Teatro Colón de Buenos Aires, miércoles 9 de mayo de 2018

Por Ing. Néstor Iglesias

 

Que Rossini es uno de los compositores de ópera italiana más populares no es ninguna novedad. Que el estilo de sus óperas es inconfundible, original, exuberante, también es cosa conocida. Aquellos que amamos este género sabemos que sus obras poseen esas ampulosas escalas crecientes en ritmo e intensidad, a las que se las conoce como “crescendo rossiniano”; también estamos atentos a los brillantes finales que derivan de las mismas. Que entre cavatinas y arias con melodías plácidas asoman frases cantadas a velocidades arrolladoras, con una combinación de palabras e imitaciones de sonidos naturales, ya es algo que solo quienes frecuentan sus óperas cómicas pueden descubrir. Pero al preguntarnos si al Maestro verdaderamente lo apasionaba este género, ¿es factible dar una respuesta concluyente? … De lo que con total seguridad podemos dar fe es que: ¡A Rossini lo cautivaba el arte culinario! En la actualidad ni el melómano fanático más enceguecido pondrá en duda que su apellido es universalmente famoso por la inigualable receta de los cannelloni, antes que por su aporte a la cultura, y tal vez por la responsabilidad que le cupo en que a los peluqueros los apoden “Fígaro”

Tras esta introducción disparatada, no por ello ajena a la verdad, y rememorando nuestros apuntes de finales del año pasado cuando comentábamos la versión de El conde Ory ofrecida por Juventus Lyrica, nos referenciaremos  a los testimonios que daban cuenta de la prolongada residencia del Maestro en París. Decíamos que Gioacchino (con una o con dos letras “c”) disfrutaba todos los sábados oficiando de anfitrión y agasajando a encumbrados invitados con una cena en su casa. Se dice que para tales ocasiones vestía una especie de sotana, indicaba a los participantes del convite que lucieran trajes de gala, y supervisaba personalmente todos y cada uno de los detalles del banquete. Rossini ponía más esmero en el refinamiento de la mesa y en las especialidades gastronómicas que servía que en las puestas escénicas que se montaban en el Théâtre-Italien que por aquel entonces dirigía. Entre los comensales habitués estaban el Barón Rothschild, acaudalado banquero y mecenas, el Barón Haussmann, arquitecto que le cambiaría la fachada a París y que con su apellido serían bautizadas galerías, boulevards y avenidas de la Ciudad Luz; además lo frecuentaban artistas famosos como Franz Liszt,  Félix Mendelssohn y Alejandro Dumas. Se cuenta que a sus veladas acudieron Giuseppe Verdi, Richard Wagner, y alguna vez el mísmísimo  general Don José de San Martín. Seguramente hay algo de verdad, y mucho de fábula.

De la prolífera producción de Rossini se destacan sin lugar a dudas El barbero de SevillaLa cenicienta  y La italiana en Argel, pero compuso otras 36 óperas,  además de 6 misas, un Stabat Mater, 16 cantatas, himnos y coros. Una de las figuras cumbres del belcanto, su trayectoria presenta la curiosidad de que en el punto medio de su vida, a la edad de 37, escribió su última ópera (Guillermo Tell), y en los restantes 37 años, envuelto por la fama y la fortuna, se transformó en un “bon vivant”, administrando el teatro que lo tenía como manager, e ídolo mimado del ambiente musical parisino. Y sin embargo, aquella popularidad en vida se diluyó cuando las vanguardias musicales del siglo XX estigmatizaron sus partituras, acusándolo de compositor que se repetía en adornos y efectos de impacto, que se “auto-plagiaba”, desacreditando totalmente el valor dramático de sus obras y segregándolas al olvido.

En honor a la objetividad, es justo reconocer que en varias de sus óperas se escuchan fragmentos o arias propias reformuladas, e incluso alguna compuesta para tenor que se adapta melódicamente para mezzosoprano, y cosas por el estilo. En tal sentido resulta por demás evidente las similitudes entre “Cessa di più resistere” que canta el tenor Almaviva en el final del “Barbero” con “Nacqui all’affanno” que interpreta Angelina, en La Cenerentola. Pero estas particularidades, que no fueron criticadas como un “delito musical” en otros compositores como por ejemplo en Wagner, quien redunda en varias de sus óperas con similares leitmovis, poco empalidecen la riqueza melódica y armónica de la música rossiniana. Así, basta con apelar a algunas oberturas como las de La gazza ladra, la del mismo El barbero de Sevilla o  la de Guillermo Tell, esta última inmortalizada en los ’60 por el hit televisivo de la cadena norteamericana ABC que en nuestro país se ofreció como “El llanero solitario”, para valorizar la inspiración sinfónica del Maestro. Una cantidad innumerable de arias para todas las cuerdas, como por ejemplo “Largo al factotum della città”, o “Una voce poco fa”, por nombrar tan solo un par de ellas, dan cuenta de la vena artística de este verdadero genio del género.  Claro está, es condición necesaria que los intérpretes posean una técnica y dominio poco comunes para que dichos pasajes luzcan en todo su esplendor; tal vez repose en ello gran parte de los motivos por los que sus óperas serias han sido postergadas.

Los musicólogos más respetados aseguran que Rossini fue el primer gigante después de Mozart, a pesar de no exhibir la línea fina y la delicada sutileza que abundan en las partituras de las obras italianas del genio de Salzburgo; no obstante, descubrimos una personalísima inspiración musical para describir el carácter dramático de la palabra. Refiriéndonos puntualmente a la melodía, la armonía y los tiempos musicales, no están tan explícitamente amalgamadas a las construcciones emocionales de las escenas  en Rossini. Éste arremete de una manera parecida tanto las temáticas serias como las cómicas, repletas de adornos y coloratura, acompañando una construcción instrumental que evoluciona en la búsqueda de la tónica, a la que amaga alcanzar, pero siempre encuentra una nueva variante para el lucimiento del cantante, prolongando la belleza de la arquitectura de las notas cantadas. Es la esencia del belcanto.

Rossini fue un auténtico reformista, que abrevando sin lugar a dudas del clasicismo tardío, sacudió las estructuras tediosas de la opera seria y le imprimió al género soltura y osadía, a tal punto que los más audaces libretistas lo acosaban ofreciéndoles sus textos, sabedores de la riqueza de recursos que el Maestro plasmaba en cada composición.  En una época en la que iban quedando atrás las oportunidades de subsistir a costa de los mecenas, en que la avidez de las cortes por músicos ornamentales no se transfería a la pequeña burguesía alejada de la filantropía, ser poseedor del don de despertar el interés de los empresarios teatrales y de alimentar el ego de los cantantes afamados, hicieron de Rossini el más codiciado compositor de óperas de su tiempo. Sus títulos de opera seria, que encierran un talento diferencial que rápidamente lo destacaron de Cimarosa o Paisiello y lo emparentaron musicalmente con Bellini, Donizetti y el joven Verdi, fueron ignorados y relegados de los teatros líricos. Tal vez influyeron los dichos lapidarios de Beethoven (se dice que el gran “Sordo” sentenció que Rossini nunca debería haber escrito otra cosa que opera buffa), o tal vez fue la dificultad para reunir elencos que pudieran sortear las exigencias de las partituras. Lamentablemente,  por estas latitudes poder gozar con alguna de sus obras no cómicas como “Moisés en Egipto”, “El sitio de Corinto”, “Semirámide”, “Tancredi”, “Otello”, “Guillermo Tell” o “La Donna del Lago”  resulta una utopía.

La Italiana en Argel no es su ópera buffa más célebre, ni la más elaborada. La compuso en 1813, con tan solo 21 años de edad, y según indican los registros de la época, en menos de un mes. Estos datos tal vez sean triviales, pero son una pequeña muestra de lo avanzado que Rossini estaba respecto de sus pares, y a la luz del éxito de sus estrenos deberíamos decir la sensibilidad teatral y la genialidad de su inspiración. Prueba de ello es que el Maestro no tuvo ninguna inhibición en encarar la composición basándose en el mismo libreto que Angelo Anelli  había escrito para la ópera homónima de Luigi Mosca tan solo cinco años antes.

Si bien hay situaciones argumentales poco creíbles y toda una vuelta de engaños “inocentes”, no es la típica trama de enredos que alimentaron varias obras del estilo. Las modificaciones que el propio Rossini hizo sobre el texto, con la presunta ayuda de algún ignoto colaborador, le dieron un fuerte sesgo de nacionalismo con una asombrosa anticipación por sobre los cultores del Risorgimento; ese complejo movimiento cultural, político, militar y diplomático se extendió desde la coronación de Napoleón Bonaparte como rey de Italia hasta la unificación de la mayoría de los reinos en 1861. Fue un proceso histórico apasionante, que inspiró óperas, determinó el destino de varios compositores y tuvo a tres Giuseppes como figuras relevantes: al carismático periodista e intelectual Mazzini, al gran héroe popular Garibaldi, y al abanderado del género lírico Verdi. Nos permitimos un breve intermedio para elaborar una especulación a mero título personal sobre la ópera que nos ocupa.

La temática del “secuestro por los herejes de Oriente” fue tomada por Rossini como el vehículo apropiado para revalorizar el heroísmo italiano y fomentar los incipientes aires de unificación de los reinos que por ese entonces constituían una Italia fragmentada. Los cambios sobre el tema original de Anelli hacen que surja una Isabella con un perfil complejo, por un lado dócilmente enamorada de un pasivo y manso Lindoro, pero a su vez inteligente, astuta y con un carácter férreo, lo que le permite seducir y dominar a un “Bey”, un monarca argelino cuya forma de comprender la vida seguramente estaría modelada por el libro sagrado del Islám, el Corán; al respecto, transcribimos un breve fragmento del mismo, el cual reza: “Vuestras mujeres son para vosotros un campo de siembra; id a vuestro sembrado según queráis. Y adelantad (buenas acciones) que os sirvan”(Cita Corán: Sura 2: Aleya 223).

Al mismo tiempo, los escrúpulos de Isabella están bastante alejados de lo que manda la santa y católica virtud, ya que ella se muestra como la mantenida por Taddeo, quien pretende ser su amante (un maduro señor que la acompaña en el viaje, aunque no se sugiere que “haya pasado algo” entre ellos). Isabella le confiesa y advierte a Taddeo que ella amó a Lindoro antes que a él  (“L’amai prima di te: no’l nego. Ha molti mesi Ch’ei d’Italia è partito: ed ora…”). Lo rechaza y acepta a la vez, a fin de conservar las ventajas, pero “hasta ahí…”; se da cuenta que necesita un aliado para rescatar a Lindoro, su novio.  Algunos estudiosos refieren que la inclusión del personaje responde a exigencias conservadoras de la época, ya que aparentemente estaba muy mal visto que una dama viajara sola, sin la protección de un tutor.

Desprejuiciada, valiéndose de sus armas femeninas seductoras, la heroína se permite manipular a todos a su alrededor, hombres y mujeres, con el objetivo de liberar a su joven amor y a los prisioneros italianos que han sido capturados junto a ella cuando el navío en el que estaban en viaje de placer naufragó, casualmente, por esas cosas que tiene “la magia del teatro”, en el momento y lugar adecuados. Toda esta maniobra queda plasmada cuando Isabella canta el rondó Pensa alla Patria, que es una arenga con la que ella alienta a Lindoro, envalentonándolo como buen italiano que es, para que cumpla con su deber y sea ejemplo de coraje y valor (“ … Vedi per tutta Italia rinascer gli esempi d’ardir e di valor.” ). La cavatina precede a la culminación de su plan, que incluye la burla y la demostración de superioridad europea por sobre el mundo musulmán, aunque distraiga con el mensaje final, rozando casi envidiosa y tangencialmente la misoginia, que refiere a la capacidad que tiene una mujer de para manejar a los hombres a su antojo.

Estamos ni más ni menos que frente al espejo, con la simetría de sexos, de El rapto en el serrallo mozartiano, que ya unos años antes transitaba la Turquerie, una moda que se había impuesto ante la fascinación que despertaba el exotismo de una madeja enmarañada de íconos turcos, otomanos, árabes o norafricanos, desde mediados del siglo XVIII y promediando el XIX. La percepción de las auténticas costumbres islámicas distorsionadas con una visión occidental, estaba impregnada de ornamentos, vestuarios, costumbres imaginadas a partir de relatos fantásticos de los viajeros y peregrinos, no exenta de la penetración cultural europea en Medio Oriente y aledaños y de la búsqueda de nuevos mercados donde colocar la producción.

La invasión napoleónica a Egipto y los escritos de respetados literatos como Lord George Byron o Victor Hugo sobre Medio Oriente le dieron sostén a la expansión desde Europa, que a cambio se nutría con leyendas pletóricas de magia. Ahí, en tierras lejanas, con leyes diferentes, una poderosa superhéroe italiana se transmutaba de víctima en victoriosa, y desplegaba una imagen multidimensional ponderando el amor, la pasión, el coraje y el patriotismo, de una manera graciosa, pero a la vez burlona y cínica. Es pertinente suponer que Rossini tuvo en mente despabilar, tal vez consolar, a las audiencias italianas de la época, ofreciéndoles un símbolo de la Italia eterna, libre, confiada y orgullosa de sí misma, que podía dominar al extranjero (en la realidad Francia y Austria, en la ficción dramática el indefendible e imputable “Turco”). El sueño de “L’Italia unita!”.

La partitura de esta ópera, sindicada como la primera de la etapa de madurez del Maestro, arranca con una obertura que despliega una inmensa variedad de motivos y diálogos entre instrumentos, rubricados con el célebre “crescendo rossiniano”. Es una pieza que inyecta energía espiritual en la audiencia, colmándola de alegre ansiedad por lo que ha de venir. El desarrollo instrumental intenta sublimar aquella “italianità”, con un tratamiento elegante de las voces de Isabella y Lindoro, tornándose más mundano cuando arremete Mustafá, refiriéndonos a los protagonistas centrales. Completamente desprovista de armonías o melodías con reminiscencia de las nativas de las culturas musulmanas, surgen signos de un “proto-romanticismo” que ya ha dejado atrás al Siglo XVIII pero que aún se inspira en Haydn en algunos pasajes, respetándose la forma establecida por el canon para la ópera bufa, con recitativos secos en los que la ausencia de cuerdas le resta dramaticidad al texto, y la rúbrica de la infaltable moraleja final. La gran singularidad de la obra recae en el brillante e impensado finale primo, un gran concertante totalmente original que repitiendo sílabas y sonidos onomatopéyicos referentes a las cuestiones que abruman a cada personaje, convierten al pasaje en un mecanismo  de relojería, de extrema dificultad para sincronizar todas las voces, y ponen a prueba la pericia de la batuta y las capacidades técnicas e histriónicas de los siete integrantes solistas del reparto.

El Teatro Colón de Buenos Aires ofreció L’Italiana en Argel como la segunda ópera de la temporada, volviendo a transitar por el camino del repertorio tradicional, el cual parece ser tan esquivo a las programaciones en los últimos años, al menos en las proporciones pretendidas por el público melómano no especializado o que no está  involucrado profesionalmente en el género. La puesta se encuadró entre dos intenciones explícitas; por un lado la muy conocida “teatro dentro del teatro”, y la otra mostrando a todo el elenco como una compañía de teatro de la época de entreguerras que iría a representar una versión revisteril de la pieza de Rossini en algún lugar. La escenografía diseñada por Claudio Hanczyc estuvo compuesta por mesitas y sillas de un café-concert/salón de un supuesto “Casinò d’Algerie”, según lo anunciaba el vistoso telón en la boca del escenario. El navío que naufraga fue reemplazado por un automóvil que se avería, y todo estuvo enmarcado en una especie de gran bóveda de treillage abierto, como cúpula de un palacio musulmán.

El inicio del espectáculo mostró a Elvira, Zulma, Hally y los eunucos del harén en un cuadro que parecía extraido de la célebre comedia “La jaula de las locas”, del francés Jean Poiret.  Durante el desarrollo de la obra Isabella por momentos actuaba, dentro de la ficción, como una domadora látigo en mano ejerciendo su dominación, y Lindoro se mostraba como un cantante melódico, por quien las jóvenes desfallecían. Mustafá, de elegante smoking blanco, a la manera de un magnate o quizá el director de la compañía itinerante, contrastaba con los brillos, plumas y lentejuelas del conjunto preparado por la diseñadora catalana Mercè Paloma. Taddeo, con un vestido largo y ceñido, quedó homogeneizado con el del séquito de travestis, identificando el  uniforme de Kaimakán con el de una diva; acorde con el libreto, se lo vio incómodo y torpe en sus movimientos.

Los desplazamientos de todos los personajes, pero muy especialmente del conjunto de figurantes travestidos o de gimnastas haciendo ejercicios aeróbicos, fueron caóticos y saturaron el escenario con un exceso de movimientos que, en la mayoría de los casos desviaron la atención que naturalmente la audiencia enfoca sobre los cantantes, incluso en las arias más líricas y de tiempos reposados. El vórtice enloquecido propio del torbellino que rodea al final del primer acto se extendió a varios pasajes, diluyendo la prolija confusión de ese momento de excelencia de la partitura. La iluminación, diseñada por Sebastián Marrero, oriundo de la ciudad de Durazno, Uruguay, ofreció una interesante paleta de tonos, alternando las luces planas muy luminosas con tenues penumbras, en las que los proyectores dirigían un intenso haz sobre quien asumía el protagonismo. En general, la directrices indicadas por el régisseur Joan Anton Rechi, natural de Andorra, poco beneficiaron la obra original de Rossini, y se desviaron hacia una resignificación en la que, su dedicación en marcaciones y gestualidades aparentemente se centró en los pequeños grupos, eunucos, corsarios argelinos, prisioneros italianos, dejando bastante librado a los talentos personales las performances actorales de los siete protagonistas.

Contrastando con lo que los sentidos podían ver arriba del escenario, lo que emanaba del foso fue sumamente agradable. La Orquesta Estable ofreció un sonido equilibrado, aún en las partes de mayor profusión de la orquestación, con una destacadísima interpretación de los solistas que proponen un picante diálogo contrapuntístico entre los vientos. El maestro milanés Antonello Allemandi impresionó con los tiempos que le exigió al ensamble, no dándole tregua en los fragmentos de mayor densidad sonora, como el Finale Primo o el quinteto “Ti presento di mi aman”. En el dinámico duetto “Se inclinassi a prender moglie” y en el magnífico terceto “Pappataci! Che mai sento!” el conductor demostró versatilidad y puso a la orquesta al servicio de las voces, equilibrando las escenas. Se disfrutó de una obertura de magnífica factura, y en ningún momento el “embrollo” dramático contagió al foso; contar con el maestro Allemandi como invitado fue un gran acierto. También debemos destacar el ya acostumbrado impecable desempeño de los cuerpos corales, bajo la dirección del maestro Miguel Martínez, que siempre brindan un canto matizado y con buen empaste.

La mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera, española, nacida en Caracas pero de padres canarios, encarnó el papel protagónico de la ópera. De una rica trayectoria, aquilata éxitos como heroína de su cuerda, en muchos casos acompañada por tenores y directores de máximo reconocimiento (Domingo, Villazón, Armillato, Frühbeck de Burgos, Luisi, Dudamel, entre otros), todos ellos durante la década pasada. Su voz no corrió lo suficientemente bien por la sala, particularmente en las notas graves, y la técnica exhibida para las coloraturas no pareció transitar la mejor noche. Su actuación estuvo dentro de los parámetros referidos a la règie, más arriba comentados.

El joven tenor lírico-ligero español Xabier Anduaga, oriundo de San Sebastián, con 22 años de edad deslumbró con su voz potente, de mucha punta y bello timbre. Su cavatina “Languir per una bella”, con la que arranca su participación en la obra, generó la más efusiva ovación de la velada. Su performance fue parejo a lo largo de la trama, con buena prestación vocal siempre en forte; intentó “apianar” por momentos aunque adoleció de ductilidad para encontrar matices en la emisión. Su juventud, al modesto entender de este comentarista, le permitirá contar con varias oportunidades para formarse y mejorar sensiblemente sus dotes actorales.

Nahuel Di Pierro fue Mustafá. De una capacidad histriónica ilimitada, puso de manifiesto su completo dominio del personaje en todos los aspectos dramáticos. No le fue en zaga su canto; hermoso timbre de bajo-barítono, con impresionantes notas de potencia y sutiles matices de mezza di voce, lució como la voz más importante de todo el elenco. Ya habíamos disfrutado de este joven argentino que está triunfando internacionalmente cuando protagonizó el Don Giovanni de Mozart en el Teatro Avenida, para Buenos Aires Lírica en 2014, con la dirección en aquella oportunidad de la dupla Prudencio/Lombardero. A las cualidades mencionadas se le puede agregar un sugestivo “decir”, pletórico en inflexiones, intenciones, coloratura, y algunos graves profundos muy bien protegidos por el director de la orquesta. Recibió un caluroso y merecido reconocimiento en los saludos finales.

El barítono estadounidense Damon Ploumis fue un correcto Taddeo, mientras que las agraciadas Oriana Favaro como Elvira y Mariana Rewerski en el papel de Zulma completaron los roles femeninos, con buen acompañamiento y entregas acordes a sus antecedentes. El casi ya legendario barítono Luis Gaeta brindó una clase de fino humor y esmerado canto encarnando a Hally, el capitán de los corsarios.

El miércoles 9 de mayo, mientras el gran público se acercaba al teatro para presenciar la función de La italiana en Argel, una profunda angustia colectiva revoloteaba por el ambiente. El fuerte sacudón financiero que oprimía al país, el clima social descompuesto que congestionaba las avenidas que rodean al Colón, los bocinazos y los cánticos que reclamaban reivindicaciones de distinto color y saturaban la atmósfera, se sumaban a la amenaza generada por una seguidilla de lluvias y tormentas que alteraban más de lo común a Buenos Aires. Adentro, la sala presentaba alarmantes huecos, reflejando una moderada convocatoria, poco común para un clásico rossiniano. Bajaron las luces, unos tibios aplausos recibieron al director musical y la graciosa espiritualidad del Cisne de Pésaro se coló por plateas, palcos y las butacas más elevadas, invadiéndolo todo. Fue casi instantáneo; tras los primeros pizzicati  el oboe trazó un dibujo, dando lugar al despliegue de la magia del Andante con el que arranca la obertura. Juro que una serena alegría se apoderó de mí y de ahí en más, envuelto por las vibraciones que genera Rossini, primaron mis deseos de encontrar placer.