La revolución del 1º de diciembre de 1828 derivó en una de las tragedias más terribles de nuestra historia, pues el fusilamiento de don Manuel Dorrego – ordenado por el General Juan Lavalle-  trajo como resultado una guerra entre hermanos larga y penosa. Un desenlace dramático en donde el destino de nuestra Patria quedó marcado para siempre por ese crimen horrendo e irracional.

 Una vez que el  Gobernador depuesto fue  llevado al campamento de Lavalle que se encontraba situado en Navarro, la decisión de éste ya estaba tomada. No había lugar para apelación alguna.

 Dorrego presentía que nada bueno le esperaba; el clima que se respiraba era de una gran tensión, de un enorme nerviosismo. Don Manuel ya estaba en poder de Lavalle; ahora era cuestión de decidir qué hacer con el  ilustre prisionero.

Bien describe don Adolfo Saldías la cruda realidad que le toca vivir al león de Río Bamba al enterarse que a unos metros de donde se encuentra está Dorrego, el causante de sus pesares. Allí está Lavalle, envuelto en un delirio más cruel que la muerte, cuya tardanza es otra especie de muerte para él…La llegada del prisionero zumba en sus oídos como el eco de un lamento. Y, sin embargo no quiere verlo. Su delirio toma vuelo como vapores de sangre, a través de los cuales distingue una esposa desesperada, hijos huérfanos, amigos condolidos, pueblo vengador. Pero esto es un relámpago… vacilar le parece un crimen (1).

    Pero si en algún momento las dudas invadieron el corazón  de Lavalle sobre el destino  que  debía correr el  Gobernador depuesto, ellas fueron despejadas al recibir dos cartas que influyeron en su espíritu de manera notable.

Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril son los dos encumbrados dirigentes del unitarismo  que se encargarán de sacudir la vacilación de Lavalle; no se guardarán nada, pues el odio hacia Dorrego es incontrolable. Los unitarios estaban dispuestos a todo y querían  transmitir al guerrero de Ituzaingó, esa decisión irrevocable e implacable: disponer la muerte de Dorrego.

Antes de transcribir parcialmente el contenido de esos mensajes de muerte, hemos de seguir a José María  Rosa, quien a pie de página de uno de sus tomos de su monumental Historia Argentina expresa en relación  a esas dos cartas  fatales, que éstas fueron conservadas por Lavalle que las mostró a Rosas en las entrevistas de Cañuelas… Muchos años después aparecieron entre los papeles de Lavalle, y el historiador Ángel J. Carranza las publicó en La Nación en 1881, recopilándolas luego en un libro El General Lavalle ante la Justicia Póstuma  (2)

Dicho esto, y debido al trascendente valor histórico que encierran, aquí están los principales párrafos de esas polémicas cartas.

Señor don Juan Lavalle.                                                                                Diciembre 12 de 1828

 Por supuesto que ya sabe usted que Dorrego ha caído preso: en este momento están en consulta el ministro y Brown sobre si lo  harán venir o no a Buenos Aires…..Después de la sangre que se ha derramado  en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr, está formado: esta es la opinión de todos sus amigos de usted; esto será lo que decida de la revolución¸ sobre todos si andamos a medias… En fin usted piense que 200 o más muertos y 500 heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber…. Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darle todo.

Cartas como estas se rompen (la negrita nos pertenece) y en circunstancias como las presentes, se dispensan estas confianzas a los que usted sabe que no lo engañan, como su atento amigo y servidor,                                                                             QBSM

              Juan C. Varela

La carta de Del Carril, extensa y farragosa, también induce a Lavalle a cumplir con su deber, esto es el fusilamiento de Dorrego. De ella se transcribirán los párrafos más trascendentes

                       Buenos Aires, 12 de diciembre de 1828

Señor General Don Juan Lavalle.

    Querido General:

                       ….La noticia de la prisión de Dorrego y su aproximación a la ciudad ha causado una fuerte emoción; por una parte, se emplean todos los manejos acostumbrados para que se excuse un escarmiento y las víctimas de Navarro queden sin venganza.

                         No se sabe bien cuánto puede hacer el partido de Dorrego en este lance; él se compone de la canalla más desesperada… El señor Díaz Vélez había determinado que Dorrego entrase a la ciudad, pero yo, de acuerdo con el señor  A. ( Agüero?) le hemos dicho que dando ese paso, él abusaría de sus facultades, porque es indudable que la naturaleza misma de tal medida, coartaba la facultad de obrar en el caso, al único hombre que debiera disponer de los destinos de Dorrego, es decir, al que había cargado sobre sí con la responsabilidad de la revolución; por consiguiente que el M ( ministro) debía mandar que lo encaminasen donde está usted. Esto se ha determinado y se hace, supongo, en este momento.

              Ahora bien general, prescindamos del corazón en este caso. Un hombre valiente no puede ser vengativo ni cruel. Yo estoy seguro que usted no es lo primero ni lo último. Creo que usted es, además, un hombre de genio…una revolución es un juego de azar, en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio de una evidencia práctica, la cuestión me parece de fácil resolución. Si usted General la aborda así, a sangre fría la decide; sino, yo habré importunado a usted…habrá perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra y no cortará usted las restantes; ¿entonces, qué gloria puede recojerse (sic)en este campo desolado por estas fieras?…Nada queda en la República para un hombre de corazón.

                                 Salvador M. del Carril

Como se señaló más arriba, ambas cartas influyen poderosamente en la voluntad de  Lavalle;  por lo tanto se deja llevar por la perfidia de las palabras volcadas en aquella correspondencia  por  Varela y Del Carril.

     La mentira de Varela al afirmar que en Navarro corrió sangre es escandalosa, pues sólo hubo 4 muertos, tal  como informó Lavalle en su parte. Lo que consigue con su  falsedad es enfurecer el corazón del jefe de la Revolución; y si a eso se suman los falsos halagos y oscuras lisonjas de Del Carril que estimularon el egocentrismo de Lavalle, se puede concluir que el objetivo de ambos iba a dar sus frutos como así ocurrió.

 La suerte de Dorrego está echada pues Lavalle ha tomado la drástica decisión: el ex Gobernador debe ser fusilado. En la cabeza del  Jefe de los decembristas da comienzo el drama que teñirá de sangre todo el suelo patrio; sólo  Lavalle se hará responsable de la mayor injusticia de la historia nacional. Ya no hay vuelta atrás, pues como le insinuó Del Carril, es la ocasión de cortar la primera cabeza de la hidra.  

Sin embargo Dorrego está esperanzado en las mediaciones de los agentes extranjeros que harán todo lo posible para salvarle la vida.  El representante de Estados Unidos ante el país, John Murray Forbes es uno de los que más se interesa por la vida de Dorrego, al igual que el inglés Woodwine Parish y el cónsul francés Mendeville; dichos diplomáticos se reunirían con Díaz Vélez para solicitar  que se le otorgara a Dorrego la autorización para salir del país. Pero ello ya no depende del ministro, por consiguiente todo será en vano pues la decisión de Lavalle es irrevocable, la petición de los funcionarios extranjeros, por consiguiente, caerá en saco roto.

El edecán de Lavalle, el mayor Elías,  es el encargado de comunicarle a su jefe la llegada del prisionero. Al enterarse de la novedad Lavalle le da la siguiente orden a su edecán: vaya usted e intímele que dentro  una hora será fusilado.

En este tramo de este  breve trabajo, no podemos prescindir del impactante relato de  Gregorio Araoz de Lamadrid en relación a las últimas horas de Dorrego. Un relato minucioso, lleno de dramatismo, donde las palabras del militar sacuden el corazón hasta del más indiferente. En casi todas las obras donde se ha escrito sobre el fusilamiento de Dorrego, no falta al menos un pasaje del relato de Lamadrid porque resulta ser  un documento de vital importancia para entender  cómo ocurrieron los desgraciados hechos que derivaron en la tragedia de Navarro.

Lamadrid fue un testigo privilegiado de ese momento histórico que lo vivió  traspasado por la angustia, con hondo dramatismo, que lo sufrió y padeció en carne propia, pues la sorpresa que se llevó fue mayúscula al tomar conocimiento de la absurda y arbitraria decisión tomada por don Juan Lavalle; su testimonio entonces resulta imprescindible.

 Por todo ello, he aquí su  relato que por ser extenso hemos de citar los párrafos más salientes.

Antes de llegar preso a Navarro el gobernador Dorrego habíame dirijido una esquela escrita con lápiz…suplicándome que así que llegara al campamento, le hiciese la gracia de solicitar permiso para hablarle antes que nadie… En el momento de recibir dicha carta o papel, fui y se la presenté al general don Juan Lavalle para solicitar su permiso para hablar con el señor Dorrego. Dicho general  impuesto de ella, me permitió pasara verle y lo hice en efecto, al momento de haber parado el birlocho en medio del campamento y puéstosele una guardia. Subido ya al birlocho y habiéndome abrazado, díjome: compadre quiero que usted me sirva de empeño en esta vez para con el general Lavalle, a fin que me permita un momento de entrevista con él. Prometo a usted que todo quedará arreglado pacíficamente y se evitará la efusión de sangre; de lo contrario correrá alguna: no lo dude usted…. Corrí a ver al general;  hícele presente el empeño justo de Dorrego, y me interesé porque se lo concediera. Más viendo que yo que se negó abiertamente, le dije:

  ¿Qué pierde el señor general con oírle un momento, cuando de ello quizá depende el pronto sosiego y la paz de la provincia con los demás pueblos?

  ¡No quiero verle ni oírle un momento! fue su respuesta….Salí desagradado y volví sin demora con esta funesta noticia a mi sobresaltado compadre. Al dársela se sobresaltó aún más, pero lleno de entereza, me dijo: no sabe Lavalle a lo que se expone con no oírme. Asegúrele que estoy pronto a salir del país, a escribir a mis amigos de las provincias que no tomen parte alguna por mí, y dar por garantes de mi conducta y de no volver al país al ministro inglés y al señor Forbes, norteamericano; que no trepide en dar este paso por el país mismo…..Bájeme conmovido, y pasé con repugnancia a ver al general. Apenas me vio entrar, díjome: Ya se le ha pasado la orden para que se disponga a morir, pues dentro de dos horas será fusilado. No me venga usted con nuevas peticiones de su parte…(3)

Hasta aquí, el desgarrador relato de Lamadrid quien no podía concebir lo que oía.

Enterado  del inminente final, Dorrego se resigna y con una grandeza poco común papel y tintero para escribir  a sus seres queridos, como así también a don Estanislao López.

 Obsérvese la grandeza que refleja don Manuel en esas cartas póstumas (4).

Para su esposa:

     “Mi querida Angelita: en este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro porqué, más la providencia divina en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.

     Mi vida, educa a esa amables criaturas, sé feliz, ya que no los has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego.”   

A sus dos hijas:       

    Mí querida Angelita: te acompaño esa sortija para memoria de tu desgraciado padre.Manuel Dorrego

Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a su infortunado padre. Manuel Dorrego

Sed católicos y virtuosos, que esa religión es la que me consuela en este momento 

  A Estanislao López:

Mi apreciable amigo, en este momento me intiman morir dentro de una hora. Ignoro la causa de mi muerte; pero de todos modos perdono a mis perseguidores. 

Cése usted por mi parte de todo preparativo, y que mi muerte no sea causa de derramamiento de sangre

    Ya no hay más nada que hacer. El fin es inevitable, La Patria  en tanto, comenzará a desbarrancarse en un drama sin solución.

por Julio C. Borda