Cualquiera que sea el próximo gobierno, el gran desafío será lograr amplios y certeros consensos, es de esperar que en el marco de un nuevo sistema de partidos competitivos
Hace noventa años, el nivel de vida de la Argentina era similar al del mundo avanzado y ahora es menos de la mitad. Más precisamente, entre 1930 y 2019, nuestro nivel de vida respecto de los países desarrollados se desplomó desde un 82% a un 40%. No hay país con peor o igual derrotero. Casi todo el retraso ocurrió entre 1930 y 1983, un período que tuvo solo un presidente plenamente constitucional que terminó su mandato: Perón, entre 1946 y 1952. En estos cincuenta y tres años los argentinos no acordamos siquiera tener gobiernos legales completos y, peor todavía, la violencia política creció hasta límites lacerantes. Desde la recuperación de la democracia en 1983, se logró limitar la caída a solo cinco puntos, pero no revertirla.
Ya en 1980 Paul Samuelson nos dijo que la carencia de acuerdos explicaba la “decepción argentina”, y que aquellos seguían siendo necesarios para lograr el desarrollo sostenible y el pleno empleo, y para erradicar la pobreza. Podemos hacerlo, tal como se vio en el olvidado Diálogo Argentino de 2002. La agenda es densa, pero con prioridades claras. Hay que empezar por los cinco problemas económicos que retrasaron a la Argentina y en los que nuestra anormalidad respecto del mundo es flagrante. Ellos son el déficit fiscal y la inflación crónicos; la patología resultante de haber “logrado” ser el país más bimonetario del mundo; un exiguo nivel de inversión y, en fin, el hecho de ser una de las economías más cerradas del mundo, aunque superada por nuestro principal socio, Brasil. Estas son las urgencias, pero también debería haber acuerdos sobre la educación, las políticas sociales, la lucha contra el narcotráfico, y la justicia, entre otros.
Sin esperar logros mágicos, un shock de buenos acuerdos, aun de ejecución gradual, ayudaría a reactivar la economía en un mundo en que muchos países están perdiendo el rumbo. La reactivación es también condición necesaria para que los acuerdos perduren. Aquí y afuera podría decirse “por fin sabemos adónde quiere ir la Argentina”. Algo así como un plan estratégico, aunque sea implícito. El acuerdo fundante es un nuevo contrato sobre el Estado y sería bueno plasmarlo en una renovada ley de responsabilidad fiscal, con sanciones a los responsables políticos incumplidores, y con metas creíbles de resultado fiscal, gasto público, presión tributaria y endeudamiento.
El punto de partida al respecto es mucho mejor que el de 2015. Sería óptimo definir precisamente los roles de los tres niveles de gobierno e incluirlos en la ley de coparticipación federal adeudada desde 1996; aumentar la productividad del gasto público, haciéndolo más eficiente, inclusivo y equitativo; diseñar un sistema impositivo más progresivo en el gravamen a los ingresos personales, sin impuestos distorsivos que castigan a la producción y las exportaciones, en línea con la ley de consenso fiscal de 2018, más amigable para los contribuyentes, sobre todo los cumplidores, y con menor evasión. Alguna renegociación de la deuda aparece inevitable, pero debería acordarse con los acreedores y no hipotecar, otra vez, el futuro del financiamiento de la inversión pública y privada. El éxito de esta renegociación dependerá principalmente de la contundencia y la factibilidad del acuerdo fiscal. A mediano plazo deberían eliminarse inequidades y privilegios, como los del financiamiento de la educación superior y el sistema previsional, al que, además, hay que darle una sostenibilidad que limite el excesivo peso que se está cargando a las generaciones de los jóvenes y los chicos de hoy.
La inflación no es causa, sino efecto. Pero lograr doblegarla después de 75 años es tan relevante como su fundamento fiscal. En las proyecciones de inflación del FMI para 2019, la Argentina ocupa el segundo lugar, solo detrás de Zimbabue. En situaciones análogas de alta inflación la cura se logró mediante shocks estabilizadores, no con gradualidad. Así fue en Israel (1985), en la convertibilidad argentina (1991) y en el plan Real de Brasil (1993-94). Nuestro creciente bimonetarismo otorga chances mayores a un shock. Pero la economía bimonetaria dificulta el hacerla con tipo de cambio flotante, al complicar la convergencia de las expectativas a la baja de la inflación. El cambio fijo aparece con más chances de un éxito inicial, pero suele generar expectativas optimistas en exceso, también en el exterior, que llevan a los gobiernos a volver a la indisciplina fiscal. Así pasó con la convertibilidad, que recayó en el endeudamiento para financiar la reforma previsional y tuvo muy mal final, pese a que una inflación acumulada negativa entre 1994 y 2001 (sic) permitió una desvalorización del peso cercana al 20%. Quizá podría pensarse en un cambio fijo, prenunciado como temporario hasta lograr la estabilidad. El dilema de la política cambiaria reduciría su gravitación con buenos acuerdos básicos y con una concertación realista y equitativa de precios y salarios.
En materia de crecimiento, los acuerdos deben aceptar el mayor crecimiento a la inversión y las exportaciones. El consumo debe y puede crecer, pero no liderar. Además de la incertidumbre sobre el próximo gobierno, y su calidad, la inversión tropieza con dificultades análogas a las de enero de 2016, cuando el presidente Macri volvió de Davos con multimillonarias promesas de inversión, pero pocas concreciones por la altísima carga tributaria sobre la producción. Aunque esta se redujo con la reforma de 2017, la crisis desde 2018 la limitó. Una alternativa para inducir más rápido la inversión es licitar adelantos de las rebajas impositivas ya aprobadas, otorgándolos a quienes menos incentivos pidan por peso invertido. No es lo ideal, pero quizá sí lo único posible.
El otro camino para poner en marcha la economía es avanzar con su apertura gradual y con señales que posibiliten un salto adicional de las exportaciones. El proyectado acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea debería impulsarse, sea quien fuere el próximo presidente. Su gradualidad, con plazos de diez y hasta quince años, ayuda a adecuarse. Una alternativa menor -quizá la única posible si la Unión Europea no aprueba el acuerdo- es hacer del Mercosur un genuino mercado común, ampliado a la Alianza del Pacífico. También podría pensarse en transformar la protección a la producción doméstica en un contrato a plazo entre el Estado protector y las empresas protegidas invirtiendo. La exportación también se impulsaría permitiendo considerar gradualmente a las “retenciones” como pagos a cuenta del impuesto a las ganancias empresarias. Para combatir aún más el “costo argentino” debe haber una política firme de defensa y promoción de la competencia, vía su Comisión Nacional. Y también hay que impulsar una mayor productividad, con un criterio inclusivo, no centrado en los despidos sino en la inversión en capital humano en las empresas y en el sistema educativo.
Estamos viviendo una situación de alto riesgo, pero quizá también cercana al único camino que conduce a la salida. Si el Frente de Todos ganara las próximas elecciones es importante que los acuerdos empiecen ya en la transición. Además, le tocará gobernar en las circunstancias más adversas de la historia para un gobierno peronista, solo comparables a las de la crisis de 1952, que aun contiene lecciones útiles para el presente, en sus éxitos y en sus fracasos. Pero, cualquiera que sea el próximo gobierno, el gran desafío será lograr amplios y certeros acuerdos, ojalá basados también en un nuevo sistema de partidos competitivos.
por Juan J. Llach
Sociólogo y economista, IAE-Universidad Austral
FUENTE: La Nación, 25 de octubre de 2019