Un cuento de León Bouvier

 

La Gaceta Porteña temblaba en las manos de Manuel, cuando absorto leía la inusual noticia en su pié de página:

El Gral. Mansilla, retorna de su exitosa campaña al desierto, flanqueado por centenares de cautivos y cautivas, rescatados de las tolderías indias.

Continuó con su lectura: La mayoría son mujeres y niños; pero las inesperadas palpitaciones y sus sofocantes bocanadas de aire, evitaron que continuara.

Cerró sus ojos y apoyó su cabeza en el respaldo de su cama, recordando con nostalgia a su pequeña Esperancita, su niñita, corriendo por el campo y saltando con él; y no pudo evitar el de sentirse invadido por el hiriente dolor y perseverante remordimiento, cuando un malón azotó sin piedad a la ciudad de Azul, y arrasó con su modesta almacén y se llevó a su hijita. Su mirada obnubilada y triste, se posó sobre un daguerrotipo, en donde una tierna e inocente imagen de una niña, se destacaba en el regazo de su esposa.

Inesperadamente volvió a renacer su antigua ilusión, de que podía estar viva aún… y que quizás ¡estuviera siendo remitida a Buenos Aires con el ejército liberador!

Esperó con ansias la noticia que indicara la fecha y el lugar de arribo de los cautivos, y siguió con atención los consejos que daban para ayudar el reconocimiento de las pobres victimas: llevar todo objeto que hayan pertenecido o que hubieran estado en contacto con ellas.

Manuel, buscó y encontró una descocida muñeca de trapo, un daguerrotipo familiar y despolvoreó su gaita – a la que trajo de España en su juventud-, que tocaba frente a su cama todas las noches para que lograse dormir.

La cita con los representantes del gobierno y sus liberados, era a las afueras, en la chacra de Los Remedios del pago de San José de Flores.

Manuel junto con los anhelantes familiares, partió en comitiva. Siguiendo las indicaciones de un veterano sargento, fueron guiados a un descampado, en donde desde lejos se percibía un hacinamiento de personas. Los parientes dominados por

sus anhelos y ahogante angustia, comenzaron a correr al encuentro de sus posibles hermanos, hijos y nietos. Manuel no pudo contenerse, y con sus pertenencias en mano corrió a mezclarse entre esa heterogenia y harapienta chusma, formada por mujeres y niños; que inhibidas por su timidez y miedo, se echaban sus enmarañados cabellos sobre su caras para ocultar su terror, y que miraban asolapadas y desconfiadas a los huincas que pretendían examinarlas. Todo el mundo estaba expectante, que alguien reconociera un semblante, una marca o una señal de un cautivo. Pronunciaban rítmicamente nombres y mostraban sus remembrantes objetos familiares. Manuel, descartaba a las mujeres maduras, barones…y solo miraba a las jóvenes, ofreciéndoles su muñequita de trapo, su vidrio fotográfico y su colorida gaita.

Mientras escuchaba gritos de explosiva alegría, por un exitoso encuentro, ambulaba insistiendo a que el destino lo premiara con hallar a su Esperancita, que en un lejano día se la robó de sus brazos. Una y otra vez insistía, pasando sus valoradas pertenencias y reclamando por su nombre; buscando una joven que lo mirara, que delatara un posible indicio, una sonrisa, una palabra. Todo era en vano, se mantenían inmutables e indiferentes, y la ilusión de hallarla se desvaneció de su corazón.

Pernotó al descampado, y cubierto con su poncho se acomodó junto al fogón, rodeado por algunas personas, que en silencio miraban fijo el movimiento furtivo de las llamas, mostrando su abatimiento y frustración. Anocheció, y cuando la angustia lo sumergió en un pozo oscuro y persistente…manoteó su apreciado instrumento, al que su padre le había enseñado a tocar cuando era un chaval en su Galicia natal. Llenó su fuelle ¡con aliento!, y dejó que se escapara su continua y diáfana eufonía, en una melodía de infantil interpretación. Continuó su desahogo, interpretando otras…que fueron de ritmo más alegres, con la intención de amenizar y romper el frio hielo que lo rodeaba. Tocó toda la noche, por propia necesidad y por sentir la complacencia y la correspondencia de los presentes.

Amaneció, tomaron mate con galleta dura; y de apoco, con respetables reverencias fueron partiendo.

Manuel, envolvió su muñeca de trapo junto al daguerrotipo; y cuando estaba acomodando su instrumento en la bolsa, sintió un susurro de una voz femenina y tímida, que pronunciaba: ¡Gaitán!…Sorprendido se dio vuelta de repente, y contempló como una desalineada joven descalza y de curtida piel, señalaba

insistentemente su gaita con su mano extendida, y pronunciado tras una cándida sonrisa: ¡Gaitán! ¡Gaitán!…¡Gaitán!

Manuel de inmediato se paró y sin mediar pensamiento lógico alguno, se lanzó a abrazar a la desfigurada y desconocida joven, que su corazón ¡percibía y vislumbra! Ella quedó rígida e inhibida, entre los brazos de ese extraño hombre que lloraba desconsoladamente sobre su hombro, y sin mediar expresión alguna, continuaba pronunciando ¡Gaitán, Gaitán! El progenitor, pasó su mano acariciando la larga melena de la india…hasta que la detuvo un inesperado bulto que llevaba colgado en su espalda. Percibió que era blando y cálido, y que dos ojitos negros y vivaces de un indiecito, resaltaban en su cobreada piel. Embelesado, le acarició con dulzura sus colorados cachetes, y lo apretó junto a su pecho con su hija recuperada.

Perdió la noción del lugar y del tiempo…miró una bandada de pájaros que pasó raudamente por el cielo, y escuchó el graznido de un chajá junto a la suave voz de su hija, que continuaba nombrando al reconocido instrumento.

De repente, fue alertado por los gritos de un indio joven, que montado en un potro revoloteaba su poncho y vociferaba insistentemente: ¡Ainke! ¡Ainke!

La india, se deslizó de los brazos de Manuel casi sin que lo percibiera, y corriendo con premura y sujetando a su hijito, extendió una mano, y el impasible indio la elevó hasta el anca del caballo. Hincó sus talones en la verija del potro, y en veloz partida se lanzaron hacia la llanura. El recuperado padre y anoticiado abuelo, resignado se quedó contemplándolos, como se hacían una sola, fugaz y borroneada imagen tras el horizonte… para siempre.

Sabía que no volvería a recuperar a su Esperanza, pero también sabía que llevaría eternamente ¡cautivo en su alma!, el dulce recuerdo de la única palabra que pronunció: ¡Gaitán! ¡Gaitán!