Aún en medio de la crisis cambiaría de las últimas semanas el mayor problema que enfrenta la actual administración sigue siendo político. Mauricio Macri se asomó a la acción pública apoyado en dos slogan: “somos jóvenes” y “nunca militamos”. La falacia de transformarlos en virtudes corrió por cuenta del marketing. Pasada más de una década de aquel desembarco, la mayoría de ellos ya peina canas y, aunque resistan el paso del tiempo con vestimenta “casual”, evitando la corbata, abusando de las zapatillas y hasta echando mano a alguna que otra tintura, la cualidad de la juventud no se puede seguir esgrimiendo. Algo parecido pasa con la otra máxima. Tras dos gestiones en la jefatura de gobierno, más de una docena de elecciones y medio mandato presidencial, ya pueden considerarse clase política. 

Sin embargo, los PRO puros no terminan de asumir que la política no es genéticamente “mala” y la siguen cuestionando como si fuese la clave y el motivo de nuestros problemas. No es cuestión de prohibir los autos para evitar los choques. Hay que conducir responsablemente. Con la política pasa lo mismo aunque la solución es infinitamente más compleja: es cierto que la sociedad está harta de los burócratas; es cierto que los burócratas vienen dando motivos para tal rechazo; es cierto que hay una relación inversa entre la eficiencia de la política para la resolución de problemas y el crecimiento del estado y es cierto, también, que el material humano que aterriza en la función pública se deteriora año tras año. Todos estos argumentos, poderosos y absolutamente reales, no alcanzan para probar que sin política y sin políticos, las cosas mejoran. 

Ahí reside el error de diagnóstico, esencialmente del PRO ya que la opinión de los radicales y los peronistas que integran la coalición de gobierno, hasta ahora, ha tenido poco y nada de peso. Ellos tienen una mirada algo “naive” y por supuesto equivocada, del hombre. Creen que el género humano se divide en buenos y malos y toman decisiones a partir de esa visión. Todas las ideologías que piensan un hombre ideal y no aceptan que es lo que es, con sus matices , sus cualidades y sus mezquindades, siempre terminan errando el diagnóstico y las alternativas posteriores para enderezar los conflictos. 

Desde esa perspectiva errada, el macrismo apostó a las personas “correctas” para cada función. Si cambiaba a Timermann por Malcorra, a Garré por Patricia Bullrich y a Aníbal Fernández por Marcos Peña, por ejemplo, la solución estaba en camino. En economía hicieron lo mismo. Humanamente claro que reemplazar a Kiccillof por Prat Gay y a Alejandro Vanoli por Federico Sturzeneger fue agradable, pero no suficiente. No llovieron las inversiones, ni cambió nada por el solo cambio de gobierno. Pasados más de dos años, la realidad demostró que las cosas no son tan sencillas y que las personas correctas en el sistema incorrecto terminan fagocitadas y/o neutralizadas. Entonces, lo que tiene postrado a nuestro país hace décadas es el sistema que, para mantenerse firme, elige las personas que le garantizan larga vida. 

Instituciones débiles, justicia paupérrima, partidos políticos arcaicos con dirigentes eternos que se reciclan hasta la muerte, una universidad que no aporta pensamiento crítico, una intelectualidad empobrecida que ofrece más enfrentamiento que ideas, medios de comunicación oligopólicos que dificultan el debate amplio y desinteresado, gremialistas profesionales, ricos en dinero y obesos de chicana política y empresarios prebendarios atados a los negocios con el estado impiden la renovación del marco de convivencia argentino. 

La lista sábana por la cual los partidos nos imponen candidatos impresentables mezclados con históricos que se los conoce más por su permanencia  que por sus obras, la agremiación compulsiva a sindicatos monopólicos, las cámaras empresarias defendiendo privilegios sectoriales y políticos dedicados a mejorar la calidad de sus vidas y no las de sus votantes y un estado elefantiásico e ineficiente con la consecuencia inevitable de la corrupción hacen el combo perfecto para mantenernos en esta decadencia. 

Por eso el cambio de personas no alcanza. Es peor. La maquinaria perversa que empezó a gestarse en la Argentina a mediados del siglo XX y que ya tiene vida propia se come la esperanza que la sociedad deposita en sus representantes. El remedio para eso no es esquivar la política sino curarla. Es educar al soberano. Es imprescindible arrasar con la Argentina corporativa y volver a la Argentina liberal de la Constitución de 1853; la que nos hizo grandes, la que miró al futuro y puso al país en la senda del crecimiento. 

El debate peronismo-antiperonismo en el que algunos siguen enredados, quedó viejo. Es, en todo caso, el dilema del siglo pasado. Porque, luego de 1955, todos regaron las raíces del populismo. La tarea es erradicarlo; cuando eso suceda, qué persona ocupa qué cargo será anecdótico porque el ordenador será un sistema institucional sólido que es el que pone en armonía los esfuerzos individuales para que imparten en lo colectivo.  Hoy la corporación política-empresaria-sindical es un lastre que es preciso desactivar. 

Mientras no se apunte a ese cambio de paradigma, seguirá vigente la frase de Mariano Moreno: “Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos sin destruir la tiranía”.