El tiempo electoral ha terminado. El “Frente de Todos” logró aglutinar a los diferentes sectores del peronismo y obtuvo la victoria con un 8% de diferencia sobre el oficialismo de “Juntos por el Cambio”.

Para quienes consideramos al peronismo como una fuerza política de carácter populista, de tendencias totalitarias, permisiva con la corrupción y con una larga tradición de falta de respeto a las instituciones republicanas, el triunfo de la fórmula Fernández / Fernández se nos presenta como un retroceso político preocupante. No porque el gobierno de Cambiemos hubiera sido merecedor de elogios y diera solución a los principales problemas estructurales que venimos padeciendo desde hace décadas, sino porque ese resultado supone el fortalecimiento y la vuelta al poder de un sistema político que consideramos esencialmente malo y al que creíamos en declinación.

El resultado fue incuestionable, pero se dio por un margen mucho menor al 16.6% que separó a ambas fuerzas en las PASO y más aun al 20% al que, según algunos analistas, podría haberse ampliado la diferencia.

Es prematuro hacer un análisis de estos resultados. Corresponde a los politólogos la tarea de evaluar los números y tendencias a fin de extraer conclusiones válidas para el futuro accionar de los actores políticos. Lo concreto es que vuelve al gobierno la fuerza derrotada en 2015, aunque lo hace en condiciones muy diferentes de las que resultaron de la puja electoral que posibilitó la reelección de Cristina Kirchner en 2011.

Alberto Fernández ha sido electo Presidente de la Nación con el 49% de los votos, cifra por cierto muy importante pero menor al 54% logrado en 2011 por Cristina Kirchner. Más relevante aún es que en aquella oportunidad, la segunda fuerza (Binner) no pudo llegar al 17%, con una diferencia de más de 37 puntos. La mayoría triunfante no sólo obtuvo un extraordinario apoyo en las urnas, sino que la oposición quedó muy debilitada y el poder se distribuyó sin los contrapesos indispensables para el buen funcionamiento y equilibrio de las instituciones republicanas. Esta situación, de por sí negativa, se agravó aún más por los rasgos autoritarios y arbitrarios de la Presidente reelecta, que ahora, desde su nuevo rol de Vicepresidente, pretenderá mantener, a no dudarlo, una cuota dominante de poder.

Esta vez, “Juntos por el Cambio” ha superado el 40% de los votos y quedó quedado constituida una primera minoría con una representatividad y un peso legislativo imposible de ignorar en la gestión del futuro gobierno.

En las circunstancias actuales cabe la esperanza de que, con el apoyo de las fracciones peronistas no kirchneristas que se incorporaron a la coalición triunfante por su intervención, el Presidente pueda neutralizar a los sectores internos más radicalizados y abrir un diálogo con las minorías y los diferentes sectores de la sociedad que permita lograr los consensos fundamentales que la última experiencia cristinista nunca creyó necesario alcanzar. El “vamos por todo” difícilmente lo volvamos a escuchar en los próximos cuatro años.

Paralelamente, la oposición tiene el deber ante la sociedad de mantenerse unida y, sin especulaciones mezquinas, ayudar al gobierno en todo aquello en lo que haya coincidencias y oponerse con firmeza y respeto institucional  a lo que considere contrario a los intereses del país. En todos los casos deberá llevar a la discusión  propuestas alternativas concretas ya que la oposición se debilita cuando adopta una actitud exclusivamente obstruccionista.

Lamentablemente, la experiencia argentina demuestra que, ante la derrota, los partidos políticos por lo general han sufrido la división y disgregación, facilitando el poder absoluto de la mayoría gobernante e impidiendo el equilibrio político indispensable para poner freno a las tendencias hegemónicas. El riesgo de desunión es mucho mayor cuando, como en este caso, no se trata de un partido consolidado sino de una alianza de fuerzas de distinto origen ideológico y de tradiciones políticas muy diferentes.

El gobierno de Mauricio Macri no supo, o más bien no quiso, convertir la alianza electoral que lo llevó al triunfo en una verdadera coalición de gobierno. Algunos de los sectores del PRO más cercanos al Presidente creían que con su llegada al poder daría comienzo una “nueva política” fundada en la superación de los partidos y las formas políticas tradicionales. El holgado triunfo en las elecciones legislativas de 2017 vino a acentuar estas ideas. El gobierno se fue concentrando cada día más y se debilitó por el alejamiento o marginación de muchos de los miembros que hasta ese momento habían tenido un papel relevante en la estructura de poder.

Sin ninguna duda, es imprescindible y urgente mantener a la oposición unida y consolidada. Para hacerlo será necesario replantear totalmente la dinámica de funcionamiento interno, revalorizar la política y generar un amplio y generoso debate de ideas en búsqueda de un proyecto político alternativo en el cual se sientan representadas y se encolumnen todas las fuerzas que conforman “Juntos por el Cambio”. La democracia no se debilita tanto por los abusos de la mayoría como por la ausencia o debilidad de la oposición y la indiferencia de la ciudadanía.

A este respecto vale la pena recordar lo que el francés Ernest Renan definía como Nación: “una gran solidaridad; una comunidad de ideales; un sentido de pertenencia que fundamenta la voluntad de una vida en común”. Años después, Ortega y Gasset expresaría una idea similar al definirla como “un proyecto sugestivo de vida en común”. Estos conceptos, que son aplicables a una entidad tan amplia y plural como la Nación, no pueden estar ausentes en lo que constituye una fuerza política que se considera a sí misma como representante de una parte importante de la sociedad. La solidaridad, la comunidad de ideales y el proyecto común son las bases  sobre las que debe construirse la unidad de la oposición.

No será fácil, pero es nuestra obligación intentarlo.

Por Daniel R. Salazar