Abierta a la polémica y con fuerte impacto en el presente, la lucha contra el indio marcó el siglo XIX y divide aguas. Algunos dicen que se trató de un genocidio; otros, que solo se buscó exterminar su cultura

 

Por Luis Alberto Romero 

 

Este artículo surge de “La Conquista del Desierto: el Estado y los pueblos aborígenes”, primer encuentro del ciclo de charlas mensuales que, sobre hechos históricos polémicos, organiza el Club del Progreso con la coordinación del autor. El segundo, sobre la guerra del Paraguay, se realizará el martes 24, con la participación de Eduardo Míguez y Miguel Ángel de Marco.

Pocos temas polarizan las opiniones sobre nuestro pasado y nuestro presente como la “Conquista del Desierto”. Así lo atestigua el cambiante destino de las estatuas del general Roca. En la escuela aprendí que la “conquista” era la culminación de la Organización, la gran gesta civilizadora del Estado nacional. Hoy se enseña que se trató de un genocidio, del exterminio de argentinos pertenecientes a la etnia araucana o mapuche. No se trata aquí solo de nuestras habituales luchas por el pasado. Se vinculan con los reclamos de quienes hoy, amparados por la Constitución de 1994, se reivindican descendientes directos de aquellos mapuches y exigen lo que consideran suyo.

Sobre esta cuestión, de trascendencia no menor, hablaron la antropóloga Ingrid de Jong y la historiadora Hilda Sabato. Como es normal entre profesionales calificados, no hubo diferencias categóricas sino una conversación, a partir de puntos de vista y enfoques diferentes. Haré una apretada síntesis, que no compromete a las expositoras.

De Jong desarrolló con firmeza el punto de vista de los indios -una palabra de época, que usa sin temor-, que poblaban lo que comúnmente se conocía como el “desierto”. Para entenderlos, no basta con considerarlos víctimas; fueron actores en una relación larga, densa y compleja con los “huincas”, los “cristianos” o blancos, a lo largo de una frontera inestable, porosa, habitada por un conjunto de personas de identidades mixtas.

Desde el siglo XVIII los cacicazgos indígenas de la pampa -donde se mezclaron aborígenes de uno y otro lado de la Cordillera- formaron parte de un circuito comercial que abastecía con ganado pampeano al mercado chileno. En términos actuales, sería un negocio de exportación. En parte era ganado “cimarrón”, sin dueño, y en parte lo arrebataban a los estancieros.

Gradualmente, las acciones violentas para obtenerlo -los malones- fueron remplazadas por el Negocio Pacífico de Indios, resultante de acuerdos diplomáticos y comerciales con el Estado de Buenos Aires, regularizados en tiempos de Juan Manuel de Rosas y el cacique Calfucurá. Las “raciones”, que Calfucurá distribuía entre los caciques de otras parcialidades, incorporándolos así al Negocio Pacífico, fueron la condición política de la paz en la frontera.

En este panorama, los malones dejaron de ser una práctica constante, para convertirse en acciones de presión sobre los gobiernos. Un lego diría: un mecanismo similar a los subsidios y las movilizaciones actuales.

Sabato explicó esta relación desde el lado de los “cristianos”, subrayando la diversidad de opiniones y de decisiones, en un escenario institucionalmente fragmentado. Cada uno de los Estados provinciales podía tener diferentes políticas, más o menos confrontativas. Los sectores dirigentes distaban de coincidir respecto de los indios y su destino, y pese a que eran “salvajes”, podían convivir con ellos. El Negocio Pacífico era la situación ideal para los pueblos indígenas, que necesitaban el acuerdo y las raciones para traficar con Chile. Para los dirigentes de Buenos Aires, el más fuerte de los Estados provinciales, la pacificación de la frontera, aunque se vislumbrara transitoria, era importante para asegurar la paz y posibilitar el crecimiento rural.

De Jong y Sabato coinciden en que este equilibrio comenzó a romperse a fines de la década de 1860. Para la antropóloga, el gran factor fue la decisión del gobierno nacional de incorporar tierras a la producción agropecuaria para aumentar las exportaciones. Consolidar la frontera, apropiarse de tierras indígenas y afirmar el principio de la propiedad individual eran requisitos para una expansión en la que las parcialidades indígenas no tenían cabida y cuya presencia se convertía en un problema.

La ofensiva

Inicialmente el Estado se propuso fragmentar el bloque aborigen que comandaba Calfucurá, concertando tratados de paz con diversos caciques, hasta que estuvo en condiciones de iniciar la ofensiva, durante la presidencia de Avellaneda.

Sabato señala la variedad y especificidad de los factores que explican el cambio de la política. A la lógica del capitalismo agrega la del Estado nacional, decidido a ejercer la soberanía exclusiva en un territorio que ya definían como argentino. El problema aborigen se entrelazó con la disputa por la Patagonia con los chilenos, y ambos se resolvieron en un único acto bélico, en 1879.

También subraya un cambio ideológico que homogeneizó y movilizó a la elite local: el afianzamiento en el mundo occidental de las ideas sobre la raza y el llamado “darwinismo social”. Aplicadas al medio local, la conclusión era que los aborígenes estaban en el escalón de los “primitivos”, incapaces de evolucionar por sí solos hacia la civilización. La “carga del hombre blanco”, como la llamó Rudyard Kipling, consistía en civilizarlos, probablemente por la fuerza.

Con matices diferentes, De Jong y Sabato coinciden en que nuevas situaciones rompieron el equilibrio existente hasta los años 60. Para De Jong, el proyecto del Estado nacional requería eliminar la presencia indígena que resistía la conquista de sus territorios. Estima que el número oficial de muertos está subestimado y que los afectados -incluyendo los trasladados- fueron al menos 20.000, es decir un tercio de la totalidad de los aborígenes pampeanos y patagónicos. Considera que se trató de “prácticas sociales genocidas”, una idea hoy extendida.

El magma nacional

Sabato cree que el exterminio biológico no estuvo en los planes de la época, aunque se coincidió en que las comunidades de aborígenes no podían subsistir y que el sistema de “reservas” usado en otros países, no era adecuado. Para Sabato, se trataba de exterminar la cultura, pero no a los individuos, que podrían ser educados e integrados en la sociedad regida por el Estado nacional.

Se ensayaron distintos métodos -desde la colonización hasta la entrega de mujeres y niños en servidumbre, el trabajo forzado de hombres o su incorporación al Ejército-, todos ellos destinados a disolver su organización comunitaria, sus costumbres y tradiciones y a fundirlos en el nuevo magma nacional.

Diría que todo eso probablemente contribuyó a su extinción biológica, pero fue una consecuencia no querida, un efecto colateral si se quiere, y no un designio exterminador. Creo que el concepto de genocidio, surgido de experiencias específicas del siglo XX, no ayuda a entender la situación en los términos de la época, algo que nos parece fundamental en este ciclo.

¿Había alternativas? Con argumentos y énfasis diferentes, ambas coinciden en que algún tipo de convivencia, aunque no imposible, era altamente improbable. Las condiciones eran inadmisibles, tanto para el nuevo Estado nacional, que entonces presuponía la homogeneidad cultural y la soberanía territorial, como para los indígenas, que no podían renunciar a la posesión de su territorio.

Quizá parezca que la conclusión no es muy diferente de los puntos de vista iniciales. Pero confío en que de este resumen surja una opinión que me parece muy interesante. No se trató del “bueno” y el “malo”, la víctima fatal y el victimario. Ambos actores se conocían muy bien, y aunque tenían intereses, tácticas y estrategias diferentes, pudieron coexistir durante más de un siglo, hasta que cambiaron las condiciones y estalló un conflicto cuyo final no estaba escrito, pese a que hoy, con el “diario del lunes”, así lo creamos.

Fuente: La Nación Online  – https://www.lanacion.com.ar/2121231-como-pensar-hoy-la-conquista-del-desierto