplir compromisos no es sinónimo de administrar y mucho menos de administrar sensatamente.

Ahora bien, frente a los giros incomprensibles en nuestra política exterior (caso Mercosur y destratos a paises amigos) y de seguridad, el cierre de las fronteras y de la libre circulación interprovincial, la sorpresiva prohibición de vuelos dejando varados a miles de connacionales, la conmutación o indulto de penas camufladas como medidas sanitarias, no pueden sino pensarse en su relación con numerosos interrogantes similares en la bizarra  gestión  de la economía y los impuestos.

Se pretende  el criterio de la superioridad de la política sobre la economía, cuestión sobre la que cabe coincidir plenamente. Sin embargo, es preciso realizar salvedades. Primero, que esta noción de “política” superior, solo es aplicable sin duda, a la “arquitectónica” o de buen gobierno, y debe distinguirse de la politiquería o mera pugna de intereses sectoriales o personales.

En este caso los ejemplos son útiles. De buen gobierno puede ser la decisión de una compra de insumos médicos y de politiquería admitir precios excesivos, o limitar el número de ofertantes a la licitación para repartir entre los funcionarios que intervienen.

Lo mismo ocurre cuando, en una decisión política se decide poner el desarrollo social, el cuidado del ambiente, la protección de las personas, por encima del eficientismo y el beneficio o lucro. Podría ser más eficiente producir con esclavos que en una comunidad de empleadores y empleados, o más rentable desalojar a los pobladores, talar los montes y explotar los campos en grandes extensiones de soja, con máquinas. En temas así es donde se define la diferencia entre las decisiones de sana política y las de politiquería.

Parece estar extraviada la noción de la importancia de que las decisiones políticas correspondan a la búsqueda de un sano equilibrio y no generen mayor daño que el que se quiere evitar. Los buenos gobiernos crecen en la medida de su acertada respuesta a los problemas, pues gobernar siempre es sortear dificultades, y no puede echarse la culpa a la menor o mayor gravedad de la epidemia, cuando es evidente que se está equivocando con varios de los  remedios.

Para eso, para evitar precisamente sumar demasiados errores en la toma de decisiones existen una serie de instrumentos institucionales, que permiten debatir las posibles opciones para buscar el mejor menú de equilibrio posible entre las potencialmente buenas soluciones.-

Una buena recuperación de la economía se asienta principalmente sobre la confianza del público, sobre las proyecciones a futuro de sus actividades, pues estos deciden la delicada matriz de ahorro-inversión- o atesoramiento/gasto, que está en la esencia del circuito económico. Se difundió la ilusión de un Consejo Económico Social, con actores económicos, académicos  y sociales, donde se pudieran debatir opiniones fundadas acerca de los efectos macroeconómicos que derivarían de decisiones que eventualmente pudieran adoptarse.

Siempre la peor consecuencia macroeconómica y social  de una decisión inconveniente es la ruptura de la seguridad jurídica y su secuela, el descreimiento en las instituciones. Por ello, no sólo por mera justicia, sino por buena economía, las argucias contables de los responsables de los tesoros públicos por incumplir las obligaciones que son consecuencia de sus errores y desaciertos previos no pueden ser avaladas.

De ahí que el análisis consecuencialista es valioso y deseable siempre que sea integral, tomando en cuenta también los elementos propios del resguardo en primer término de la Constitución, de los derechos adquiridos, la estabilidad de los contratos, de la previsibilidad y de la palabra empeñada, sobre todo bajo la solemne formalidad de la ley. No habrá recuperación , reconstrucción o productividad, y crecimiento macroeconómico “con inclusión y desarrollo”, sin instituciones y seguridad jurídica firmemente establecidas, dejando a salvo que tampoco se defiende hacer un tótem de la seguridad, que puede ceder ante el cambio de circunstancias, pero, de nuevo, sobre carriles programados y previsibles, acotado en el tiempo y que esto se cumpla luego.

El mecanismo de las actividades sorpresivas y basadas en políticas secretas, no explicitadas previamente, es una táctica que bien puede ser utilizada en la guerra. San Martín al cruzar los Andes, trató de confundir al enemigo, mandando expediciones auxiliares e informantes falsos para que lo esperaran en distintos puntos y no por los dos lugares donde iba a pasar el grueso de su ejército.

Pero ésto que es válido para tratar con enemigos, no es válido para el pueblo a quien debe tratarse como a un amigo a quien se le explican las cosas.

En consecuencia, y como colofón puede decirse que cualquier decisión de política interior o exterior, de reconstrucción y  desarrollo económico debe estar presidida por un criterio político, pero no puede apartarse de los marcos de previsibilidad que han sido previamente anunciados como pautas de esa política y debe ser amplia y respetuosamente explicada a la ciudadanía, porque hoy, igual que en 1810, el pueblo tiene derecho a saber de qué se trata!

He aquí el delicado equilibrio entre derecho, instituciones y política y la necesidad de que se respeten pautas constitucionales mínimas, como la existencia de definiciones concretas de políticas de Estado, que sean conocidas por todos y luego respetadas, y si las circunstancias cambian, puedan generar sus propias correcciones sin apartarse de los ejes conocidos y aceptados por los ciudadanos actuando como cuerpo electoral.

Por Roberto Antonio Punte