Síntesis de la conferencia dictada por el Dr. Hugo Francisco Bauzáen el almuerzo del Foro de la Ciudad del 20.3.2019

 

Hablar de Troya hasta el año 1870 era zambullirse en el terreno de una fantasía fundada principalmente en los poemas homéricos; empero, a partir de esa fecha y gracias a la labor arqueológica de Heinrich Schliemann (1822-1890), el hallazgo de las ruinas de esa primitiva ciudad de la edad del bronce provocó un giro copernicano sobre la cuestión. Y es precisamente a partir de ese año y gracias a la labor del citado Schliemann como Troya, sin dejar del todo el terreno de la leyenda, adviene al de la historia fácticamente comprobable merced a la labor de la arqueología.

Destaco, en esta ocasión, que el Ministerio de Cultura y Turismo de Turquía declaró el año ppdo., vale decir, el 2018, como “El año de Troya” conmemorando el 20º aniversario de la aceptación por parte de la Unesco de su sitio arqueológico como “Patrimonio mundial de la cultura”. Para celebrar ese acontecimiento desde hace unos años el gobierno turco viene construyendo en el solar de la vieja ciudad un museo de grandes dimensiones donde albergar las piezas arqueológicas halladas in situ.

Pero hablar de Troya remite necesariamente al citado Heinrich Schliemann. Éste, en sus páginas autobiográficas -que hace unos años traduje para la editorial madrileña Akal- refiere que en la Navidad de 1829 su padre, un pastor protestante, le obsequió el volumen Die Welt Geschichte für Kinder La historia mundial para niños de Georg Ludwig Jerrer, ilustrada con grabados; uno de los cuales evocaba el momento en que el piadoso Eneas, cargando sobre sus espaldas a su padre y llevando de la mano a su pequeño hijo, salía de Troya por las puertas Esceas cuando la ciudad era abatida por la embestida helénica. El niño, de sólo nueve años, comenta a su progenitor que esos acontecimientos no debieron ser mera fantasía como se señalaba, sino reales según creía deducir de la tales imágenes. Esta afirmación corrobora una vez más el poder de la imagen como dispositivo que construye realidades, a la vez que pone en evidencia una línea patriarcal: padre, hijo, abuelo. El héroe troyano porta sobre sus hombros el destino de un pueblo: los restos de la Troya abatida que resurgirá en Roma.

Desde entonces, el propósito del joven Heinrich no fue otro que el de intentar sacar a luz esa ciudad sepultada en un pasado históricamente tan oscuro, como remoto.

Con los años, devenido arqueólogo y debido a su obsesión casi paranoica por dar visos de historicidad a la entonces mítica Troya se lanzó a la tarea aparentemente alocada de hallar y desenterrar dicha ciudad.

La antigua Troya estaba situada en la colina de Hisarlik, en la provincia de Çanakkale, en la actual Turquía, sitio geográficamente estratégico en tanto punto clave de una de las principales rutas comerciales que enlazaban Asia con Europa.

La Ilíada, composición épica que la tradición atribuye a Homero (siglo VIII a. C.), da cuenta de la existencia de esa ciudad presentándola como ámbito geográfico en que tuvo lugar la cólera del poderoso Aquiles, verdadero tema del poema, ocurrida en el último año de la guerra greco-troyana, enmarcada en el siglo XII a. C. Es decir que Homero evoca, unas cuatro centurias más tarde, episodios deformados por el paso del tiempo y, ciertamente, fantaseados por la imaginación poética; sumemos a ello que entonces Grecia carecía de escritura alfabética por lo que estos relatos estaban sujetos a los caprichos de la oralidad. Esta epopeya entre otras razones nos lleva a considerar el modo como se articulan mito e historia[2] a la vez que abre una cantera inagotable de situaciones trágicas que, modernamente, la literatura y el cine se valen de ella para mostrar nuevas maneras de pensar el mundo heroico; hoy, por ejemplo, el cine recurre a figuras arquetípicas de ese imaginario para construir estructuras de pensamiento.

El carácter soñador de Schliemann y su inclaudicable tenacidad por descubrir esa milenaria ciudad hicieron que este joven de origen humilde, tras una vida tan sacrificada como azarosa, lograra su cometido; en esta cruzada, ciertamente, tampoco hay que omitir su inteligencia luminosa. Su descubrimiento significó también un aliento inapreciable para la arqueología griega que, años más tarde, sería seguido por el hallazgo en la isla de Creta del palacio de Cnossos y de restos de la esplendorosa civilización minoica por obra de Arthur Evans.

Después de amasar una de las grandes fortunas de Europa, de aprender diversas lenguas y de iniciarse en el estudio de la antigüedad clásica, Schliemann, siguiendo con atención la topografía mencionada por Homero y páginas de Estrabón, excavó en la colina de Hisarlik. Tuvo también en cuenta los consejos de Frank Calvert, cónsul británico en los Dardanelos quien había intentado en vano desenterrar Troya. Tras varias campañas arqueológicas, que alternó con idénticas tareas de campo en el Peloponeso, Ítaca y Orcómeno, alcanzó finalmente su propósito[3].

Para su labor en territorio troyano tuvo dificultades: así convencer a las autoridades turcas para que le permitieran excavar, afrontar la malaria y otras enfermedades que atacaron a algunos de sus colaboradores y las frecuentes inclemencias del tiempo que entorpecen las labores de “la ciencia de la pala”, como se denomina a la arqueología.

En 1870, a poco de comenzado su trabajo, halló restos de un muro ciclópeo que, equivocadamente, creyó correspondían a la Troya evocada por el bardo ciego; con todo, ese primer hallazgo fue el punto de partida para excavar en un sitio donde, más tarde, se hallarían restos de nueve ciudades superpuestas -la de época homérica corresponde al estrato VIIa-. El momento clave ocurrió en 1873 cuando fuera de los muros de Troya, a varios metros de profundidad, encontró un importante tesoro al que bautizó “el tesoro de Príamo”. Fascinado por ese hecho y para divulgarlo de manera efectista, retrató a su mujer, Sofía Engastrómenos, adornada con tales joyas; esas fotografías recorrieron el mundo entero. Tal circunstancia provocó controversias pues muchos conjeturaron que Schliemann, para revestir de credibilidad el descubrimiento de Troya del que dudaban, habría reunido viejas joyas simulando haberlas encontrado en ese sitio; Gran Bretaña fue la primera en valorar ese hallazgo y conferir a Schliemann el debido reconocimiento a su labor. Dicho tesoro, donado más tarde por su descubridor al gobierno alemán, después de agitado trajín y ocultamiento durante la Segunda Guerra, hoy se encuentra en Moscú, en el Museo Pushkin, donde la entonces Directora lo exhibió por vez primera en 1996 provocando, como era de esperar, una agitada controversia, aun no resuelta, sobre a quién pertenecía, ya que Grecia, Alemania, Turquía aducen tener derechos sobre él.

La muerte sorprendió a este aventurero devenido arqueólogo, como he destacado, en una plaza de Nápoles, su cuerpo fue llevado a Atenas donde residía en una fastuosa mansión -hoy el Museo Griego de   Numismática- y sepultado en el Proto-Nekrotafio ‘el Primer cementerio’ de la ciudad, similar a nuestro cementerio de la Recoleta por su historia y jerarquía. Su tumba, por él diseñada, simula un templo dórico en mármol blanco en cuyo friso la figura de Schliemann, multiplicada muchas veces, va explicando a su mujer el descubrimiento de la Troya histórica hasta ofrecerle simbólicamente la ciudad. Ese friso, una suerte de bitácora iconográfica, da cuenta de los distintos momentos del hallazgo de la vieja pólis. En ese cementerio descansa también la actriz Melina Mercuri a quien sus conciudadanos despidieron como “diosa de la belleza y la libertad”, esto último ya que, en 1981, siendo Ministra de Cultura de Grecia, tuvo el coraje de enfrentarse a Gran Bretaña en reclamo de las metopas del Partenón (junto a su tumba, la del cineasta Jules Dassin). Cabe referir que hoy día científicos de diversas partes del mundo están empeñados en una cruzada tendente a la devolución de las metopas de una parte del friso del Partenón que, a fines del siglo XIX, Thomas Bruce, 7º conde de Elgin, entonces embajador británico en Turquía, transportó al Museo Británico, donde se hallan actualmente.

La tarea arqueológica de Schliemann sigue siendo motivo de controversia pues, llevado por un entusiasmo desmedido, no se atuvo a los cánones que hoy rigen esa ciencia. Por apresuramiento y por desinterés desestimó y hasta destruyó restos arqueológicos posteriores a la Troya homérica. Schliemann no era un profesional avezado en esa ciencia entonces incipiente, sino lo que hoy llamaríamos un diletante movido por una firme convicción: el hallazgo de la Troya primitiva. Su segundo gran “hallazgo” -según palabras del arqueólogo el británico A. Evans quien en Creta halló el palacio de Cnossos- fue haber incorporado en su labor a Wilhelm Dörpfeld, joven arquitecto alemán con sólida formación en tales cuestiones, quien dató los diferentes estratos aposentados sobre ese antiguo solar. Así, pues, su labor de campo permitió establecer la datación de los diferentes asentamientos en suelo troyano, así como que la ciudad evocada por el mito habría sido abatida por un incendio entre los siglos XIII y XII, fecha coincidente con la versión que se deduce de las composiciones homéricas.

Con posterioridad, diversos estudios fundados en la referencia a un eclipse mencionado en la Ilíada, en datos del matemático griego Eratóstenes y, más tarde, en un trabajo del polígrafo romano Varrón –De familiis Troianis ‘Acerca de las familias troyanas’– que hablaba de los troyanos asentados en el Lacio permitirían precisar los diez años que evocan el sitio y famosa guerra entre los años 1193 y 1184.

Al margen de las conocidas razones míticas, cabe preguntarnos por qué los griegos pusieron tanto empeño en destruir a la antigua Troya, una ciudad aparentemente de escasas dimensiones. Ese interrogante se vio esclarecido gracias a Manfred Korfmann, otrora profesor en la Universidad de Tubinga quien, durante más de treinta años, dirigió en el solar troyano un relevamiento arqueológico del que llegaron a formar parte trescientos cincuenta colaboradores, entre los que se contaban científicos de nota y personal auxiliar que manejaba palas y tractores. Este estudioso descubrió el encintado murario de lo que llamaríamos la Troya “baja”; hasta entonces sólo se conocía la Troya “alta”, vale decir, la acrópolis donde habrían estado el palacio, sus dependencias administrativas y los templos.

El hallazgo de Korfmann da cuenta de que la Troya evocada en la Ilíada era unas diez veces más grande de lo que se pensaba, lo que lleva a que imaginemos, con razonable cuota de credibilidad, que entonces ninguna ciudad del continente europeo debía tener las dimensiones y poderío de Troya; la avanzada bélica de los aqueos obedecería al propósito de desbaratar la pujanza y riqueza de esa ciudad, además de saquearla. Se explica así que los micénicos y sus aliados hayan aprovechado el debilitamiento -y posterior derrumbe- del imperio hitita, del que Troya era una ciudad aliada, para atacarla. Ese propósito parece haber sido razón suficiente para que las ciudades griegas al mando del rey Agamenón la sitiaran durante largo tiempo hasta destruirla mediante el fuego.

Aunque sorprenda, Korfmann hizo público ese hallazgo en una conferencia que ofreció en el Museo Etnográfico Juan B. Ambrosetti de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en el año 2004, pocos meses antes de su muerte, ante oyentes que, sorprendidos, escuchamos de su boca esa notable revelación. Esta anécdota pone de relieve la jerarquía de esta institución que atesora importante material etnográfico vinculado con nuestro pasado remoto.

Heródoto en su Historia (I 5) señala que “los persas estaban persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya”; recordemos que, no en vano, pocos siglos más tarde, intentaron conquistar la Hélade siendo vencidos en tres combates memorables: Maratón, Salamina y Platea. Memorioso de esos hechos en el 334 Alejandro Magno mandó erigir en el solar de la primitiva Troya un templo a Atenea Ilíaca -Ilión era el antiguo nombre de esa ciudad- con lo que, además de rememorar la victoria de helenos sobre troyanos, coronaba su desembarco en tierra asiática.

A veinte años de que la Unesco incluyera el sitio arqueológico de Troya como “Patrimonio mundial de la cultura” según hemos señalado, vienen a nuestra mente los recuerdos de la luctuosa contienda y, por cierto, el parecer de Jorge Luis Borges. Desde una perspectiva mítico-poética nuestro insigne bardo, atento lector de Homero, en “Del culto de los libros” consignó: “En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar.”

[1] Nos hemos ocupado de este hallazgo en una nota publicada en la revista Criterio: “El despertar de la mítica Troya” (Año XCI, Octubre 2018, nº 2452, pp. 20-23).

[2] Sobre dicha articulación y tratando de separar mito de historia puede consultarse el trabajo de Caroline Alexander poco ha traducido al español: La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la Ilíada, trad. J. M. Álvarez-Flórez, Barcelona, Acantilado, 2015.

[3] Tuvimos ocasión de ocuparnos de esas labores arqueológicas en el “Estudio preliminar” a nuestra traducción de Heinrich Schliemann, Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investigaciones arqueológicas, Madrid, Akal, 2012.