Desde hace algún tiempo flota la noción que la solución de los grandes problemas argentinos precisa de amplios acuerdos. Un obstáculo es, hasta el presente, la muy escasa vocación para acordar de quienes deben dar los primeros pasos, esto es, los gobiernos de turno, pero además otra gran limitación es el contenido.

Acuerdos amplios no serían tan difíciles de alcanzar cuando las principales fuerzas políticas tienen una visión común respecto al destino como sociedad y sus diferencias son solo matices. Por ejemplo, las diferencias entre republicanos y demócratas en Estados Unidos, o entre colorados, blancos y Frente Amplio en Uruguay no afectan las convicciones fundamentales sobre inserción en el mundo, derechos civiles, funcionamiento de las instituciones democráticas, división de poderes, etc. Lo mismo puede decirse de la mayoría de las sociedades europeas. Tampoco afectaría la posibilidad de este tipo de acuerdos la existencia de fuerzas minoritarias con paradigmas radicalmente opuestos sobre la organización social, como el caso de ciertas izquierdas o derechas existentes en nuestros país.

El problema existe cuando las diferencias sustanciales se presentan en las fuerzas políticas mayoritarias. El peronismo, fundamentalmente en su versión kirchnerista, parece sentirse cómodo con un modelo estatista de sesgo autoritario en el que el capitalismo es fustigado. Quedan muy pocas sociedades de este tipo en el mundo actual y no son precisamente las más exitosas. En la otra vereda, las fuerzas políticas han tendido a identificarse con un modelo liberal-republicano con amplia libertad de las fuerzas de mercado y escasa convicción para políticas redistributivas de calidad.. Así, definir el tipo de sociedad a la que aspira la mayoría de nuestros representantes no es solo una condición previa a definir amplios acuerdos; es, en realidad, el amplio acuerdo.

Los grandes cambios que el país experimentó tuvieron un modelo de sociedad a seguir.

El primero de ellos, llevado a cabo por la generación del 80, realizó una gigantesca transformación que llevó a un pobre territorio situado al final del planeta a ser una de las más destacadas sociedades de aquel momento. Se trataba de una elite que tenía un objetivo central: ser Europa en América y no escatimó poder para cumplir el objetivo: guerra al aborigen, inmigración masiva europea, alianza estratégica con Inglaterra, ferrocarriles, educación pública para integrar a los hijos de los inmigrantes, consolidación del poder del gobierno nacional a través de un ejército y la potestad de emisión de moneda arrebatada a las provincias. La Argentina de comienzos del siglo XX era otra y sin duda mucho más relevante internacionalmente que la del siglo XIX.

El segundo, representado por el primer peronismo, también tenía una ambición: dejar atrás la nación básicamente agrícola para avanzar en la construcción de un país industrial que no tuviera nada que envidiar a la potencia emergente de la Segunda Guerra Mundial: los Estados Unidos. Para ello, utilizó intensamente el poder estatal basado en el apoyo del aparato militar y de una emergente clase obrera que los procesos de migración interna y urbanización habían puesto en disponibilidad.

En ambos casos la marginación de quienes se oponían a estas transformaciones las hizo posible. En contraste, en las últimas décadas ninguna de las fuerzas mayoritarias pudo doblegar a la otra para imponer su visión de país salvo por periodos muy cortos. En consecuencia, insistir en erradicar la otra mirada no parece haber llevado a otro destino que alargar la decadencia. Y sin embargo es la que sigue intentándose con la esperanza de torcer definitivamente el brazo del otro.

¿No será un buen momento para empezar a debatir un modelo de sociedad que abarque a las mayorías? ¿o seguiremos jugando al aplastamiento del otro? ¿Será suficiente para aquella tarea que los sectores menos radicalizados de ambos universos comiencen a explorar la construcción de un rumbo común? ¿no habría que comenzar a abandonar la inspiración que provoca Venezuela o los Estados Unidos y buscar otro rumbo? Suecia, España, Alemania, Canadá, Australia podrían ser algunos modelos para inspirarnos. ¿Y por qué no Uruguay?

por Aldo Isuani

La Nación, 26 de noviembre de 2020