Por Guillermo V. Lascano Quintana.

 

Uno de los fenómenos de esta época de comunicaciones globales e instantáneas, es el auge de los pronosticadores de catástrofes, entre los que descuellan – aunque no son los únicos- quienes escriben, hablan u opinan en diarios, revistas, canales de televisión y redes sociales.

Tales pronosticadores se nutren de o son ellos mismos “opinadores” seriales que dicen saber de todo con un desparpajo sorprendente: estiman resultados electorales, el humor de la ciudadanía, tipos de cambio de divisas, cantidad de hectáreas sembradas, el estado del balance comercial y asustan a quienes los oyen, anunciando posibles estallidos sociales, auge de secuestros y cuanta otra calamidad se les ocurre en su mente febril y vendedora (porque si no hubiera compradores –la ciudadanía ávida de noticias- no sería negocio vender calamidades)

Se destacan, por supuesto, quienes por su posición social conocida o pública, tienen la tendencia a dar sus pareceres sobre todas las cuestiones por las que son interrogados. No importa que sean médicos o artistas, abogados o deportistas, jóvenes o viejos, siempre hacen declaraciones sobre cualquier tópico, aunque sean unos perfectos ignorantes de lo que se les pregunta o sobre lo que opinan.

Esta tendencia es dañina y equivocada porque la vida cotidiana de cualquier grupo personas (familia, barrio, ciudad, nación o mundo) está llena episodios de toda índole, la mayoría de los cuales son propios de la condición humana.

Hay quienes nacen, todos los días y quienes son padres por esa misma razón. Hay quienes mueren de muerte natural, quienes trabajan, quienes estudian, quienes practican deportes, cantan y bailan. Hay quienes escriben, se casan, pintan, cocinan o hacen teatro. Hay quienes juzgan, quienes imponen orden y cuidan las fronteras. Todo ello acontece siempre, pero sobre eso se informa poco y nada cuando, en realidad, es lo esencial de la vida.

Desafortunadamente, la principal tarea de los noticieros, diarios y comentarios por redes sociales, lejos de señalar esta realidad y dar gracias por la normalidad, es anunciar la catástrofe, que se pone manifiesto con profusión de detalles macabros e interminables elucubraciones.

En vez de comenzar cada alocución o mensaje señalando que muchas cosas están bien, se empecinan en destacar lo que está mal (las muertes habidas, por causas no naturales, los accidentes, las inundaciones, los terremotos o las guerras)

Cuando se abordan tema políticos, sociales o económicos la cuestión es mucho más alarmante. Rara vez se dan buenas noticias, indicadores de que los gobernantes han hecho algo bueno o que la gente está contenta por alguna razón. Casi todo es crítica a los gobernantes, gremios obreros o empresarios, policías, hospitales, etc.

Es sorprendente que no se ponga de manifiesto, con más frecuencia, que no tenemos guerras, que conviven en nuestro país varios credos sin enfrentamientos, que recibimos inmigrantes sin demasiadas cortapisas, que gozamos de un clima excepcional y producimos alimentos en abundancia, que el ciudadano común es solidario con los necesitados y que hay muchas organizaciones privadas y religiosas que asisten a quienes necesitan alimentos, medicinas y cobijo.

Nada de lo escrito puede ocultar las enormes falencias de nuestra sociedad, que sigue enfrentándose por un pasado que hay que sepultar, cuya educación pública ha fracasado, que tiene un incremento notable del tráfico y consumo de drogas y una marcada violencia social no contenida.

Pero ello en un sector del planeta lejano de regiones con guerras devastadoras, hambrunas humillantes y desesperadas migraciones.

Sobre esto también hay que hablar e informar, especialmente, a las jóvenes generaciones.