Por Leonor Calvera

Una y otra vez aparecen en un lugar destacado de las culturas los imperativos de solidaridad, paz, amor, alegría. Y mandatos contra la violencia, la agresividad, el odio.

Al mirar hacia atrás. Muy atrás en el tiempo, se vislumbra que, hace alrededor de sesenta siglos, por diversas razones se produjo un quiebre en el paradigma materno-lunar que daba forma a los entramados sociales. Los ascendentes dioses solares usurparon el campo simbólico anterior, expropiaron sus parámetros culturales e instalaron una nueva cosmovisión. Esta forma de concebir e interpretar el mundo conllevaba un fuerte sentido del poder, junto con un complejo de violencia, autoridad, desmesura y pérdida de la atención y el cuidado colectivos.

Las mujeres resultaron ser las primeras y más perjudicadas de la larga lista de las víctimas del patriarcado. Desde la noche de la prehistoria se ha procurado borrar la alteridad femenina, subsumiéndola en voraces patrones masculinos.

Primero fue la madre-tierra, después la naturaleza a dominar, luego la custodia principal de la descendencia, Y siempre espejo subordinado del varón triunfante, sujeta a patrones que la fueron alejando de ser un sujeto autónomo definitivamente distinto al modelo patriarcal. De resultas de ese atropello al género, el concepto de sexo, que hubiera debido tener un valor operativo parcial, se convirtió en una dialéctica explicativa, integral, de consecuencias nefastas para el desarrollo de la cultura humana.

A pesar de innumerables intentos en contrario por parte de las mujeres, fueron quedando excluidas de la formación de las grandes directrices de las civilizaciones. El guerrero depredador original instauró las pautas de dominio-sumisión en las distintas esferas del quehacer humano, pautas que habrían de mantenerse hasta la actualidad con las variantes necesarias para su triunfo perdurable.

El nuevo paradigma que instaló el patriarcado portaba insita la semilla de la violencia. Una violencia explícita cuya forma extrema es la guerra y una violencia tácita encaminada a la permanencia en el logro de los objetivos propuestos.

El desenvolvimiento de las civilizaciones estuvo jalonado por constantes conflictos bélicos, en tanto los tiempos de paz alimentaban concepciones que sólo podían desembocar en nuevos enfrentamientos y combates. El lenguaje, espejo de las culturas, no

registra palabras que se opongan a la violencia, vale decir, no se conoce un estado que no lleve implícita la violencia.

La memoria rescata diversos esfuerzos para evitar el estallido de actos o prácticas que lleven a la dominación – o más – de personas o grupos. Los mandamientos religiosos, las mandas jurídicas, las penas jurídicas van en el sentido de impedir el desborde violento. Sin embargo esos recaudos, en muchas ocasiones, tienen el sentido de buscar la paz preparando la guerra. Se insertan de modo funcional a los sistemas, perjudicando o induciendo al daño por la índole misma de su metodología.

En la consolidación de la idea de individuo surgida a partir del Renacimiento, los valores que acompañaron ese proceso, y que formaron parte de la crianza y la educación, fueron en el sentido de reafirmar a toda costa el ego personal. El individuo quedó separado de los otros construyendo una atalaya única, Las corporalidades, como lo señala Le Goff, comenzaron a distanciarse entre sí, tomando un protagonismo inédito. Las obras de arte, hasta entonces anónimas, comenzaron a llevar el nombre de sus autores.

Los demás ya no eran semejantes sino extraños dispuestos eventualmente a ensanchar su lugar, apropiándose del ajeno. El prójimo dejó de ser confiable para transformarse en una fuente de zozobra. Los nuevos modos de producción, la construcción de grandes ciudades, el nuevo urbanismo no hicieron sino acelerar ese proceso de soledad. Soledad física y soledad ontológica, donde cada uno se fue transformando en el único garante de sí mismo.

Esa línea de pensamiento se fue profundizando modulada por el privilegio de la fama, el éxito personal, que exalta la juventud y la belleza, el poderío económico, lo material, el placer. Cada cual es lo que tiene y tiene sin importar muchas veces la ruina que siembre en el camino. Búsqueda de la acumulación material que tiene su correlato en el despertar, o acentuarse, de los sentimientos de codicia e impiedad por un lado y de resentimiento y envidia por otro.

En lo general, la acumulación de riquezas de grandes grupos en desmedro de poblaciones enteras, la apropiación de recursos naturales sin importar las consecuencias, y la lucha permanente de grandes masas populares por tener un lugar digno bajo el sol son otros tantos factores que han ido construyendo un clima cada vez más enrarecido de violencia.

El intento más disímil en la obtención de un logro político pacífico tal vez sea la táctica gandhiana. El principio de esa metodología se sitúa a comienzos del siglo XX, Los británicos no sólo gobernaban la India sino que imponían todo tipo de condiciones al comercio, entre otras, se apropiaron de la producción de sal, que hasta entonces había sido un acto libre del pueblo, Alrededor de 1930, Gandhi, que ya había sido encarcelado varias veces por manifestaciones públicas, encabezó la Marcha de la Sal en contra de la dependencia económica que eso suponía.

El Mahatma – el “alma grande” – Gandhi, se oponía a toda forma de violencia, apelando en su accionar a la desobediencia civil. Ésta sería el tronco de sus campañas posteriores por la independencia de la India. Sus huelgas de hambre y su prédica constante de la no violencia le fueron ganando el respeto moral de la población y el asombro del mundo entero. Lo cierto es que este “pequeño hombre débil” – como lo llamara Romain Rolland –  “levantó a 300 millones de hombres, estremeció al Imperio británico y creó el movimiento más fuerte en la política humana desde hace casi 2.000 años.” Mediante esos métodos no-violentos, la India consiguió su independencia en 1947.

La palabra clave de Gandhi era ahimsa, una palabra sánscrita que, más que no violencia significa “sin daño, no daño.” El propio Mahatma decía que estaba en el corazón de todas las religiones, no sólo en el jainismo que profesaba – cuyo eje principal es el respeto a todo lo creado – sino igualmente en el cristianismo, el islamismo, el judaísmo.

Violencia física, violencia social, violencia psicológica. Las mujeres conocen muy bien la violencia. La violencia histórica del patriarcado que ha hecho víctima al género de la más amplia gama que se conozca de negaciones, oscurecimientos, apropiaciones indebidas. Víctimas de la guerra y víctimas de la paz, las mujeres han sido usadas para mayor gloria de los valores patriarcales. Valores que tienen que ver con el poder, con el triunfo personal, con el imprimir el propio sello en el prójimo sin tomar en cuenta sus necesidades ni apetencias.

El género mujer ha recorrido un largo trecho, pero todavía responde a patrones similares a los patriarcales ya que sus valores específicos -que se han mantenido presentes en el género desde los tiempos de las grandes diosas- no se reflejan en lo público general.

La preocupación por el entorno, la armonización frente a posiciones opuestas, el sacrificio hasta de la propia vida por los otros fue trazando un esquema del cuidado y la atención, una conducta unitiva de comprensión y respeto que se yergue como una propuesta insoslayable para contener la violencia que, hasta ahora, ha tenido soluciones parciales y momentáneas.

En el retroceso del belicoso principio masculino y el avance del femenino se encuentra el núcleo que permitirá desarraigar la violencia. A las puniciones y castigos que engendran más lágrimas y muertes en un estado bélico infinito debe oponerse el no daño, el ahimsa la resistencia pasiva, la atención hacia el prójimo, la tolerancia y el diálogo.
Leonor Calvera (egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires) es profesora universitaria, ensayista, poeta, crítica literaria y traductora de sus idiomas originales de textos sagrados orientales como el Dhammpada y el Bhagavad Gita.  Miembro de Honor de la  Asociación Junguiana Argentina (AJA). Especialista en estudios de género y religiones comparadas. Cofundadora e integrante del Grupo Némesis que tiene por objetivo explorar los temas que no ocupan con frecuencia el centro de la “cultura oficial.” Jurado en la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) Entre sus numerosos libros publicados destacamos: “Diosas, brujas y damas de la noche”; “El paso de la muerte”; “Historia de la Gran Serpiente”; “Camila O´Gorman, el amor y el poder”; “Las fuentes del budismo”; “Comentarios al Tao Te King” y “Pensamientos en red.”