Un cuento de María Eugenia Lascano Quintana

 

Había algo extraño en esas palabras y el tono de voz con que las pronunciaba. Debí saber que el hecho de que insistiera con exámenes previos era una clara señal de que había encontrado algo no habitual en los resultados de mi primera mamografía. Aquella mañana de junio de 2008 llegué a la Clínica Alemana dispuesta a tachar, muy rápido, de mi lista de pendientes ese miedo a la enfermedad, ese maldito presagio de muerte joven. Y para burlar al destino y desterrar las supersticiones, fingí naturalidad, simulé que iba muy apurada y llené mi agenda de forzados compromisos que limitaban mi tiempo en la clínica a tres apretados renglones, entre las diez y las once y media.

Logré manejar mi ansiedad con la tecnóloga de turno a fuerza de chistes y sobradas palabras. Su figura, en delantal celeste y pisadas sordas me acompañó a la camilla de la habitación contigua. Acomodó mi cuerpo, lo tapó con una manta suave y prometió que la Dra. Horbat no tardaría en llegar. El frío esperar en la sala a oscuras puso en riesgo mi actuación. Con esfuerzo logré volver al personaje. “Me parece el colmo que me dejen abandonada aquí” prometí que le diría a la doctora. “Como si una no tuviera nada más importante que hacer.” Ensayé entre dientes.

Los sonidos del silencio me aturden. No siento pasos en el pasillo e imagino que todos los doctores revisan mi mamografía. Temo que nadie se atreva a hablarme. Intento darle batalla al miedo regresando al personaje. “Qué falta de respeto, seguramente se atrasaron con el paciente anterior, tan típico de los médicos.” Sentencié.

Cuando finalmente la puerta se abrió y aún antes de escuchar su voz pensé que era demasiado bella para ser portadora de malas noticias. Sus ojos claros se acercaron con ternura y con las palabras recortadas, por su origen germano, preguntó, por segunda vez, si era cierto que, como le había dicho a la tecnóloga, este era mi primer examen. Su voz permaneció en la sala para declarar, con esa habilidad que tienes los médicos de anestesiar toda emoción de sus palabras, que debíamos repetir el estudio porque había algo que se veía extraño.

En el segundo acto no hubo chistes, desapareció mi voz y un fuerte tornado arrasó con mi existencia. No hubo dolor físico, porque para que haya dolor, uno debe estar ahí, pero yo era sólo un cuerpo. Y al parecer, un cuerpo enfermo.

Detenida en el tiempo de una agenda que ya no se cumplió sobreviví el resto del examen en silencio. Otra vez la camilla, esta vez sin espera. La doctora tiene un nombre, se llama Eleonora y tiene manos cálidas que escanean mi enfermedad a través del helado gel que, aun así, no siento. Habla poco, mientras busca respuestas en la pantalla.

– María Eugenia, ¿puedes volver esta tarde? Me gustaría revisar los resultados con otros médicos. Tengo algunas dudas y necesito tener opciones. – sugirió.

– ¿Qué piensas cuando escuchas la palabra cáncer? – Todas las sesiones de terapia se reducen a esta pregunta. Claudia, mi psicóloga, espera atenta a mis palabras que buscan entre mis archivos. Estoy sentada en la sala de mi departamento de niña. Frente a mi adolescencia una madre despide a sus hijos con un dolor que se acumula en mi garganta y se fuga por mi mirada. La protagonista, Emma, tiene cáncer de mama y dos hijos pequeños a quienes va a dejar solos. Quiere despedirse, está aterrada, pero, disfrazada de madre vela por ellos. “Cuando seas grande recuerda que yo sabía que me querías mucho” le dice a su hijo grande, que enojado, se niega a abrazarla. “La fuerza del cariño”, en esa escena, ilustró la definición de cáncer en mi cabeza.

– No me quiero morir – balbucea hoy mi cáncer de madre. – Quisiera verlas crecer – ruega lo que queda de mí. Y un escalofrío perpetuo se adueña de los restos estrellados de un futuro que acontecerá, aún sin mí.

Hay palabras que escucho en una lejana dimensión. Me dan abrazos que recibe el cuerpo que se separa un poco más de mí. Recibo reiki, y plegarias, pociones mágicas y obligado descanso. El tiempo pasa lento, como si hubiera detenido su marcha para permitirme mirar con detenimiento cada detalle, toda la belleza de la vida que tengo y que puedo perder. Mis hijas juegan ajenas a todo dolor y a mis incertidumbres. El ruido de sus carcajadas es el audio que decido escuchar cuando someto mi cuerpo a la radioterapia de todos los días. Despierto, vivo y me acuesto agradeciendo cada nuevo día y temiendo por cada nuevo amanecer.

Y está él. A mi lado, por debajo, sobre mí, omnipresente, todopoderoso. Su fuerza y su valor ya fue puesto a prueba otras veces, pero yo siempre estuve con él. Ahora Gustavo respira por mí, lucha por mí, responde por mí. Sus palabras son las únicas que logro escuchar y sus manos de hierro son las únicas que me levantan y me empujan. Mi ausencia es temporal, y él lo sabe, o se aferra a eso. Piensa que volveré a habitar en nuestra vida el día que pierda el miedo a la última escena. Cuando consiga dejar de esperar, con temor, que se baje el telón de mi vida terrenal.