(Cuento perteneciente al libro “Cuentos de los Arcanos”, de Diego Yani, Editorial Dunken)

Estoy cansado.

Luego de varios tormentosos días de travesía donde me topé con fuertes vientos y la amenaza de alguna fiera hambrienta, llego a la próxima parada en el largo recorrido. Deambulo lentamente a lo largo de las calles desoladas de ese pueblo perdido en el extremo sur del mundo, de casas bajas y techos a dos aguas, y en una de ellas veo un cartel que reza: “Hay habitaciones disponibles”. Y aunque sé que solamente será una corta estancia no lo dudo y tomo un cuarto en esa pensión de la minúscula aldea que se extiende a los pies de las protectores montañas de caprichosas formas. Mi pequeño cuarto se encuentra junto a la enorme sala donde está la chimenea lo cual me satisface pues el fuego que allí arde llegará sin dudas a mi cuarto haciéndome las noches de otoño más llevaderas y creándome la falsa ilusión de un hogar. No tengo muy en claro cuántas noches pasaré bajo esas cobijas escuchando la furia de los vientos huracanados que ya soplan ahí afuera, pero estoy esperanzado en calmar, aunque sea momentáneamente, esta sed insaciable que me devora por dentro. Es esta exigencia interna que me ha convertido en un nómade indomable que bucea las profundidades de este mundo intramuros en búsqueda de los intangibles tesoros vedados. Esta necesidad que me corroe interiormente y que nunca se sacia me acompaña desde el principio de los tiempos. Sin lugar a dudas en muchas ocasiones su sombra permanente e inquietante podría considerarse una tortura pues me impulsa e impide que me detenga. Necesidad de saber, de descubrir, de explorar, que me llevó a recorrer los más exóticos templos de Oriente en busca del aroma de los inciensos y a navegar por muchos mares, a consultar las fórmulas mágicas de la alquimia y a adentrarme en el esotérico mundo de las religiones paganas. Y sin embargo nada de todo eso me basta. Muchas veces creí haber encontrado el camino hacia eso que me sacie pero luego de transitarlo brevemente una bifurcación me aleja del sendero original y me conduce a nuevos y desconocidos horizontes. ¡Y no puedo detenerme! ¿Quién sabe qué secretos me esperan al final de esa senda?

Siempre hago un alto en el camino –como este en el extremo sur del mundo– donde la fantasía de una vida ordinaria se presenta y me seduce brevemente como un tentador obsequio de exquisito envoltorio e incierto contenido que me invita a abrirlo, pero el espejismo dura poco y se diluye en la necesidad imperiosa de seguir más y más allá insistiendo en la búsqueda de algo que tal vez resulte inexistente. Necesidad superficial e inútil, dirá más de uno desde la ficticia seguridad de su morada aferrándose a las promesas de los libros de la verdad revelada. Y tal vez lo sea: esa es otra de las infinitas cosas que aún no descubro.

Agotado me meto en la cama. Debo confesar que la seguridad del lecho y el calor de las mantas me invitan al reposo tan necesario. Mi cabeza cansada tras largos años de búsqueda incesante agradece la suavidad de esas almohadas y esta pausa en .mi derrotero interior. Sin embargo, sé que dentro de poco emprenderé nuevamente el camino y me perderé entre los infinitos senderos que atraviesan este mundo. Ojalá mis huellas sirvan a aquellos que también buscan.

Desde el extremo sur del mundo, y mientras escucho el zumbido del potente viento allá afuera, me pregunto si al final del camino –cuando todo se detenga–  sabré si valió la pena haberme dejado arrastrar por este caudaloso río interno que me convierte en un eterno buscador de algo que posiblemente nunca encuentre.

por Diego Yani