DE INTELECTUALES, DEMOCRACIA Y POPULISMO.

Escribe Antonio Las Heras

Con el éxito que le es característico, acaba de cerrar la 42º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires que contó con la presencia de dos Premios Nobel; uno de ellos Mario Vargas Llosa. En la entrevista pública allí realizada ante unas 1.500 personas, el escritor peruano no vaciló en volver a destacar la preeminencia de aquellos países donde la democracia y el libre mercado se practican de manera habitual por sobre aquellos en que sus gobernantes mientras hablan de “ejercer el populismo” lo único que consiguen es empobrecer a la nación y, con ello, a sus habitantes. Sin haber llegado a las situaciones extremas por las que atraviesa Venezuela, los argentinos conocemos de esto por estar atravesando aún las consecuencias de esas maneras de gobernar.

Nos parece importante, en éste punto, reflexionar sobre el rol que cabe a los intelectuales frente a tales acontecimientos. Claro está que la tarea esencial de todo pensador es la denunciar aquello que encuentra desacertado con la intención de que – a través de dicha alerta – sea posible corregirlo. En cambio no encontramos condición digna para un intelectual la de falsear los hechos a consciencia ni – mucho menos – la de invitar a ejercer la censura. Mas no podemos desconocer que así ocurre con algunas personas que se autodefinen como intelectuales y que de ese modo son reconocidos por algunos otros.

El mismo Vargas Llosa trae a la memoria esto, cuando expresa al periodista de LA NACIÓN: “Uno de mis sueños secretos era vivir algún tiempo en Buenos Aires. Pero fíjese que tengo recuerdos tristes de mis últimos viajes. Me invitaron a la Feria del Libro a pronunciar una conferencia y un grupo de escritores encabezados por el director de la Biblioteca Nacional (se refiere a Horacio González) pidió que me prohibieran hablar por mis ideas políticas. ¡Escritores! ¡El director de la biblioteca donde estuvo Borges! Era un índice de la ceguera ideológica que había cundido en la Argentina y que empobreció al país, además de enconarlo.”

De lo que dice el autor de “Pantaleón y las visitadoras” soy testigo directo por haber participado en los debates en la Comisión de Cultura de la Fundación El Libro (organizadora de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires) – a la que pertenezco – y en los cuales varios colegas expresaron su convencimiento de que no se debía permitir la disertación de alguien con esas ideas. O lo que es lo mismo: A quien no piensa como yo ninguna tribuna le daremos. Un concepto que va en contra de toda manera civilizada de convivencia para la cual resulta fundamental el respeto y la aceptación de la disidencia, el debate racional y la no agresión a los demás por el hecho de pensar diferente. Cuán lejos estamos de aquella sentencia de Voltaire: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.”

Entendemos que es fundamental que los verdaderos intelectuales – caracterizados por la certeza de que quien piensa diferente no es, por ello, un enemigo – deben denunciar cuántas veces sea necesario cada ocasión en que alguien sea discriminado o agredido por la única razón de no pensar de su misma manera. Mientras tanto mantener presente el ejercicio de la sentencia sarmientina: Hay que educar al soberano.