Nada es gratis; un Estado de bienestar no lo tiene quien quiere, sino quien puede, y hay que esforzarse para alcanzarlo

Editorial 11 de marzo 2018

En el reino del revés, quienes se proclaman estatistas destruyen al Estado y quienes son acusados de desmantelarlo lo construyen. El populismo ha sido exitoso en reivindicarlo como una de sus principales banderas, con objeto de descolocar éticamente a su adversario, el demócrata liberal. Se ha creado así una situación paradojal, como ocurrió también con otros valores, como el idealismo, la ética de la solidaridad, la justicia social u otras reivindicaciones en beneficio de quienes menos tienen, pero dejándolos siempre en la pobreza.

En la Argentina, el Estado fue columna vertebral de la modernización que comenzó en la organización nacional y que completó la Generación del 80, atrayendo a millones de inmigrantes que fueron la argamasa del país actual. Por respeto a ese legado, no parece razonable ceder la defensa del Estado a quienes lo han malversado y permitir que los verdaderos progresistas sean sindicados como sus objetores.

La convivencia requiere de ese sujeto impersonal, con sol naciente, manos estrechadas y gorro frigio para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común y promover el bienestar general. Esa tarea colectiva es pesada y exige grandes sacrificios para cumplir con los propósitos de su creación. Como todo emprendimiento de muchos, la naturaleza humana tiende a frustrarla, evitando la contribución de cada uno y maximizando la apropiación individual sobre el conjunto. Aun en los países más serios y solidarios, los ingresos son difíciles de obtener y, los gastos, difíciles de contener.

A medida que la sociedad amplía las prestaciones que espera del Estado, su mantenimiento se hace cada vez más costoso. Cuando se extiende más allá del preámbulo constitucional de 1853 y encara los cometidos previstos en la reforma de 1994, esos costos se multiplican.

Antiguamente, esas situaciones eran atendidas por las familias, las cooperativas, las asociaciones de socorros mutuos y de unión y benevolencia, todas redes de contención primitivas pero que cohesionaban el tejido social. A medida que el Estado ha tomado esas responsabilidades, a todo el mundo le parece legítimo trasladar a la sociedad riesgos que muchos podrían asumir por sí mismos. Hasta ciertos industriales, banqueros, ruralistas y profesionales parecen piqueteros al tiempo de reclamar supuestos derechos en los despachos oficiales.

Con el tiempo, las propuestas de lord William Beveridge para instalar en Gran Bretaña un “Estado de bienestar” (1942) se expandieron a toda la gama de vicisitudes que pueden afrontar las familias, mucho más allá del desempleo, la vejez y la enfermedad, la escuela gratuita y el hospital público. El Estado se ha ampliado hasta cubrir las enfermedades catastróficas y las múltiples discapacidades; la fertilización asistida, o el aborto hospitalario. Sostiene la educación gratuita, la especial, la sanitaria y la alimentaria. Promueve las ciencias y las artes, la cinematografía, la investigación y los deportes. Se ocupa de la violencia de género, del maltrato familiar, de las drogadicciones, la ludopatía, el alcoholismo y la obesidad; hace caminos, puentes, puertos y aeropuertos. Atiende a los desocupados, a las madres solteras, a los jóvenes, a los niños, a los ancianos y demás grupos vulnerables. Intenta la protección del ambiente, del patrimonio cultural, de los parques nacionales y de los pueblos originarios. Y el amplísimo espectro de subsidios económicos para el desarrollo de sectores, como los créditos blandos, las desgravaciones, las moratorias, las emergencias, las promociones y las protecciones.

Todo eso está muy bien, pero nada es gratis. Un Estado de bienestar no lo tiene quien quiere, sino quien puede. Hay que esforzarse para merecerlo.

Debe existir una proporcionalidad entre la dimensión de las aspiraciones y la posibilidad de sufragarlas. Cada ley que sanciona el Congreso de la Nación para crear nuevos derechos y nuevas áreas de gestión pública implica una exigencia de mayor productividad a los argentinos para hacer posibles esas aspiraciones. De lo contrario, serán letra muerta o la causa de desequilibrios con funestas consecuencias. En eso consiste “merecer el Estado”.

A medida que la sociedad madura y se “visibilizan” problemas que antes se ignoraban, surgen grupos afectados que se organizan y requieren apoyo de algún ministerio para solucionar su malestar. Y así se amplía la órbita de los menesteres estatales haciendo sonar la alarma que alerta sobre un potencial desequilibrio estructural. Para merecerlos, serán necesarias nuevas inversiones, mejores tecnologías, menores barreras de entrada y eliminación de privilegios como forma de ascender un escalón de productividad. Es la única manera de sufragar esas prestaciones sin que resulten una carga que obligue a “achicarse para agrandar la Nación”.

El Estado que la mayoría desea, que los argentinos votan y que los políticos propugnan, hay que merecerlo. Un país improductivo solo puede tener un Estado en diminutivo; un Estado expandido, solo quien es competitivo .

No basta con crear nuevos impuestos ni tomar deuda ni imprimir billetes para dar por cumplida la necesidad de financiar nuevos derechos. Sin espaldas suficientes, el Estado expandido y débil solo colapsará bajo el peso de sus gastos corrientes y su carga financiera. El buen Estado solo es viable mediante aumentos de productividad en forma proporcional a su crecimiento, como lo hacen los países que tomamos como modelos. Debe merecerse, sin recurrir a atajos, construirse sobre la arena o pintarse sobre un cartón.

El buen Estado debe crecer desde abajo hacia arriba, como una construcción sólida que se expande en la medida en que sus cimientos permitan sostenerlo. No a la inversa. Y los cimientos están conformados por una actividad privada de primera clase, con fuertes inversiones de capital y tecnología para abrirse al mundo. Esto requiere, como tantas veces lo hemos señalado desde estas columnas, crear confianza para otorgar seguridad jurídica y reducir el costo argentino para que los privilegios sectoriales no impliquen plusvalías para pocos y pobreza para la mayoría.

Cuando el Estado crece en forma armoniosa y la sociedad está dispuesta al sacrificio de merecerlo, el sector público no suscitará enojos a nadie; será un Estado respetado, dimensionado en función de ese esfuerzo, sin ser un ogro filantrópico ni requerir la Rebelión de Atlas.

Como lo advirtieron los socialistas de la “tercera vía” (Tony Blair, Gerhard Schröder y Fernando Cardoso), no hay forma de lograr un Estado de bienestar sin un capitalismo moderno que sustente la demanda creciente de recursos para cumplir con las nuevas demandas sociales. Sin crecimiento económico, la redistribución solo iguala para abajo, hasta alcanzar -todos por igual- el piso de la pobreza.

Eso lo entendió bien la China comunista, que, aun sacrificando las libertades individuales, puso en funcionamiento una economía de mercado tan competitiva que ha cambiado la estructura social del país y expandido su influencia mundial con el silencioso poder del dinero y no con anexiones belicosas.

A la inversa de Venezuela, que, pregonando idénticos ideales, fue a la bancarrota por ignorar que el socialismo del siglo XXI carece de sustrato productivo y haberse limitado a distribuir lo poco que quedaba, sin incentivos para trabajar ni crear riqueza. La llamada cultura extractivista de suma cero, donde lo que se consume jamás se repone.

En la Argentina, el falso progresismo, inspirado en la razón populista de Ernesto Laclau, dejó completamente de lado el concepto del merecimiento. El Estado fue instrumento para la lucha contra el enemigo, hasta vaciarlo mediante un festival de subsidios, jubilaciones sin aportes y clientelismo desvergonzado. Sumado a un vaciamiento aún peor: los contratos de obras públicas con los amigos del poder, el desvío de fondos de los entes nacionales, las moratorias fiscales indebidas, los subsidios discrecionales al transporte y otras defraudaciones conocidas. Esa mentirosa exaltación de lo público solo tuvo por objeto lograr votos ingenuos o resentidos, a pesar de ser una oferta vacía, con inauguraciones ficticias y palabras huecas transmitidas en cadena. Los recursos se desviaron por la ruta del dinero malversado, creando una asimetría aún más grave entre derechos adquiridos y capacidad para satisfacerlos.

La tropelía ya está hecha, el populismo hizo crecer el Estado de arriba para abajo, sin importarle los cimientos ni los cálculos estructurales. El gradualismo impide desmantelar el peso excedente. Ahora se impone una labor de merecimiento ex post para reforzar las bases de una obra construida.

La Argentina necesita crecer para sostener el Estado, un buen Estado, cumpliendo con las aspiraciones colectivas en forma sustentable.

Esto exige profundos cambios para lograr competitivdad basados en una clase empresaria renovada. En la era del algoritmo, no hay más lugar para prepotencia camionera, ni privilegios sectoriales, ni industrias atrasadas, ni armadurías importadoras, ni profesionales del arancel, ni mercados cautivos, ni plusvalías regulatorias.

Si no hacemos el esfuerzo, no merecemos el Estado que queremos y quedará el que tenemos, un fantasma insolvente que elude sus obligaciones y frustra a quienes menos tienen.

Fuente: La Nacion Online – https://www.lanacion.com.ar/2115968-merecer-el-estado