Escribe Raúl García Luna

 

Antoine de Saint Exupéry lo concibió hace ocho décadas, entre su departamento porteño de la Galería Güemes, la Patagonia y una playa al sur de Pinamar.

 

Hace 75 años, en 1942, los propietarios de la muy modesta editorial neoyorquina Reynal & Hitchcock leyeron con asombro el original de un “cuento infantil” (así lo consideraron) que les había arrimado un ya famoso novelista y aviador: Antoine de Saint Exupéry (1900-1944) que, autoexiliado en Estados Unidos por la ocupación nazi de Francia, esperaba volver a volar para los Aliados en contra del hitlerismo. Nombrado Caballero de la Legión de Honor en 1930 “por su rara audacia y abnegación” en África, había publicado con gran éxito Vuelo nocturno y Tierra de hombres. ¿Y a Reynal & Co. les ofrecía El Principito? Pero, ¿qué era esa “metáfora boba” (así la considerarían los críticos) sobre la amistad entre un piloto forzado a aterrizar en el Sahara para reparar su malogrado avión y un estrafalario chiquilín oriundo del inexistente asteroide B-612?

Le dijeron que no le veían futuro, que lo pensara mejor, que no era algo “serio y para adultos” como su producción anterior. “Saint Ex” (así lo llamaban) insistió y don Reynal cedió, a condición de que ese “extraño texto” (sic) saliera ilustrado, tipo Alicia en el país de las maravillas. Y contrataron a dibujantes que no daban en la tecla, hasta que vieron las tintas y acuarelas que el propio Saint Ex había pergeñado más de una década atrás, en sus días de piloto postal en una lejana república austral llamada Argentina.

El librito entró en imprenta a fines de ese mismo año y apareció, en inglés, en marzo del 43. Críticas zumbonas, una semanita en librerías, y chau Principito: a nadie cautivó. ¿Era posible que Antoine fracasara de tal manera, después de haber triunfado con su novela inicial, Correo del sur, y negociado con la editorial gala de Gastón Gallimard un contrato por siete (7) títulos más? ¿Es posible que un libro concentre toda la vida de un hombre? Sí, y éste es el caso. Ahora, la pregunta umbilical es: ¿cuándo y dónde nació El Principito?

Antoine aterrizó en Buenos Aires en octubre de 1929, junto a sus colegas Jean Mermoz (que en mayo de 1930 atravesaría el Atlántico en avión) y Henri Guillaumet (que en junio de ese año caería en la Cordillera y a quien Saint Ex buscaría desesperadamente, hasta su rescate con vida). Tres “mosqueteros del aire” enviados a inaugurar la Aeroposta Argentina, compañía pionera de este país, con un gerente general de apenas 29 años: sí, Saint Ex. Transporte de correspondencia y a veces de pasajeros: novedad de la época, ya que hasta entonces correo y personas viajaban por barco. Vuelo bautismal: Buenos Aires-Comodoro Rivadavia ese mismo mes, con escalas en los polvorientos aeroparques de San Antonio Oeste (hoy llamado Saint Exupéry) y Trelew, donde le regalaron una foca bebé (retener este dato).

En principio, al joven Antoine no le gustó “la Reina del Plata” porque “los arquitectos volcaron su ingenio en privarla de toda perspectiva”. Se refería, claro, al amontonamiento de edificios céntricos que, como en varias capitales europeas, expresaban una cerrazón que él, más afecto al cielo abierto y a las llanas poblaciones de su anterior servicio en la línea Toulouse-Casablanca-Dakar, no apreciaba. Lo que en Buenos Aires no le impidió estimar “una pequeña ciudadela de chapa ondulada y gente que, a fuerza de tener frío y de reunirse alrededor del fuego, cae muy simpática” (¿el barrio de la Boca?).

Su alojamiento-base fue uno de los 350 departamentos de la Galería Güemes, entre las calles Florida al 160 y San Martín, en el sexto de sus 14 pisos. Fastuoso palacete inaugurado en 1915 y cuya cúpula, la más prominente de la Ciudad con sus 87 metros de altura, figuró como “el primer rascacielos”, hasta que se edificó el Pasaje Barolo, con una cima de 89 metros. Metros más, metros menos, lo cierto es que en los “bulines” de aquel cheto enclave (hoy oficinas arriba y locales comerciales abajo) residían Carlos Gardel y muchos otros figurones de la “movida” porteña de entonces. Y a Saint Ex, rápidamente flechado por el tango (“es una música tan triste…”), no le fue inusual cruzarse con Gardel en el departamento contiguo o en los cabarets Tabarís y Armenonville, que frecuentaba cada noche. Los inventores de mitos urbanos no dudan en suponer que el mentor nocturno de Saint Ex fue el Zorzal. Dato concreto es que al cineasta Luis Saslavsky lo conoció en una librería de la calle Florida, ante tomos en francés a los que el gran director argentino buscaba como fuentes cinematográficas, y que Antoine le ayudaría a comprender. E incluso lo recomendaría a Saslavsky como asesor local de la MGM, cuando su fama aérea y autoral, reunida en Vuelo nocturno, comenzara a ser película de Hollywood, en 1934.

El audaz gerente de la Aeroposta vernácula, soltero, admirado y, según crónicas de la época, “un excéntrico capaz de alojar una foca en la bañera de su departamento” (le fascinaba criar y regalar animalitos levantados en sus raids criollos), tenía un peculiar sentido del humor. Pequeñeces que acaso hagan a eso que los guionistas de cine y tevé llaman “la construcción del héroe”, a Saint Ex le encantaba divertir a sus amigos y amigas (numerosas ellas) con variopintos juegos de prestidigitación, invención instantánea de anécdotas falsas a partir de datos reales aportados por la vasta concurrencia, y cenando opíparamente (su pasión era el puchero), además de ilustrar con sus fotos (al modo de Julio Cortázar, que lo honra en un párrafo de su cuento El otro cielo) ambientes y situaciones que le resultaban risibles.

“Pero, ¿cuándo duerme este fenómeno?”, dicen que decía Guillaumet, pasmado ante ese “amigo del alma” que administraba una red de 15 aeródromos criollos, más sus rutas subsidiarias a Uruguay, Paraguay, Chile y Brasil. Dato futbolero (confirmado): en 1930, un grupo de médicos argentinos lo contrató para que los llevara “volando” a Montevideo, para no perderse la final del Mundial entre Uruguay y Argentina. Derrotado el equipo argie, los malhumorados doctores-hinchas retornaron en barco. Y Saint Ex volvió en compañía de un nuevo amigo: el ingeniero Piacenza, pionero de la aviación comercial charrúa.

Ese año conoció a la que en 1931 desposaría en Francia: la frágil pintora salvadoreña Consuelo Suncín de Sandoval, viuda del escritor Gómez Carrillo (muy amigo de Hipólito Irigoyen), en una conferencia de la Nouvelle Revue Française. Matrimonio con altibajos, separaciones y reconciliaciones, más que nada por las largas ausencias de él, tanto por su trabajo como por sus escapadas físicas e imaginarias. Escritor nocturno, insomne y enérgico, solía madrugar leyendo a grito pelado un relato que se le había ocurrido o describiendo el boceto de un chiquilín rubio enamorado de una rosa presumida, en un asteroide tan pequeño que podía verse la puesta del Sol más de 40 veces. Sí, había recibido las insignias de la Legión de Honor en la embajada francesa de Buenos Aires, pero se burlaba de los adultos e insistía en no querer crecer. Peter Pan honorífico, se autodenominaba “el oso”, y Consuelo era su “pájaro isleño”.

Hace 85 años, en 1932, ya había redondeado su obra más célebre, con dibujos y diálogos en papel membretado del Viejo Hotel Ostende, donde ocupó la habitación 51 del primer piso en los veranos del 30 y 31. Así lo confirman varios de sus biógrafos y la actual gerencia de ese hospedaje de tiempos patricios, remitiendo la posesión de los originales de Saint Ex al municipio de Pinamar, que en el 2000 (centenario de su nacimiento) lo nombró “ciudadano

ilustre”, de lo cual dan cuenta dos modestas placas de bronce dentro del Viejo Hotel. Mito o verdad, mucho se habló del “usufructo” de esos originales por parte de un intendente más dado a obsequiarle propiedades oficiales a sus familiares que a trabajar honestamente por el bien de su pueblo. Incomprobable, cambio y fuera. De manera que El Principito nació en la Argentina. Para no pocos estudiosos, los médanos de Ostende le habrían recordado las altas dunas del Sahara español, donde Saint Ex, tras un aterrizaje de emergencia y delirios de sol mediante, habría soñado con ese blondo chiquilín (idéntico a él de niño) que sació su sed y le salvó la vida. Según otros, esto ocurrió entre estepas y ovejas patagónicas, y de ahí que su entrañable personaje le rogase: “¡Por favor, dibújame un cordero!”. Lo cierto es que en 1946, cuando por fin Gallimard publicó el libro en francés, su autor no pudo leerlo. Saint Ex cayó al mar, en misión de reconocimiento para los Aliados, el 31 de julio del 44.

El 7 de abril de 2004 se hallaron restos de su bimotor P-38 “Mosquito”, matrícula 2734 de la US Air Force, hundidos y despedazados en la costa de Marsella. Justo donde en 1988 un viejo pescador encontró una pulsera metálica que, según él, no llevaba grabado el nombre y grado de Saint Ex (como diría la prensa), sino algo así como la palabra “pájaro” y el código B-612. Misterio su caída, misterio la pulsera, la serpiente podrá morder al héroe, pero éste nunca muere.

 

 

El libro infantil más vendido de la historia

Desde 1946 hasta 2011, se vendieron más de 85 millones de ejemplares de El Principito, seguido de cerca por el boom de El Código Da Vinci y sólo superado por la saga múltiple de El Señor de los anillos (de J.R.R. Tolkien, desde 1954) con 150 millones, o Historia de dos ciudades (de Charles Dickens, desde 1859) con 200 millones, o Diez negritos (de Agatha Christie, desde 1939) con 100 millones. Sigue siendo el libro más leído de la lengua francesa, el más republicado (400 ediciones legales y miles “piratas”) y quizá el más traducido a otros idiomas (mínimo 180, además de 70 dialectos regionales). En la Argentina, años atrás “la París del Sur” de las ediciones extranjeras y latinoamericanas (recordar Cien años de soledad, de García Márquez, en Sudamericana), lo publicó Emecé, por primera vez en castellano, en 1951. Entre los chicos, es el best-seller número uno.

 

 

El Principito versus Juan Salvador Gaviota

En marzo del 2000, Richard Bach visitó Concordia, a orillas del río Uruguay, empecinado en “besar la tierra que pisó Saint Exupéry” en 1929, buscando nuevas rutas aéreas y donde conoció al matrimonio Fuchs y sus dos pequeñas hijas, a las que habría retratado en Tierra de hombres. Bach lo hizo en compañía de Fernando de la Rúa, que no se subió al Pipper del exitoso autor de Juan Salvador Gaviota, tan aviador como su admirado Saint Ex, “narrador que ejerció sobre mí una poderosa influencia, llevándome a escribir y a volar desde muy jovencito”. Por entonces, Juan Salvador Gaviota había vendido más de 40 millones de ejemplares y Bach, desde el aire, disfrutó de las ruinas de San Carlos, lejos de comitivas

oficiales y autógrafos e imaginando a “las dos niñitas que Saint Ex describió”, con “una gran emoción” ante un Principito que consideró “magistral e insuperable”.