El déficit de confianza constituye, sin duda, el problema central de las democracias contemporáneas. Ellas no pueden ya erigirse en un régimen que asimile y responda las demandas sociales, evitando la protesta, el rechazo masivo y la búsqueda de alternativas fuera del sistema. En esta crisis, cada sociedad se desliza al desencanto según sus propias características, morigerando o profundizando las penurias, lo que recuerda aquel párrafo de Tolstoi, en el inicio de Anna Karenina: “Todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”. Lo que se postulará aquí es que la manera argentina de contribuir a la desilusión con la democracia encierra una singularidad: la degradación simultánea de la moneda y el Poder Judicial. No se trata de una novedad, porque el dinero y la Justicia son dos instituciones que, como otras, no escapan a la decadencia o a la compulsión a repetir los mismos errores que distingue a este país. Sin embargo, la actualidad está mostrando, tal vez como nunca antes, el modo en que la superposición de los escándalos judiciales y la devaluación del peso pueden dejar huérfana e indefensa a la sociedad.
Esto es así porque antes que ser unidad de medida de las transacciones o de administrar absoluciones y condenas, la moneda y el Poder Judicial son signos de la confianza que los individuos depositan en las instituciones públicas. Esa certidumbre es el fundamento de la creencia que posibilita la delegación de la autoridad. Si no existe, el resultado es la falta de convicciones y valores que torna difícil gobernar. Entonces se percibe la ausencia desconcertante de referentes y modelos, de instrumentos y recursos. La moneda en que se debería confiar para transar y ahorrar cada día vale menos, se esfuma de las manos, muere. Los jueces y los fiscales, que tendrían que representar la independencia y la objetividad, forman parte de tramas de intereses políticos y de prácticas de extorsión y espionaje. Así, la diferencia entre legalidad e ilegalidad desaparece. El dinero y los funcionarios, al desnaturalizarse o apartarse de la ley, dejan de simbolizar el aspecto fiduciario de las relaciones sociales, con el consabido daño para el sistema. Esto, que la ciencia política denomina “crisis de legitimidad”, la gente lo experimenta en la vida cotidiana bajo la forma de bronca, orfandad y desengaño.
Como si lo hubiera escrito hoy, el politólogo Hugo Quiroga se refirió, con motivo de la crisis de 2001, a las consecuencias sociales de la devaluación monetaria, en estos términos: “Hoy la incertidumbre económica, la devaluación y la inflación han hecho perder al peso su carácter de unidad de referencia. La consecuencia es que el dólar gobierna la economía y los ciudadanos se ven obligados, como antaño, a desarrollar estrategias de sobrevivencia frente a esa tiranía y frente a la devaluación de la moneda nacional. Los ahorristas confían únicamente en el dólar como reserva de valor, en una moneda extranjera sobre la cual las políticas gubernamentales no puedan influir ni alterar su valor. Tanto la hiperinflación de 1989 como la crisis actual revelan la pérdida de confianza en el peso”.
Ante esa debacle, Quiroga plantea una cuestión clave, que supera la visión mercantilista de la moneda, al puntualizar que esta “cumple una función de regulación entre el orden económico y el político: permite la inserción del orden político en el económico, de la misma manera que el derecho permite a la lógica capitalista insertarse en el orden político”. Es decir, sin moneda y sin Justicia independiente la democracia capitalista carece de normas y principios, lo que la convierte en una fuente de desconfianza e imprevisión. El riesgo país es una cuestión técnica, pero también simbólica.
El presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, planteó el aspecto legal de este drama en la inauguración del año judicial, abogando por el ideal de imparcialidad e independencia de los funcionarios de ese poder. Este valor se expresa en el adagio clásico nec studio, nec ira, es decir, actuar sin favor y sin cólera. Una actitud incompatible con el espíritu de venganza, la defensa de intereses políticos y, por cierto, con hábitos deshonestos que refuerzan un fenómeno revelado por los sondeos de opinión: la sociedad desconfía de la transparencia y la equidad del Poder Judicial.
No se trata de abstracciones republicanas. Una democracia sin moneda y sin Justicia es la condición de un hecho vergonzoso: uno de cada tres ciudadanos es pobre y casi la mitad de los menores de 14 años se encuentra en esa condición. El círculo se cierra: donde falla la legalidad, falla también el reparto justo de los bienes. Y cuando la inflación destruye la moneda, condena a la pobreza a los que menos tienen.
Si la elección presidencial se torna una lucha por el poder que ignora estos desastres, la Argentina seguirá siendo una frustración para sus residentes y un país sospechoso para el mundo.
Por: Eduardo Fidanza
FUENTE: lanacion.com