VIRGILIO Y NOSOTROS

Versión escrita de la conferencia pronunciada por el Doctor Hugo Francisco Bauzá el 25 de octubre de 2017 en el marco de los Foros en el Club del Progreso de los días miércoles[1].

¿Qué sentido puede tener para nosotros ocuparnos del poeta Virgilio, muerto hace poco más de dos milenios? ¿Tiene vigencia su pensamiento? ¿Qué pude decirnos el Poeta de Mantua para esclarecer nuestro mundo, complejo, agitado por un sinnúmero de problemas? Para responder a esta pregunta y para remitirme a su posible vigencia recurro a un trabajo de Theodor Haecker, Virgil Vater des Abenlandes[2] y al parecer del poeta Thomas Stearns Eliot, premio Nobel de Literatura (año 1948).

Haecker explica que en tanto la obra de Virgilio dio sustento a la cuenca semántica sobre la que se asientan los valores europeos puede ser considerado “Padre de Occidente” y así es, precisamente, como titula su notable trabajo. De ese modo, apoyándose en la conocida declaración del abogado y sacerdote cartaginés Tertuliano -que juzgó a Virgilio un anima naturaliter christiana ‘un alma naturalmente cristiana’, el estudioso entiende que, por esa causa, el autor de la Eneida favoreció el ámbito espiritual sobre el que se edificó lo que hoy llamamos la cultura occidental.

Si bien Virgilio (Mantua, 70 – Brindisi, 19 a. C.) por lógicas razones temporales no pudo conocer el cristianismo, la piedad y solidaridad para con el prójimo que emanan de su obra justifican la manera como el citado Tertuliano lo entiende. Esa declaración se vio acrecentada cuando en el Concilio de Nicea (año 325), primer Concilio ecuménico de la Iglesia Católica, el emperador Constantino recitó en traducción al griego[3] -que es la lengua fundante de la Iglesia (los Evangelios están en esa lengua)- la Bucólica IV, composición famosa en la que el poeta celebra el nacimiento de un niño “divino”, acontecimiento entonces esperanzador luego de las guerras civiles que devastaban Roma, nacimiento enmarcado por el retorno de Virgo, la constelación zodiacal.

Virgilio habla de un niño “divino” -refiriéndose probablemente al hijo de su amigo Asinio Polión, que acababa de nacer- hecho que acontecía con el retorno de Virgo, la citada constelación, según dije. Pero al interpretarse Virgo por Virgen, se dedujo erróneamente que el poeta había prenunciado el arribo de Cristo.

Debido a esa circunstancia fortuita el mantuano fue tenido por profeta y considerado como tal durante el Medievo, así, pues, lo explica un memorable trabajo de Domenico Comparetti[4] en el que, entre otros hechos curiosos, se recuerda que en las procesiones medievales llevadas a cabo en los atrios de las iglesias, la imagen de Virgilio aparecía tras las de los profetas del Antiguo Testamento y las de las Sibilas, confiriendo al vate el papel de augur de la Buena Nueva.

En cuanto a Eliot, al explicar “qué es un clásico”[5], destaca que Virgilio es el clásico por antonomasia ya que su obra fue valorada en la Antigüedad, considerada luminosa en la Edad Media, tenida como canon durante el Renacimiento, justipreciada por los románticos y modelo en ciertos autores de la modernidad, razones por las cuales se impone como artífice de un arte siempre renovado cuyo mensaje, más allá de sus cualidades poéticas, vale por siempre. El hecho de que Eliot pronunciara esa conferencia a poco de concluida la Segunda Guerra Mundial sugería la obra de Virgilio como pilar simbólico sobre el cual reconstruir el fundamento de una Europa devastada por la citada contienda.

Eliot subraya  asimismo que, contrariamente a lo que pueda pensarse, la designación de clásico no puede caberle a Homero ya que durante el Medievo, en Europa, se había abandonado el estudio de la lengua griega, por lo cual el cantor de la Ilíada fue obliterado durante ese período; se lo conocía, sí, pero en traducción latina en la muy nombrada versión de la Odisea de la pluma de Livio Andrónico.

El griego clásico revivió en el Viejo Mundo durante el Renacimiento, luego de la toma de Constantinopla por los turcos otomanos (año 1453) cuando los sabios que conocían esa lengua emigraron a lo que hoy es Italia; al respecto, por sólo dar un ejemplo, destaco que la editio princeps de la obra de Sófocles apareció en el año 1502 de manos del impresor Aldo Manucio, fijada a partir de un códice de la Biblioteca San Marcos de Venecia, lo cual significa que, con antelación a esa fecha, habría resultado difícil, por no decir imposible, la lectura del trágico griego en tierra itálica en su lengua original. Hubo, con todo, algunos antecedentes de la enseñanza de la lengua griega en Florencia siendo Boccaccio (1313-1375) de los primeros humanistas en conocerla; destaco, por ejemplo, que Dante y Petrarca no tuvieron acceso a ella.

A los ejemplos de Haecker y Eliot que he mencionado añado que al leer la obra de Jorge Luis Borges advertí que en tres momentos nuestro poeta consigna: “Mis noches están llenas de Virgilio” lo que nos lleva a pensar que por la mente del escritor se han deslizado, aunque de modo subliminar, los versos del poeta de Mantua, versos que Borges habría aprendido en su juventud cuando cursaba su baccalauréat en el liceo Jean Calvin de la ciudad de Ginebra. Sobre ese asunto tuve ocasión de oírle declamar, hace ya varias décadas, en el Instituto Italiano de Cultura de Buenos Aires, el famoso fragmento del libro VI de la Eneida que conocía par coeur desde sus juveniles años ginebrinos; me refiero al pasaje que principia: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram

‘Iban obscuros, bajo solitaria noche, a través de la sombra’ (VI 268), que remite al momento, tan sublime como virtual, en que Eneas acompañado por la Sibila cumana emprende el descenso al mundo de los infiernos (Borges hizo alusión al artificio de la doble hipálage sugerida por Virgilio).

Constituyen su obra diez poemas bucólicos, comúnmente denominadas Églogas, cuatro Geórgicas, el poema épico llamado Eneida, amén de un grupo reducido de composiciones conocidas como Appendix Vergiliana, de discutida autoría, sobre una de las cuales volveeré.

Sus biógrafos coinciden en señalar que compuso las Bucólicas entre los años 42 al 37; las Geórgicas entre el 37 y el 30 y la Eneida desde el 30 hasta su muerte, ocurrida en el 19 como he dicho; también concuerdan en que el poeta en su lecho de muerte pidió a su amigo Plocio Tucca que, si algo llegaba a sucederle, quemara el manuscrito de la Eneida pues le faltaba el labor limae, es decir, el pulido final. Su amigo, poeta como él, no pudo cumplir con el deseo de Virgilio ya que, por mandato de Augusto, debió darlo a conocer tal como el mantuano lo había dejado, con poco más de una veintena de versos inconclusos -o, acaso, deliberadamente inconclusos puesto que su no conclusión parece sugerir un mensaje; en ocasiones resulta de más valor lo que se sugiere que lo que se expresa con palabras-. La excusa resulta algo pueril, ¿cómo ha sido posible que el vate de Roma haya querido destruir una composición que venía elaborando desde hacía algo más de diez años, sólo porque le faltaba “pulir” unos pocos versos?

El novelista Hermann Broch, en un trabajo notable –Der Tod des Virgil[6], da como explicación el hecho de que Virgilio habría entrevisto el Lógos y, siendo el Lógos inefable, entendió que su obra estaba de más; cabe que uno se pregunte ¿y por qué entonces no pidió que también quemaran sus Bucólicas y Geórgicas?, seguramente por la sencilla razón de que éstas, ya publicadas, corrían en boca de todos los romanos habiendo cobrado notoria celebridad.

La obra de Broch es un denso trabajo en el que el novelista muestra, con admirable vuelo poético y ontológico a la vez, el proceso por el que, tras la muerte, transita el personaje hasta alcanzar su eterización, vale decir, devenir éter para así, disuelto en las auras siderales, alcanzar la absoluta y suprema libertad.

En un trabajo que la crítica juzgó novela-filosófica[7], tuve la osadía de aventurar otra hipótesis respecto de la muerte del vate de Roma; me refiero a Virgilio. Memorias del Poeta. Una biografía espiritual[8]. En él planteo que, atento a que el poeta de Mantua nunca quiso componer la Eneida -hay testimonio de su recusatio a Augusto-, sin embargo, muy en contra de su voluntad, se vio obligado a redactar el poema en el que se alaba a la gens Iulia a la que pertenecía Augusto. Esa circunstancia, tal vez,  ayudaría a pensar por qué, en la hora postrera, habría encargado a su amigo quemara el poema.

Sabemos que Tucca, por orden de Augusto, debió publicarlo tal como lo dejó Virgilio, sin quitar ni añadir palabra alguna. Además de las razones aludidas respecto del deseo de quemar la Eneida, entiendo que deben de haber operado también otras. Así, por ejemplo, Virgilio, en el fondo de su naturaleza un campesino y por tanto un ser volcado pacíficamente al mundo de la tierra, al haber meditado en el ocaso de su vida sobre los crímenes cometidos por Augusto, no se sentiría feliz de haber alabado por compromiso a la familia imperial y por ese motivo, a punto de morir, habría querido condenar a las llamas la referida composición. El Princeps tenía el imperio en el terreno de lo material, en tanto Virgilio como poeta, lo poseía en el del espíritu.

A Augusto, a la postre, no le interesaba ni le preocupaba el poeta, lo que verdaderamente le importaba era la Eneida ya que esta composición, laudatoria respecto de su persona, habría de permitirle ocupar en la historia un sitio de privilegio, tal como sucedió. ¿Qué sería hoy de Augusto y de la gens Iulia si no contaran con los versos celebratorios de Virgilio y Horacio?

Quiero decir que si nos atenemos al deseo de Virgilio de quemar los rollos papiráceos que contenían la epopeya, sólo habría querido transmitirnos sus Bucólicas y Geórgicas. Dejo de lado en consecuencia en estas páginas el poema consagrado a Eneas y paso a sus otras composiciones.

Las Églogas o Bucólicas son diez pequeñas piezas poéticas -cinco monologadas y cinco dialogadas- que compuso imitando los Idilios de Teócrito; en ellas, mediante un lenguaje sencillo, aborda temas sustanciales: el amor, la muerte, la poesía, la posible vida post mortem, la transfiguración. En tales composiciones supera el alejandrinismo de su modelo ya que su poesía se orienta al tratamiento de motivos de más vasto alcance, cantados estos con sobriedad y maestría. Son composiciones breves, pequeñas pinturas que se destacan por su sorprendente musicalidad que compuso por sugerencia de su amigo Asinio Polión.

Tales poemas pertenecen al primer período de su producción poética y en ellas se advierte un tono sencillo que evoca, con tono elegíaco, la campiña mantovana. Entre los tantos logros vertidos en esas composiciones Virgilio expresa, no sin dolor, la tarde que se apaga y con ella, el paulatino ocaso del día, simbólico prenuncio del declinar de las cosas (lo hace a través de imágenes de gran valor expresivo)[9]. Queda patente en estos poemas, la nostalgia, vale decir, la aflicción irremediable por lo que fue y no vuelve, y con ella, la nota enfermiza del recuerdo.

 

Estas composiciones adquirieron pronto notoria fama y una de ellas, la famosa Bucólica VI, fue dramatizada en uno de los teatros de Roma por Cytheris, una muy renombrada liberta que luego fue amante del poeta Galo y, con el tiempo, de Marco Antonio. Cuenta la tradición que durante esa representación Virgilio ingresó al teatro con sigilo tratando de pasar desapercibido y que cuando alguien advirtió su presencia, lo puso en evidencia por lo que el público, en señal de homenaje, se puso de pie. Entonces sólo se tributaba al Princeps ese tipo de honores por lo que -se conjetura- ese hecho podría haber despertado celos en Augusto quien, se sabe, era un poeta frustrado (restan de él unas pocas composiciones de muy escaso valor poético).

En cuanto a las Geórgicas, se trata de cuatro composiciones referidas al campo que compuso a pedido de Mecenas -dice en ellas que responde a haud mollia iussa ‘tus no débiles mandatos’ (III 41)-. Ello obedeció a que, licenciadas las tropas con el propósito de poner fin a las guerras civiles, era necesario orientar a los viejos soldados a las labores campesinas. Pero, en tales circunstancias, ¿acaso podía el poeta desatender los “mandatos” de quienes detentaban el poder, máxime habiendo sido favorecido por ellos mismos?, la interrogación resulta retórica. No desatiende el pedido, pero lo hace confiriendo a tales composiciones una orientación más vasta, como veremos.

Para una mirada superficial las Geórgicas resultan un tipo de poesía didáctica nacida a partir del influjo de los Trabajos y Días de Hesíodo, pero es indudable que Virgilio trasciende ese impulso inicial proyectando su carmen a temas de más alto quilate.

Estas composiciones corresponden al segundo momento poético de Virgilio -el primero signado por la Mantua natal; el segundo, Nápoles; el tercero, Roma-. El poeta se ha trasladado a la Campania donde vive en la uilla del epicureísta Sirón, al margen de la agitación política del momento. El anciano es un maestro no sólo en el campo del conocimiento, sino en la forma de vida. Su uilla parece que era simplemente un huerto, como el mítico kêpos ‘jardín’ de Epicuro, donde recoger vegetales con los que sustentarse; en él los acólitos a la secta llevaban una vida retirada tendente al logro de la ataraxia es decir la imperturbabilidad. Para alcanzar ese estado debían abstenerse de las pasiones ya que éstas turban el alma. Así, pues, en el kêpos de Sirón estaban prohibidos la política, el amor y la poesía pues éstas producen inquietud y desosiego. Es de esos inicios cuando el poeta, en una de las composiciones de lo que se denomina Appendix Vergiliana, da su adiós a las Musas (a las que llama con la voz latina Camenae) ya que ahora se debe a la verdad, “sin embargo-dice el poeta- venid a visitar mis escritos de vez en cuando y en contados casos”.

Vale decir que en determinado momento de su vida habría tenido una crisis vocacional -¿poesía o filosofía?- orientándose por el saber filosófico, pero sin desdeñar del todo la poesía, a la que se entrega plenamente tras la muerte de su admirado y querido Sirón (a quien, se dice, retrató con admiración en la imagen del Senex corycius de la Geórgica IV (vv. 116-148).

Sobre estos poemas geórgicos deseo detenerme en dos cuestiones que considero capitales: el problema del epicureísmo y el final órfico.

. Cuestión: lo epicúreo.

La Vita de Virgilio (i. e., Suetonio-Donato) señala que el poeta asumió la toga viril el día en que cumplía quince años, es decir, en el 55 a.C., “y que fue exactamente en el mismo día en que murió el poeta Lucrecio, tal como apuntamos en otro sitio.[10] Ese hecho está expuesto luego de haberse narrado diversos prodigios y, por tanto, la circunstancia de la coincidencia de la muerte del gran poeta de Roma y el nacimiento de otro gran poeta, no habría que entenderla stricto sensu, sino en sentido figurado. Como si dijéramos, muerto un gran poeta, asumía la toga viril, es decir, entraba en mayoría de edad, otro gran poeta para sucederlo. Y así, pues, es como parece que deberíamos considerarlo.

Lucrecio es el poeta cuyo De rerum natura vierte en incomparables hexámetros la doctrina materialista de Epicuro -que expresa que el mundo está constituido sólo por átomos y vacío-, concluyendo el poema con el tema del “triunfo” la muerte inmortal.

Y es como si Virgilio en sus Geórgicas recogiera el mensaje lucreciano indicando que si bien hay muerte, tras ella hay una sobrevida o transfiguración lo que parece erigirse como el aspecto más profundo, simbólico y relevante de estas composiciones agrícolas.

En el libro I se habla del asesinato de César pero, sobre ese magnicidio, recuerda que dos años más tarde, cuando se celebraban fiestas en su honor, un cometa surgió en el firmamento, al que los arúspices interpretaron como el alma de César que, llamada desde el Olimpo, adquiría una nueva vida, y por ello fue deificado.

En el II los pastores han ido al campo y por descuido olvidaron unas briznas encendidas las que, cobrando vigor, incendiaron vorazmente el bosque; empero, alguna yema no dañada permite que aquél se recomponga.

En el III se alude a la epizootia, una peste traída por el viento que diezma el ganado y cuando parece que todo está perdido, el poeta incorpora una fábula de origen egipcio según la cual la osamenta de un animal puede dar cobijo a un conjunto de abejas y generar un nuevo colmenar. Digamos que, en los tres casos, tras la muerte hay una suerte de sobrevida o transfiguración. La referencia a las abejas da pie al libro IV que gira precisamente sobre la vida maravillosamente armónica de esos insectos.

Cuando Aristeo, el apicultor, desesperado, recurre al dios Proteo para que le revele por qué sucumben sus enjambres, éste le explica que es porque expía un crimen: ha sido el causante de la muerte de Eurídice y los manes de Orfeo claman por venganza.

 

2ª. Cuestión: lo órfico.

Sorprende sobremanera que el poeta anteponga al vasto friso de toda su obra la Bucólica de los pastores Títiro y Melibeo cuando no es la primera de sus composiciones desde el punto de vista cronológico. Ésta se inicia con una lograda imagen órfica: el pastor que enseña a las selvas a que repitan el nombre de su amada.

Remite con esa acción al valor órfico, es decir, metapoético del lenguaje o, en otros términos, al poder taumatúrgico o de maravilla de aquél, capaz de encantar a la natura toda mediante la melodía del pastor. Ante ella, el ganado, subyugado, abandona alimentarse, los arroyos detienen su curso y hasta los árboles, conmovidos, sacuden sus copas. Con esta acción Virgilio remite al mito de Orfeo, vate tracio quien con su canto y su lira tiene la dýnamis de conmover a la naturaleza en todas sus especies, incluso a los dioses infernales.

Y sorprende de igual modo que cuando clausura su corpus poético con la Geórgica IV, lo haga también con una referencia a Orfeo, un epýllion de hondo contenido emotivo (dejo de lado el caso de la Eneida por las razones mencionadas supra).

Vale decir que el poeta inicia su peregrinaje lírico al amparo de lo órfico y lo clausura también con referencia al memorable cantor de Tracia. Ese asunto ha sido explanado con brillantez por Marie Desport en una obra que ya forma parte de los clásicos: L’incantation virgilienne. Virgile et Orphée.[11]

No puedo substraerme a la tentación de no citar el desolado lamento de Eurídice cuando Orfeo, al darse vuelta ante el llamado de la amada que está en los infiernos, desobedece el mandato de los inmortales y, en consecuencia, pierde a Eurídice para siempre:

“¿Qué locura, Orfeo mío, qué locura tan grande -exclamó Eurídice- te perdió

Y me perdió a mí, infeliz? He aquí que de nuevo los crueles hados

Me hacen volver y el sueño cierra mis ojos, que vagan.

Y ahora, adiós: me arrastran, rodeada de ingente noche

Tendiendo hacia ti, ¡ay!, sin ser tuya, mis manos impotentes”.

(Geórg., IV 494-498; la traducción nos pertenece).

Tras estos versos, tan patéticos como memorables, no resta más que silencio, un silencio conmovedor.

¿Qué rescatamos de Virgilio? ¿En qué aspecto su mensaje poético puede iluminarnos?

Dejo de lado valores específicos de sus creaciones -una musicalidad inimitable e imágenes sorprendentes, entre otros logros- para atender a la búsqueda de la armonía, de la conciliación, al denuesto contra la guerra y a su reiterada negativa a exaltar a Augusto en un poema a cuya composición siempre se negó.

Si bien por ineludible presión del Princeps cumplió con ese “mandato”, en el momento postrero, pidió a su amigo Tucca, poeta como él, quemara los papiros que contenían la Eneida, según señalamos. Imaginamos que en el instante luminoso que precede a la muerte, habría visto con claridad el costado sombrío de Augusto -hombre de crueldad extrema, pese a la supuesta “Paz romana” inaugurada durante su Principado-. Augusto, en consecuencia, no era digno de ser alabado y, por tanto, el poema que, reitero, bajo presión le había compuesto durante los últimos años, debía ser destruido.

La recusación postrera de Virgilio, entre otros aspectos valiosos de su mensaje, da muestra de un proceder ético que es el que siempre debe orientar cada una de nuestras acciones.

 

[1] Para volcar al papel la conferencia que oralmente diera en el Club del Progreso he tomado como base el texto de la que dictara en la Universidad Católica de Salta el 31 de agosto de 2017.

[2] Existe versión española: Virgilio padre de Occidente, trad. Valentín García Yebra, Madrid, Sol y Luna, 1945.

[3] Así, pues, puede leerse en la Patrología de Jacques-Paul Migne donde están recogidos los escritos de los Padres de la Iglesia.

[4] Virgilio nel Medioevo, 2 vols., Florencia, La Nuova Italia, 1981.

[5] Lo hizo en la conferencia “What is a Classic?” dictada en la Virgil Society (Londres, 16 de octubre de 1944). Gracias a la señora María Kodama, al consultar la biblioteca personal de J. L. Borges, encontré un ejemplar de esa conferencia que nuestro poeta tenía en lengua inglesa.

[6] Existe traducción española de Arístides Gregori (La muerte de Virgilio, Buenos Aires, Ed. Peuser, 1946; en nuestra opinión, una versión muy lograda).

[7] Cf. Francisco García Jurado en Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Latinos. Universidad Complutense, 2015 (35) 185-187.

[8] Buenos Aires, Ed. Biblos, 2011.

[9] Ad hoc remito a F. García Jurado y R. Salazar, La traducción y sus palimpsestos: Borges, Homero y Virgilio, Madrid, Escolar y Mayo Editores, 2014; excelente análisis de ese sentimiento nostálgico en pp. 33-44.

[10] En “Estudio sobre las Geórgicas”, Buenos Aires, EUDEBA, 1989, p. 27.

[11] Bordeaux, Delmas, 1952.