En el prólogo de uno de sus libros de cuentos, Somerset Maugham cuenta que solía recibir cartas de personas muy enojadas que se habían reconocido en sus personajes. Ciertamente, contar historias que pasaron en el lugar donde uno ha vivido tiene sus inconvenientes. Muchos más, se podría decir, si la historia trata de un endemoniado. Pero como esto sucedió hace tantos años, confío en que el tema haya quedado en el olvido. Además, entiendo que lo que me perturba solo tiene sentido cuando logro unir pequeños acontecimientos que estuvieron separados entre sí por largos periodos de tiempo.

Aparentemente, cuando nació mi hermano mayor, estuvo los primeros años sin decir nada y hacía cosas como correr impulsado por un complejo movimiento de manos, por lo que mis padres supusieron que era autista o algo así. No sé si consultaron con alguien, ya que en casa todos eran muy excéntricos, pero el hecho es que de pronto, casi de un día para el otro, comenzó a leer los diarios, ponía discos de jazz y aprendió un perfecto inglés en apenas dos semanas. Mis padres, si antes estaban sorprendidos por su hermetismo, ahora lo estaban por su prodigiosa inteligencia. Al tiempo, cuando fuimos ya un poco más grandes, tenía a veces un modo extraño, y relataba misteriosos sueños y pesadillas que con mis otros hermanos escuchábamos entre atentos y espantados. Creo que podría identificar en esos recuerdos de infancia mi tendencia a tener un modo de pensar que abunda en supersticiones.

Alguna vez le pregunté si se acordaba de esas historias familiares, eso de que antes no hablaba y ahora sabía inglés y alemán.

– Creo que no – me dijo -, pero qué diferencia de existencia hay entre ser de una manera o de otra?

– Es un juego de palabras?

Como vio que no entendía, me habló de la novela de Dostoyevsky, del cuadro de Hans Holbein y del niño de Vallecas.

– No sabía que eras tan culto – le dije-.

– Deberías aprender a leer – me dijo él-.

Era verdad, yo estaba en tercer grado y no sabía leer. Al parecer no había sido autista, pero tampoco era tan inteligente.

El Fisherton de aquel entonces era muy solitario. Los días de lluvia, rogábamos para que nos dejaran hacer cosas como ponernos los impermeables e ir a un almacén que estaba a unas cuadras. Casi todas las calles eran de tierra y todos los árboles en las veredas eran paraísos. Al volver, siempre por el mismo camino, ocurría que mi hermano se ponía de pronto muy serio al pasar por una de las casas. Decía que era la casa del brujo. La casa estaba vacía, nunca vimos a nadie en ella, y durante años la llamamos así: la casa del brujo.

Algunos años después, una noche en que mis padreas habían recibido la visita de unos amigos para cenar, escuché que conversaban sobre unos vecinos. Decían que Stella, la mujer del inglés, estaba mal, que estaba sufriendo una crisis nerviosa y que entre otras cosas había empezado a decir que su marido era el diablo.

– La casa del brujo – le dije a mi hermano -, que te parece eso?

– No es la misma casa. Hablan de la familia Perry.

– No es la misma cuadra?

– Sí, pero no es la misma casa. No busqués fantasmas en todos lados.

Más o menos por aquel entonces, yo había empezado a salir con una chica del mismo colegio al que yo iba. Algunas tardes iba a tomar el té a su casa y otras salíamos a caminar sin rumbo por las vacías calles de Fisherton. Una tarde, ya a punto de caer la noche, paseaba con ella de la mano cuando pasamos frente a la casa de los Perry. De pronto unos gritos de mujer y luego una voz de hombre. Me quedé en silencio, tratando de escuchar y de ver hacia adentro de la casa.

– Eso no se hace – me dijo mi novia en voz baja -.

Seguí mirando a través del cerco de plantas y se escuchó nuevamente la voz del hombre, diciendo que iba a salir al jardín a tomar aire fresco. Al abrirse la puerta apareció un extraño animal, aunque se podría decir que solo era una cabra. Sin embargo, como si estuviese frente a la mismísima presencia del mal, la cabra me dio terror. Tal vez fue algo en la manera de moverse. Hay que decir que a mi bella acompañante no le causó buena impresión que yo me asustara tanto, y me sentí mal por parecer un cobarde, pero no podía disimular el miedo que me había entrado en el alma. Al llegar a casa le comenté a mi hermano lo que había pasado, y para mi sorpresa, a él también le pareció raro y fue a hablar con mamá.

– Bueno –dijo mi madre -, ellos tienen campo, posiblemente trajeron un cordero para navidad.

– Para navidad, o sea para regalarle a alguien?

Mi madre hizo un gesto como de pena y no contestó.

Mi hermano se quedó esa noche despierto a esperar a que mi padre llegara de trabajar. Yo ya estaba durmiendo, pero me desperté al oír los ruidos en la cocina. Se podía sentir el agradable olor de lo que estaban cocinando.

– Papá – dijo me hermano -, vas a comer eso ahora?

– Sí.

– Muy bien, un gran sándwich de huevo y panceta, pero con el pan frito en manteca. Sin dudas es una comida muy liviana para la madrugada. 

Al fin se sentaron y escuché que mi hermano le contaba el episodio de la cabra mejor de lo que yo se lo había contado, y con cautela le preguntó además sobre los rumores que corrían acerca de la pareja. Mi padre dijo que ella era una muchacha muy bonita y mi hermano le dijo que eso no tenía nada que ver. Después hablaron de una obra de Bertold Brecht, La boda de los pequeños burgueses. Yo no entendía por qué mi hermano sabía tantas cosas, pero mi padre lo tomaba con total naturalidad.

– Hijo, volviendo al tema, no creo que este muchacho sea tan malo. Puede que la pobre chica estuviera muy sola, eso sí, y me da muchas pena, pero no creo que Perry sea el demonio.

– Y eso del accidente en la ruta?

– No hubo ningún accidente en la ruta. Apenas se casaron Perry no se llevaba muy bien con los padres de Stella y, para congeniar, los invitaron unos días al campo. Perry viajó para buscarlos, pero llamó desde una estación de servicio porque había tenido un pequeño desperfecto con el auto en el camino. Dijo que se iba a demorar en llegar a buscar a sus suegros. Ellos nunca viajaron, los encontraron muertos a la mañana siguiente en su casa, algo con una estufa a leña o a kerosene o a gas, no me acuerdo.

A día siguiente mi hermano me dijo:

– Es raro, pero hay que tener cuidado con los malentendidos. Acordate de los vendedores de naranjas, pensaste lo que no era.

– Eso no tiene nada que ver con esto.

– No tendrá nada que ver, pero aquella vez, hasta que descubriste el malentendido, vos decías que el hombre era un malvado.

Yo le había ido hace un tiempo con otra historia. En un puesto de naranjas había visto a una chica que lloraba en silencio, amargamente. Al lado un hombre fumaba muy serio, mirando hacia otro lado. Le pregunté a la chica si estaba bien, pero contestó con un gesto y siguió llorando. El hombre seguía fumando muy seriamente. Me quedé un tiempo pensando en ese asunto y se lo comenté a mi hermano. El hecho es que un buen día volví a comprar naranjas y me encontré con el hombre que fumaba y le pregunté por la chica.

– Sí, es mi hija – me dijo -. Pobrecita, habíamos comprado el vestido para su graduación, pero hubo un error y no le quedaba, no sabíamos que hacer. No teníamos la plata para comprar otro, pero finalmente Dios nos ayudó, le vendimos el vestido a otra nena y con un poco de plata que nos prestaron pudimos comprar otro.

La soledad de Stella, la casa del brujo y Perry el endemoniado. Creo que estuve un tiempo obsesionado con todo eso. El paso de los años hizo que me olvidara o que entendiera lo exagerado de mis especulaciones. Ahora bien, hace solo unos pocos meses, fuimos con mi mujer a una fiesta de casamiento. Nos sentamos en una mesa con algunos amigos y con un matrimonio que vivía en Buenos Aires y que no conocíamos. Ella dijo que tenía parientes que vivían en Rosario: era prima segunda de Daniel Perry.

– Tengo entendido que Perry murió hace ya bastantes años – le dije -.

– Así es. Se puede decir que era alguien de buena familia – dijo riendo -, y le iba muy bien en los negocios.

– Stella vive – dijo uno de nuestros amigos -.

– No sabía.

– Se compuso – usó esa palabra -, y ahora vive sola en Morrison entre Sánchez de Loria y Colombres.

Me dije a mi mismo que si todo fuera un film de misterio, tendría que ir a hablar con ella. Pero esto era la realidad y eso no podía ser de ninguna manera. El hecho es que ahora otra vez comenzaron a pasar los días y yo no podía pensar en otra cosa.

– Esto sí que no me lo esperaba – me dijo mi mujer -.

Hasta que un buen día, oh casualidad, la encontré regando las plantas del jardín frente a su casa. Claro que como se me había dado por caminar por allí bastante seguido, más que suerte se podría decir que había sido perseverancia. Prueba de ello es que también ya había imaginado una variedad de excusas para hablarle. No me costó reconocerla, a pesar de que ahora era una mujer entrada en años. Al acercarme, pensé que posiblemente era más joven de lo que yo me acordaba, quizá porque mis recuerdos de ella eran de muchos años atrás, y a veces sucede que los niños ven simplemente o niños o personas adultas, pasando de largo a una buena cantidad de jóvenes, colocándolos a uno u otro lado de esa percepción.  

– Buenos días señora.

– Hola – dijo ella en tono amable -.

– Estoy buscando la dirección de una casa en donde vivió un escritor inglés en los años setenta. Parece que en esta calle vivió, casi en secreto, Gragham Greene. De hecho, el cónsul de su novela ambientada en la provincia de Corrientes en realidad vivió acá en Fisherton. Estoy tratando de escribir un artículo para una revista.

Estaba a punto de reprocharme no haber elegido alguna otra conversación mejor que ésta cuando observe que se mostraba interesada.

– Nunca había escuchado sobre eso. No leí el libro pero vi la película. Me gusta mucho leer, pero en mi opinión no hay como la literatura rusa.

Le dije que estaba de acuerdo y hablamos un poco de esto y aquello.

– Disculpe, no es usted la señora de Perry?

– Soy Stella, pero sí, Perry era mi marido.

Me presenté y le dije que habíamos sido vecinos cuando yo vivía en las casa de mis padres.

– Claro, me acuerdo de todos ustedes.

– Es raro, pero no se quienes viven allí ahora.

Inesperadamente me dijo:

– Si estás con tiempo, pasá y te invito con un café.

– Muchas gracias, no quiero molestar.

– No es ninguna molestia

– Entonces acepto encantado ese café.

Entramos y desde un principio no hubo silencios incomodos. Ella preparo el café y hablamos un buen rato de Chejov y después de la vida rural en la época en que ella era chica.

– Mis padres eran de Cañada Rica. Para que sepas, tengo antepasados Querandíes. Nosotros sentimos la llanura como ellos sienten el mar.          

– Ellos los ingleses?

– Claro.

– Perry era argentino no?

– Sí. Estuve casada mucho tiempo. Fueron años difíciles con Perry. Después a él le entró sueño.

Esas fueron sus palabras. Me pareció raro que dijera eso. Me invadió un breve sentimiento de intimidad y le confesé mi secreto de adolescencia, que había escuchado unas voces una noche en su casa y que al ver una cabra me había asustado mucho. Antes de terminar de contarle noté que se había quedado inmóvil, mirándome con los ojos muy abiertos y húmedos. Me vino a la memoria eso de los ojos de un azul desganado que los ingleses llaman gris. Yo no recordaba que era ella una bellísima morena de ojos claros.

– Mil disculpas – le dije -, no fue mi intención incomodarla.

No puedo decir si de pronto rompió en llanto o se estaba riendo, pero me tomó de las manos mientras movía la cabeza suavemente a ambos lados. Por fin se repuso y comenzó a decirme:

– Gracias, gracias, gracias…

Por Nicolás Vila Ortiz