Por Néstor Iglesias

Martes 27 de septiembre de 2016, Teatro Colón de Buenos Aires

The tragedy of Macbeth, ese drama emblemático de William Shakespeare cuya mera mención en alta voz en el ambiente teatral despierta un cúmulo de estremecimientos, temores y rechazos, acunados en la creencia centenaria de la “maldición” que recae sobre la pieza teatral, fue la fuente de inspiración con que Giuseppe Verdi inició la transformación del género lírico promediando el siglo XIX.

El maestro acuñó el término anni di galera, para referirse a esos años en los que estaba sometido a una gran presión profesional, obligado a componer contra reloj, para cumplir con los  compromisos que surgían a partir de los reiterados éxitos. Entre 1843 y 1850 Verdi firmaba un contrato para crear una nueva ópera cuando aún no había terminado la obra en la que estaba trabajando. Se consideraba un esclavo sometido a trabajos forzados, como aquellos prisioneros que desde la antigüedad eran explotados como remeros de las embarcaciones denominadas galeras.

Desde la primera obra editada, Oberto, conde de San Bonifacio (1839), estrenada en el mismísimo Teatro Alla Scala de Milán, lo que habla de una precocidad emparentada con el reconocimiento, y Stiffelio (1850, revisado y rebautizado en 1857 como Aroldo) se anotan quince títulos, entre los cuales algunos literalmente “arrasaban” en los teatros de ópera europeos de la época, y también en algunos de América y Medio Oriente. Por ejemplo, Ernani (1844) subió a escena en 32 teatros en el año de su estreno, en otras 60 salas diferentes un año después y en 65 nuevos escenarios en 1846, además de las reposiciones. En aquellos tiempos  de trabajo incansable Verdi debía  ocuparse de supervisar o tomar conocimiento de los contratos en momentos en que los derechos de autor aún no estaban plenamente reglamentados, supervisar la selección de los cantantes y directores, atender la negociación con los editores y empresarios, amén de cuidarse de la crítica y de algunos enemigos.  En medio de esa “jungla lírico-comercial”, con las interrupciones y dificultades ocasionadas por los viajes impuestos, compuso Nabucco (1842) y Attila (1846), dos piezas que son frecuentemente interpretadas en la actualidad.

No obstante la ininterrumpida actividad creativa que desplegaba, hubo un momento de inflexión en el estilo compositivo que cambiaría el curso de la historia de la ópera italiana. La admiración que Verdi sentía por la obra dramática de William Shakespeare databa desde su juventud, asignándosele expresiones como: “Es mi poeta predilecto… Sus libros … los he leído y releído cientos de veces”. Una serie de eventos casualmente concatenados derivó en la creación de la que el Maestro definiría como “la más querida de mis óperas”, Macbeth. Algunos fracasos artísticos (Alzira, 1845) aunados a una gran depresión ocasionada por problemas de salud y el fallecimiento de seres queridos, modelaron un estado de ánimo de profunda sensibilidad en el compositor, a lo que se le sumó un encargo del Teatro alla Pergola de Florencia para una nueva pieza. La ausencia en la temporada de dicha institución de un tenor que satisficiera las exigencias de Verdi decidieron al Maestro a componer un protagónico para barítono para su décima ópera, abandonando momentáneamente el proyecto original que unos pocos meses más tarde se convertiría en  I masnadieri (julio de 1847).

Entre las grandes transformaciones que el compositor impuso, tal vez la más importante fue la relacionada con la concepción y el uso de la voz. Desde los orígenes de la ópera italiana, tanto las escuelas florentina, romana y veneciana habían tratado a la voz humana como un instrumento musical con capacidades extraordinarias. En general se focalizaba en los desarrollos melódicos y en la agilidad, dejándole la mayor parte de la carga emocional a la construcción armónica y a la orquestación de la pieza, unido a la tesitura y a la cuerda de las voces asignadas a cada personaje. Las posibilidades expresivas estaban acotadas a favor del virtuosismo, en lo que se conocería como bel canto.

Pero Verdi, a partir de algunas tendencias que ya se pueden observar claramente en la producción madura de Gaetano Donizetti, propuso una utilización dramática de la voz al servicio de la palabra y del contenido emocional. Una tragedia como Macbeth , que por su temática superficial mágica rozando lo sobrenatural podría ostentar un magnetismo popular y ser calificada de melodrama romántico, encerraba una descripción de las acciones y actitudes más perversas del ser humano. Las ansias de poder, la traición, el sometimiento psicológico, el asesinato, el desprecio por la vida, no parecían elementos propios de la puja caballeresca medieval, especialmente si tenemos en cuenta la total ausencia del conflicto amoroso triangular. El texto del que se parte posee todos los ingredientes comunes a los dramas propios del romanticismo; reyes, damas y nobles, brujas y fantasmas, enfrentamiento de bandos antagónicos, con una ambientación situada en la remota Edad Media escocesa, pero el genial Bardo de Avon le dio a los caracteres protagónicos un perfil psicológico tan fuerte y universal que hacen que el drama exceda aquel marco y posea una asombrosa vigencia.

La obsesión de Verdi era comunicar y movilizar el espíritu a través de la música para hacer más creíble situaciones y personajes fantásticos, para lo cual ahondó en el expresionismo emocional del canto y en una orquestación profusa que no sólo sirviera de acompañamiento a las voces, sino que proveyera verdadero protagonismo “dramatúrgico”, enmarcando algunas escenas con un neto encuadre trágico.  Aún el fragmento más belcantista de la obra, la escena y cavatina Nel di della vittoria … Vieni! T’affreta  que protagoniza Lady Macbeth, está cargado de una bravura inusual, priorizando la definición de la personalidad del personaje antes que el lucimiento del cantante o la búsqueda del impacto sobre la audiencia ante la explosión lírica.

El Maestro siempre estuvo convencido que el espectáculo lírico se apoyaba sobre un sustento musical, pero también que la cualidad que lo catapultaba a una expresión artística superior era la concepción dramática y su trascendencia al plano conciente del espectador. A partir de innumerables testimonios se puede asegurar que Verdi, con 34 años de edad, sabía a priori qué quería en cada caso, y que sus propuestas eran registradas, pero en forma de prosa. Sabedor de su incapacidad dramatúrgica debía apelar a la asistencia de libretistas que llevaran al verso sus ideas teatrales. Su entrañable amigo Francesco Maria Piave, apodado Checcho en el círculo íntimo, que ya había escrito los libretos de Ernani, I due Foscari y Attila, fue quien tuvo que soportar las presiones del Maestro para adaptar el drama de Shakespeare al género lírico, que empezaba a modelarse como teatro musical. Biógrafos de Verdi refieren que, a propósito de esta producción, el libretista recibía la constante advertencia de “Usa pocas palabras,… Pocas, pero significativas.”. Piave tuvo que apelar a la ayuda del  reconocido poeta y traductor Andrea Maffei para que extrajera del original en inglés el sentido de algunos pasajes, y por eso se lo sindica a este último como coautor del libreto.

En esta etapa se puede observar que Verdi desarrolla una inversión en el orden de abordar la composición, prestándole especial atención a fortalecer la unidad de la escena, abriéndola en un sentido “anti-belcantista”, para fusionar motivos y no provocar cortes abruptos en el devenir dramático. Algunos elementos tradicionales del género como las arias y cabaletas o los grandes coros comienzan a perder sus límites precisos entremezcándose con el discurso musical. A título de ejemplo señalamos el desarrollo del atrapante dúo Sappia la sposa mia … con esa maravillosa lucha interna en Macbeth que deriva en el asesinato del rey Duncan y la inescrupulosa actitud de su esposa (que pronuncia una de esas frases que dejan marca en la ópera, Dammi il ferro), que de a poco se va transformando en una escena concertante de contundente densidad coral, con la que finaliza el acto primero.

Es oportuno aclarar que el Macbeth que conocemos hoy no es el de 1847, sino la revisión que Verdi llevó a cabo para el teatro Alla Scala de Milán en 1874, la que a su vez reposa en la versión que el Maestro había reformulado casi 20 años después de su estreno florentino ante el encargo de Jacques-Victor dit Léon Escudier, editor parisino que junto a sus hermanos gerenciara gran parte de toda la obra verdiana en la Europa extra peninsular. Al estudiar la partitura original el Maestro descubrió “… diversos fragmentos que son débiles, o lo que es aún peor, faltos de carácter”. Se destaca la incorporación de la imponente La luce langue para Lady Macbeth, una especie de oda a la oscuridad de la noche que ocultará el asesinato de Banquo, y la reformulación de casi todo el acto tercero que concluye con el duetto del matrimonio Macbeth Ora di morte e di vendetta, … Para suerte nuestra, se eliminó de la versión francesa un ballet en el acto tercero que, como se sabe, era una imposición poco menos que dogmática para que una ópera triunfara en París, y a la vez inserta un nuevo “coro patriótico”, no tan melódico o pegadizo como el célebre Va pensiero de Nabucco, pero similar en esencia. En el  Patria oppressa  transmuta esclavos o prisioneros por prófugos o exiliados que esperan por la aparición de un líder que libere a Escocia del tirano rey, que se desarrolla y encuentra su permanencia en el ambiente con el amalgama entre los grupos femenino y  masculino y la orquesta.

Verdi tenía una concepción teatral de altísima sensibilidad, y explicaba las construcciones musicales de la conclusión de la ópera en función de la trama. El “himno de victoria” era para el Maestro una consecuencia lógica de la ausencia de los dos protagonistas principales; muerta la pareja central ¿qué otra cosa podría hacer el resto más que cantar? En una carta enviada a Escudier en 1863, Verdi confiesa “… para la batalla compuse una fuga!!! ¿Una fuga? … ¡¡¡Detesto todo aquello que apesta a conservatorio…. Pero les diré que para el caso esta forma musical puede andar bien.”. Es curioso recordar que el final de la obra póstuma de Verdi (Falstaff, 1893) está encorsetado en una rigurosa fuga que pondera la vigencia del engaño: Tutto nel mondo è burla es el broche de oro de una producción artística sin par, a la sazón de la mano de otro anti-héroe creado por Shakespeare.

El martes 27 de septiembre subió a escena en el Teatro Colón de Buenos Aires una nueva producción del Macbeth verdiano. La dirección escénica a cargo del laureado Marcelo Lombardero despertó muchas expectativas debido a la sana costumbre del artista de ofrecer espectáculos buscando una resignificación de argumentos varias veces centenarios, tratando de acercar las historias a los públicos más diversos, apartándose de la mirada tradicional pero siempre encontrando puntos de contacto con lo cotidiano, con lo que le sucede a cualquier espectador en los tiempos que corren. Y esta obra, en la que un matrimonio enceguecido por la ambición rompe las reglas morales de la sociedad y de la religión para ejercer el poder, aparece como anillo al dedo para el regisseur. Hemos presenciado puestas que a quien suscribe este artículo le han parecido de excelente concepción y redescubridoras de la trama, de los perfiles de los personajes y de la vigencia de las obras respectivas. Recuerdo las extraordinarias producciones de Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk (2010), Tristán e Isolda (2011) y El oro del Rhin (2012) en el Teatro Argentino de La Plata, otra no menos interesante y de acertada actualización de Don Giovanni (2014) en el Teatro Avenida y una versión esclarecedora de Parsifal (2015) en el Teatro Colón. Por otro lado reconozco también un “lado B” del grupo de puestas, algo devaluadas según mi punto de vista, entre las que no puedo dejar de mencionar una Carmen (2011) en el Teatro Avenida. En todos los casos, la apreciación es meramente personal.

En este caso la puesta me pareció muy explícita, con pocos elementos sorprendentes y de grata observación. La visión apocalíptica post-bombardeo urbano, con una sociedad devastada y sometida surge como una obviedad. Con la aparente ubicación de la acción en una republiqueta de mediados del siglo XX, y un tratamiento de los cuerpos ya sin vida de Macbeth y Lady Macbeth propio de los partisanos comunistas de la Italia de 1945 o de las milicias del Frente de Salvación Nacional de Rumania de 1989. Un hiperrealismo social que el espíritu de la obra de Shakespeare y la música y el drama lírico de Verdi no necesitan para conmover.

Desde las actuaciones dramáticas, se observó que algunas marcaciones en los movimientos de los cantantes fueron decididamente pobres. Entre los pasajes de una exasperante inmovilidad del protagonista de la escena podemos citar al arioso  Studia il passo, o mio figlio! que canta Banquo justo antes de ser asesinado en el acto segundo, el recitativo O figli,… seguida del aria Ah, la paterna mano en la que Macduff se lamenta de su actitud pasiva, y esos largos varios minutos del acto cuarto en los que Macbeth primero acomete el recitativo Perfidi!, manifestando toda la fuerza que aún conserva para sostener el régimen tiránico y que concluye con el aria Pieta, rispetto, amore durante la cual emergen las contradicciones y remordimientos del personaje. Resulta inadmisible para este espectador que, a esta altura de la evolución del teatro musical, un cantante permanezca casi inmóvil, con un mínimo movimiento de brazos, restándole cualquier tipo de expresividad a semejantes fragmentos de máxima tensión dramática. Una de las particularidades de Marcelo Lombardero como hombre del género lírico es ponderar la fuerza del teatro para potenciar la musicalidad convencional de una ópera. Y no caben dudas que demuestra su dominio del drama, por ejemplo, en las muy sugestivas indicaciones durante la ejecución del dúo central del acto primero, a partir de que se retira el criado de Macbeth, y el barítono pronuncia Mi si affaccia un pugnal?. El planteo estético de ese pasaje angular de la obra, con toda la expresividad teatral de los intérpretes que brota del drama musical verdiano, fue un lujo. Otro pequeña gran maravilla gestual es el diseño de los movimientos de la soprano durante el aria del sonambulismo. Por toda esa admirable capacidad no plasmada, es mayor aún la desilusión.

La escenografía de Diego Silvano tuvo un mezcla de una mínima cantidad de practicables corpóreos (sillón, cama matrimonial y trono) y abundancia de proyecciones muy dinámicas y eficaces al sesgo “guerra siglo XXI”, un tanto anacrónicos con el planteo “mitad de siglo XX” que el mismo director escénico denunció en notas periodísticas. El espacio reservado al trono de Macbeth en el acto segundo resultó incómodo para los cantantes (la soprano Sra. Taigi tuvo que ayudarse con sus manos para no perder el equilibrio al descender por una de las estrechas y empinadas escalinatas). La iluminación creada por Horacio Efron, que pretendió remarcar la oscuridad del tema, dificultó apreciar los desplazamientos de los coros de brujas con la excepción del momento en que rodean a Macbeth, sentado en un sillón, en el acto tercero. Muy impactante resultó la primera aparición de Lady Macbeth a través de la puerta de su residencia, con una intensa iluminación blanca desde atrás que convertía su silueta en una imagen renegrida por el encandilamiento, dándose un muy interesante contraste con lo que sucede durante la escena del sonambulismo, en la que se repite la situación pero con una actitud del personaje completamente trastocada, con luz roja de fondo enmarcando la figura de la mujer que canta  Una macchia è qui tuttora… El vestuario diseñado por Luciana Gutman, sin mayores atractivos, fue funcional a la propuesta del director. Ninguna de las acotaciones de disconformidad apuntadas por quien redacta este artículo justifican los abucheos dirigidos al equipo de colaboradores liderado por Lombardero. Son artistas que han dado lo que creían mejor de sí para el espectáculo, y su fin último es proveernos placer después de largas horas de estudio y de trabajo. Tal vez no fue la puesta que yo me imaginaba y quería, pero fue la mejor que se concretó y pude ver.

La Orquesta Estable del Teatro Colón tuvo un desempeño muy destacado. Los claroscuros de la partitura fueron excelentemente interpretados por el ensamble, que esta vez contó con una certera conducción en la batuta de Stefano Ranzani, maestro que tuvo el honor de dirigir La boheme en el año 2010, en oportunidad de la reapertura del teatro luego de su puesta en valor. Además de encontrar los tiempos apropiados a las capacidades vocales de los cantantes protagónicos, en todo momento el flujo instrumental fue brioso, una cualidad indispensable en óperas del primo Verdi. Exhibió esa escasa virtud de saber balancear la emisión de manera inteligente y generosa, alcanzando ese equilibrio entre foso y escenario que tantas veces es reclamado. Esto no hizo mella en la brillantez del sonido, proporcionando el dramatismo musical suficiente en los momentos de mayor tensión, y logrando casi una completa amortiguación en algunos fragmentos, en los que Verdi indicó que el canto fuera un susurro. Fue una magnífica prestación.

El Coro Estable del Teatro Colón, bajo la dirección del experimentado Miguel Martínez no sorprendió al despertar la admiración del público en los tres momentos concertantes y corales más importantes con que cuenta la ópera. Los espectaculares finales de los dos primeros actos y el sutil Patria oppressa!  a comienzos del acto cuarto son piezas de una gran complejidad, que fueron resueltas con voces potentes cuando así se necesitaron, y delicadamente empastadas, como flotando en el éter de la sala en el coro de los prófugos exiliados. Una vez más, y de gran protagonismo en estas óperas del joven Verdi, el cuerpo se codeó con la excelencia.

El protagónico de Macbeth estuvo encarnado por el barítono Fabián Veloz. Hace menos de un mes lo hemos visto y escuchado como segundo elenco del Scarpia en este mismo escenario. En dicha oportunidad recuerdo que tuvo que reemplazar al barítono principal por una indisposición, ofreciendo versiones superadoras en días consecutivos. No caben dudas que está atravesando un momento singular. En el papel que nos ocupa desplegó toda una artillería de recursos vocales, luciendo matices, mezza di voce, vehemencia, todas las inflexiones que construyen a un personaje conflictuado y torturado por la culpa, en todo momento con una línea de canto firme, pletórico de fiati, abundante caudal y demás características que sin duda lo catapultan como primer elenco en cualquier escenario lírico del mundo. Semejantes cualidades podemos apuntarle como actor de un drama musical, a pesar de que la dirección escénica le indicó una postura demasiado estática en varios pasajes desaprovechando gran parte de las virtudes que ostenta el Sr. Veloz. Una performance soñada.

El temible rol de Lady Macbeth fue interpretado por la soprano milanesa Chiara Taigi. De bello timbre e interesante extensión, su voz  corrió muy bien por la sala, a pesar de perder algo de cuerpo en los agudos. El pasaje entre canto de cabeza y pecho denotó un cambio de color en la voz, y unos graves no tan sólidos. Las notas altas extremas fueron alcanzadas con esfuerzo y mostraron algún dejo de inestabilidad, aunque no se quebraron. Por cierto se debe tener en cuenta que la primera escena de la soprano en la ópera es nada más ni nada menos que una de las arias más exigentes de toda la producción verdiana para la cuerda. Y menciono esto pues fue notorio el paulatino progreso en su performance a medida que avanzaba la obra, escuchándose perfectamente al atravesar los coros en los concertantes, entregar una inescrupulosa La luce langue, para finalmente brindarnos una muy grata y emotiva versión de la escena del sonambulismo. De atractiva figura, se movió con soltura por el escenario a pesar de tener que superar las dificultades de desplazamiento que le plateó la escenografía.

El bajo Aleksander Teliga fue el Banquo. De mediano caudal, ofreció una correcta línea de canto, sin poder lucir aptitudes dramáticas. El personaje de Macduff  estuvo en la voz del tenor Gustavo López Manzitti. También atrapado en un desenvolvimiento actoral estático, desde lo vocal brindó una maravillosa versión de O figli,Ah, la paterna mano, con muy buen volumen y un fraseo y una musicalidad plenas de expresividad. Una buena presencia de Rocío Jurado como la Dama de Lady Macbeth, devenida en enfermera en la puesta, un correcto Gastón Olivera como Malcom y un desaprovechado Iván García como el Doctor.

Muchas veces cuestionamos la inconsistencia argumental de algunas óperas de Giuseppe Verdi, las cuales solo son apreciadas gracias a la inspiración del Maestro. El afortunado encuentro de dos genios, Shakespeare y Verdi, nos ha permitido gozar de tres títulos de inconmensurable fuerza dramática y sorprendente vigencia, a las que el compositor dotó de toda la revolucionaria carga de la vanguardia en el teatro musical.

Con Otello impuso un fluir continuo de una nueva forma fragmentada en la que se siente que cada pasaje musical se monta sobre el siguiente, lo que no permite que el anterior se termine de desarrollar, generándose una sensación de insatisfacción permanente y un anhelo de descubrir el lirismo implícito en cada motivo inserto dentro de una gran frase melódica. De ahí al verismo hay apenas un paso muy corto.

Cerró su inigualable trayectoria con Falstaff, la versión verdiana de Las alegres comadres de Windsor del dramaturgo inglés, un verdadero mensaje del sabio y anciano genio en el que algunos de los condicionantes o miserias humanas que magistralmente llevó a la ópera, como la venganza, los celos, el honor, el poder, las intrigas y tantos otros, se desvanecen y pierden entidad frente al inexorable envejecimiento y la consecuente decadencia biológica, casi trazando una caricatura de sí mismo, o tal vez de muchos de sus héroes y villanos.

Me animo a aventurar que, tal vez, todo empezó con Macbeth.