En la plaza de Medina del Campo, banqueros, comerciantes, notarios y rufianes, se apretujaban sin distinción de clases. Al murmullo altisonante de las voces que pujaban, se sumaban los balidos y mugidos de las bestias y, la fetidez de sus heces, inundaba el aire.

En cuanto le dieron la triste noticia, Lorenzo Berardi dejó su exclusivo escaño protegido por el soportal, y decidió abandonar la feria de inmediato. Susurró algo al oído de su hijo Juanoto, y éste ocupó su lugar ante la mesa del escribano, donde continuó tomando cuidada nota del dictado de los banqueros.

Media hora más tarde, en su confortable carruaje comprado en Perpignan y con dos de sus criados, iba camino a Valladolid.

Llevaba el alma acongojada y el deseo de llegar a tiempo para poder abrazar una vez más a su dilecto amigo. Lo atormentaba la culpa de la postergación de su visita, quizá la última, y el haberse privado del placer de su conversación atrapante, en la que lo real y lo imaginario se confundían.

Narrador infatigable, repetía los relatos a un solo ruego pero modificando a su arbitrio los roles que habían jugado los protagonistas. Fechas, lugares y desenlaces, corrían la misma suerte aunque nada de eso hacía perder el encantamiento de sus palabras.

Su amigo había sido protagonista de gestas extraordinarias y él era quizá, quien mejor lo sabía.

Mientras los caballos eran azuzados por el apuro del amo, Lorenzo Berardi eligió recordar a su amigo así: vital, fantasioso, extrovertido. Recordarlo  tal como cuando se encontraran en Lisboa.

Fue en oportunidad de estar, por encargo de su padre, esperando la carga de goma que traía la urca “Pasquerius” y le avisaran que la misma había naufragado. Ese mismo día se enteró que su pariente había llegado desde el Algarve aquejado por alguna indisposición. Alejó, resignado, la pesadumbre por la mercadería perdida y, luego de enviar a su casa las malas nuevas, decidió ir en su busca.

Le estaba examinando Isaac Faraje cuando irrumpió en su botica sin anunciarse. Se reconocieron con familiar afecto, pero el doliente debió volver de inmediato a ocuparse del dolor que le ocasionaba un grosero tofo gotoso que le deformaba el tobillo.

Intentaba el paciente con dificultad, confiarse con el médico judío en una jerigonza latina en la que se mezclaban francés, catalán, latín y variados dialectos. Lorenzo, sin ser requerido, ofició de intérprete con diligencia y el médico preparó entonces una tisana de colchicum autumnale, que el paciente bebió a grandes tragos.

El efecto no se hizo esperar y una sonrisa amplia apareció por fin en su rostro de nariz aguileña, ojos pequeños de un celeste muy claro y una canicie quizá prematura para un hombre que contaba poco más de treinta años.

A propósito, el colchicum nunca faltó a partir de ese día en el meneado bagaje del amigo, porque tampoco nunca le abandonaron los ataques de gota.

Desde el primer encuentro, los parientes se hicieron inseparables. Lorenzo fue su introductor en el mundo mercante de Lisboa, a la sazón capital de las especies, de los esclavos y puerto de resguardo obligado.

Muy pronto el recién llegado, ganó prestigio entre los lisboetas como hombre de vastos conocimientos marinos y comerciante astuto.

Fue Lorenzo también quien le presentara a una joven, perteneciente a una familia hidalga, con la que luego casara.

Los Berardi, junto a otros fuertes grupos de banqueros, financiaban empresas de todo tipo al servicio de la mejor paga. Las lealtades en estos negocios brillaban por su ausencia. La ambición y la codicia florecían por doquier.

Compartían los amigos largas horas de animadas pláticas. Lorenzo disfrutaba un particular placer, en hacerle partícipe en la consideración de diversos proyectos que le presentaban en busca de apoyo financiero.

En esos encuentros extendidos, no bien el banquero desarrollaba la idea central, ésta le era arrebatada por su imaginativo interlocutor, quien multiplicaba su complejidad y con ellos, los riesgos.

Los resultados de los cometidos eran siempre inciertos; los había exitosos y también de los otros. No obstante Lorenzo, para no disgustarle, le daba noticias sólo de los primeros.

Ambos, que se sabían dueños de una imaginación febril y de un entusiasmo ilimitado, gozaban acicateándose el uno al otro. Una ensoñación por la aventura, por alcanzar lejanos horizontes y por encontrar riquezas colosales, había germinado al tiempo en sus corazones.

Durante las noches compartían a la luz de candelas y hasta la madrugada, la lectura de los trabajos seculares de Claudio Ptolomeo y los gráficos adjudicados a Marino de Tirso. Los relatos sobre Alejandro Magno y los tesoros de Taxila les encandilaban, como también las glorias de Aníbal de Cartago. En forma recurrente volvían a todo lo escrito sobre el célebre véneto, quien por cierto lo había logrado.

Las ruinas del templo salomónico castigado con la destrucción por los romanos, aún cubrían el Arca de la Alianza y las riquezas acumuladas por la casta sacerdotal, esperando quien las rescatara. Era un alocado proyecto que consideraban con frecuencia pero que la realidad se les oponía.

Guardaban decenas de escritos sobre las Cruzadas y los tesoros conseguidos durante un siglo por los caballeros cristianos en Tierra Santa. Conocían la historia secreta de la poderosa Orden del Temple, hasta que fuera finalmente derrotada por Saladín y ejecutados sus líderes más tarde en Francia

Poseían también descripciones de los palacios orientales cubiertos de oro y de las riquezas de Santa Sofía en Constantinopla, saqueada en forma inexplicable por los propios defensores de la Cruz.

Todos esos documentos, junto a planos y cartas señalando los senderos que cruzaban los dominios infinitos del Gengis, los conservaban a buen resguardo llaveados en un sólido arcón de nogal de doble cerrojo.

Un capitán amigo, había traído para ellos desde Barcelona y a cambio de unos sacos de sal, copias de diagramas de Jac Ferrer realizados en el monasterio de Poblet, quien más allá del Cabo Bojador, había encontrado las tumbas reales colmadas de oro.

El creciente entusiasmo que compartían, les hacía estar seguros de que habría muchas otras por descubrir, que esperaban por ellos. El oriente misterioso y sus riquezas se habían convertido en una obsesión que crecía en ambos día a día.

Les sobraba coraje para intentar la aventura, pero necesitaban para ello pruebas incontrastables y muy a su pesar, no contaban con ellas. ¿Pero, podrían conseguirlas?, ¿cuánto de verdad y cuánto de falso había en todo lo que se discutía?, ¿dónde concluía la verdad dogmática de la Iglesia de Roma y comenzaba la realidad científica?, ¿quiénes darían pábulo a estos enunciados que sonaban a relatos juglarescos?

En el mundo de los viajeros circulaban narraciones sobre lugares y seres fantásticos, que superaban lo imaginable. Era coloquial entonces oír decir: “eso es mentira de marino”.

Se sabían inmersos en un mundo oscurantista y proclive a las supercherías. Allí donde no alcanzaba el poder de la Santísima Trinidad y de los santos milagreros, comenzaba el territorio de los dragones alados, los trasgos y los aquelarres. Entre los dos se repartían por igual, la fe del mundo cristiano.

Pero algo que les revoloteaba el ánimo: tenían la certeza de que les estaba reservado el privilegio de ser ellos quienes revelarían parte de lo que aún permanecía oculto.

El transcurrir del tiempo sin que nada ocurriera, por momentos les descorazonaba. Parecía que nunca encontrarían el testimonio necesario para dar sustento a sus teorías.

Sin embargo, todo aquello cambió por completo la primavera  siguiente. Fue para los socios de ilusiones, haber dado con la Piedra Filosofal, con la Fuente de Juvencia, con el Oráculo de Delfos, con la mano de Midas, era subir al carro de Elías, eran los únicos papiros que ellos hubieran rescatado de la biblioteca en llamas de Alejandría.

Había muerto la mujer de su pariente luego de una breve enfermedad. Lorenzo Berardi y su mujer habían quedado a cargo de su único hijo, mientras su pariente, con su viudez a cuestas, había viajado a Inglaterra por negocios.

A Lorenzo le consumía la ansiedad y pasaba horas en el puerto oteando su regreso en el horizonte. Cuando por fin el navío llegó, los camaradas de ilusiones se encerraron en una habitación de la que no salieron por tres días.

Las nuevas que aguardaban al viajero, traían el alimento mágico que su hambre de aventuras reclamaba. Lorenzo y otros banqueros habían embargado una nave turca cuyos patrones se mostraron renuentes en pagar lo que adeudaban. Entre fardos de mercaderías habían encontrado uno conteniendo pergaminos originales de Piris Reis, el comandante del poderoso Solimán. La exactitud de las líneas trazadas en sus planos, resultaban incontrovertibles.

Algo había modificado en un todo el tablero donde los amigos jugaban las fichas de sus sueños. Tenían ahora las pruebas que durante tanto tiempo habían ansiado y ésas serían las llaves con las que abrirían el cofre del esquivo tesoro.

Pero allí no se agotaron las novedades. Una semana más tarde, Lorenzo, a cambio de liberar de inmediato la carabela otomana, obtuvo de su angustiado piloto, el nombre de quien le vendería copia de un informe de Paolo del Pozo, encomendado por la corte lusitana. El precio del documento fue altísimo. Las ambiciones de los socios lo eran mucho más y la inversión se justificó con creces: allí se ratificaba casi hasta en sus mínimos detalles, las afirmaciones de Piris Reis.

La oscilante política portuguesa, había agitado la seguridad de los habitantes. La ejecución del duque de Viseu y la persecución de la familia del duque de Braganza, acusados de conspiración contra la corona, habían enrarecido el ambiente. Lorenzo convenció con facilidad a su amigo de buscar seguridad en Castilla. La proximidad de los Berardi a los Braganza y la obtención ilegítima de la copia de los documentos de Paolo del Pozo, les habían puesto en una situación de inocultable riesgo.

Con sigilo se embarcaron con sus familias rumbo a la isla de Madeira y desde allí más tarde, a tierras castellanas.

Inseguros también, les siguieron la mayoría de los banqueros amigos, quienes antes de partir prestaron suculentas sumas a los dos bandos en pugna. No existía riesgo con esa jugada siempre segura. El vencedor pagaría con creces las deudas de ambos.

La mayoría de los que se establecieron en Sevilla, fue convocada en secreto por Lorenzo y mostró decidida disposición a brindarles su apoyo.

Los reinos de España se encontraban en estado de convulsión. La poderosa alianza ocupaba día tras día nuevas ciudades y la nobleza naciente usufructuaba ricos territorios. Consiguieron luego de numerosos intentos, la atención del duque de Medinaceli quien hizo llegar hasta Alcalá de Henares un informe dirigido al consejero Hernando de Talavera. La excesiva prudencia y los temores de los interesados, hicieron que expresaran en esos pliegos datos imprecisos basados en “la observación de la naturaleza”, “lo dicho por los escritores de la antigüedad”, “la distribución de las constelaciones”, “el pensamiento platónico”, “el sentido de orientación de las aves” y otras vaguedades.

Eran estos enunciados poco más que una suerte de desordenadas razones que no alcanzaban a demostrar lo que pretendían. Los socios, quienes no deseaban confiarse en plenitud, ofrecían sólo generalidades con las que a nadie lograban convencer. Esperaron por ello largos meses, sin obtener respuesta alguna.

El tiempo les apremiaba. Tuvieron noticias de lo que se decía sobre el regreso de Alonso Sánchez de Huelva, e inquietos decidieron realizar las mismas gestiones ante otros poderosos, las que resultaron también infructuosas.

El influyente Duque de Gandía, quien pareció mostrarse en un  principio interesado, desechó luego la idea sin más.

Las esperanzas comenzaron a desvanecerse. El generoso Lorenzo logró al cabo albergar a su pariente en Córdoba y tomó a su cargo todos sus gastos. Gracias a ello, pudo vivir allí durante dos años resistiendo a que la desazón  torciera su propósito.

El remito de correspondencia y las entrevistas con comerciantes, clérigos y funcionarios de todos los rangos, le ocupaban el día. Para su fortuna conoció en la “Ciudad Califal” el amor de Beatriz, en la que luego floreciera otro hijo. Su compañía le ayudó a sobrellevar la reiteración de fracasos.

Un dos de marzo recibió un recado urgente de Lorenzo: Luis de Santángel, a quien llamaban “el marrano”, les esperaba para discutir la propuesta en un pueblo próximo al valle del Genil. Acordaron concurrir, pero esta vez dispuestos a mostrar sin ambages todas sus cartas, aquellas que contenían todas las pruebas, aun a riesgo de ser traicionados y perder todo en esa jugada. Sabían sería ésta la última oportunidad de lograrlo.

Dos largas semanas negociaron a solas los tres hombres. Durante esas jornadas Lorenzo guardó voluntario silencio y dejó que fuera su socio quien exhibiera los preciosos documentos y los describiera con su particular acento. Escuchó con atención la ordenada exposición con la que defendió sus razones. Oyéndolo expresarse con esa claridad, Lorenzo se deleitó como si fuera cosa nueva para él.

Fue testigo de cómo el latín aprendido en Pavia, surgía oportuno de su boca poniendo acentos catedráticos a un discurso que a su criterio, resultaba inapelable. Una y otra vez, defendió con vehemencia y sin equívocos los mismos argumentos, hasta que Santángel pareció conformarse. Les saludó con cordialidad y regresó a su destino prometiendo regresar con una respuesta a la mayor brevedad.

Al separarse para otra vigilia supieron que estaba jugada la última baraja. Quedaron así inmersos en su vieja enemiga: la espera.

Pero Santángel cumplió fielmente con su promesa. A los veinte días regresó portando los poderes que le habilitaban para concretar la aprobación del proyecto en su totalidad.

De inmediato se firmaron los compromisos. Por razones que todos compartían, las diligencias se hicieron con la mayor discreción.

La empresa demandaría un millón de maravedíes que serían aportados de inmediato y en moneda contante por Lorenzo y otros banqueros. Para ellos, intereses suculentos y la garantía de que serían a partir de entonces los únicos financieros. Para su talentosos socio y amigo, la protección del pendón, prebendas y quizá también riquezas.

Una vez a solas los amigos dejaron libres sus emociones. Tras diez años de soñar, por fin la realidad había llamado a su puerta.

En los catorce que siguieron a ese día, y como en todo lo humano, el destino se mostró como las dos caras de una misma moneda. En una; el reconocimiento, el dinero y la gloria; en la otra, la ingratitud, la pobreza y el olvido.

El carruaje de Lorenzo Berardi atravesó de prisa las puertas de Valladolid, cruzó el puente sobre el río Pisuerga y sin detenerse llegó a la sencilla casa próxima a la Iglesia San Antolín. Era el 21 de mayo de 1506. Una viejecilla respondió a la aldaba. Como había temido antes de su partida, era ya demasiado tarde.

La víspera había muerto envuelto en la ingratitud; pobre, maltratado y olvidado por todos, su entrañable amigo Don Cristóbal Colón.

por Luis Carlos Montenegro