Las informaciones que llegan de diversas partes del mundo acerca de los múltiples impactos del Covid-19 agregan dramatismo y desafíos a la situación social de nuestro país. En efecto, más allá de los efectos sobre la salud física de las personas, informes muy sólidos muestran el aumento de casos de depresión, ansiedad, angustia, baja autoestima y las consecuencias por uso de sustancias y suicidio en los contagiados y sus familias. Las causas de esta pandemia psicológica son muy evidentes. Desde el terror a contraer la enfermedad hasta haberla sufrido; el encierro; la pérdida del empleo; la violencia familiar asociada a las crisis económicas; y en general el miedo al futuro.
Entre las muchas cifras conocidas, es en Gran Bretaña donde se han hecho estudios más profundos que muestran que, entre quienes sufrieron Covid, el 33% tuvo algún diagnóstico neurológico o psiquiátrico; y que sobre una población de 65 millones de personas, 8,5 millones de adultos y 1,5 millones de niños y jóvenes han de requerir apoyo en salud mental como consecuencia de los efectos de la pandemia durante los próximos 3 a 5 años.
Las mismas tendencias relacionadas con la salud mental pediátrica y juvenil se repiten en países de diverso nivel de desarrollo económico y social.
Si estas son las cifras de países que tienen carencias materiales infinitamente menores a las nuestras, cabe imaginar lo que está sucediendo en una sociedad en la que a la situación de pobreza cronificada se agregan ahora no menos de 20 puntos de nueva pobreza, básicamente de sectores medios que han perdido bienes materiales, pero también todo sentido del mañana. Millones de personas necesitan contar con algún apoyo que les permita reconstruirse de lo que están sufriendo y poder reincorporarse a la vida laboral y social. Como una síntesis de su experiencia cotidiana, un trabajador social decía hace poco: “A medida que bajan las aguas, vemos cuánto daño han sufrido los niños y jóvenes y estamos desolados”.
La pandemia y la situación económica y social están agrediendo lo que el premio Nobel Amartya Sen llama las capacidades, o sea, la libertad real con la que una persona necesita contar para alcanzar lo que valora; y que es mucho más que recursos económicos. Su carencia es la cara oculta de la pobreza, que condicionará definitivamente la construcción de la vida.
Un ejemplo claro son los niños, como lo demuestra el Observatorio de Deuda Social de la UCA, quienes han sufrido en sus derechos básicos, por los dramas de sus hogares, en sus posibilidades de comprender, leer, ser escuchados, ser queridos; sin contar con un Estado que se ocupase de resolver tanto cuestiones elementales –como la documentación– cuanto temas gravísimos como la adopción o la violencia familiar. Sin esos cuidados básicos, sus posibilidades de integración van en camino de perderse para siempre.
En el caso de los jóvenes, cuestiones que van desde la pérdida de las herramientas educativas más elementales hasta las adicciones, e incluyendo los incentivos culturales para “estar adentro” de la dinámica social.
Por razones muy comprensibles, el Gobierno ha puesto el mayor esfuerzo en asegurar una mínima cobertura de las necesidades económicas. Pero con eso no resuelve una de los peores desgracias que puede sufrir un ser humano: la pérdida de sentido y de recursos para el futuro. Por ello es que es esencial cambiar el modelo de política social prevaleciente, manteniendo la base de transferencias más básicas, pero incorporando un fuerte componente de cercanía, el “uno a uno” que permita contener y resolver esos problemas y sobre todo aportando instrumentos para que las personas vuelvan a sentir que podrán incorporarse a la vida social y económica. Se trata de un desafío en múltiples dimensiones, muy complejo para concebir y ejecutar, pero que tiene un enorme componente de humanidad.
Si no recuperamos nuestro capital humano –en especial el de los más pobres–, no solo habrá un claro límite al crecimiento del PBI, sino que aumentará la desigualdad, con sus consecuencias de injusticia e inestabilidad política y social
El primer objetivo deben ser los niños, que son las principales víctimas de este desastre, abordando con recursos y profesionalismo los problemas más críticos. Ello significa reemplazar el actual silencio e inactividad cómplice por un compromiso público y explícito, con un programa integral que sea controlado y evaluado por instituciones independientes y que incluya todas las dimensiones que los afectan, detalladas en la Convención sobre los Derechos del Niño.
Con la educación, comprometerse públicamente a compensar lo perdido en los contenidos básicos, pero también en los saberes orientados al trabajo, usando todas las herramientas existentes y aun replanteando el contrato con los gremios docentes, quienes deben maximizar su esfuerzo con un compromiso explícito con las acciones que aseguren la máxima calidad posible.
A ello se suman necesariamente los demás daños que ya hemos mencionado y que afectan aspectos básicos de la vida, como contener a los miembros de las familias que se han deshecho; ayudar a quienes han caído en la adicción, etcétera.
Para tener resultados tangibles, esta necesaria gesta social requiere reformas profundas en los criterios de administración de los recursos. Es inaceptable que aún no se hayan centralizado todas las bases de datos de los diversos programas para evitar tanto los abusos cuanto las carencias; agregando información sobre los beneficiarios de modo de focalizar mejor las ayudas.
Y como el trabajo uno a uno no puede hacerse a distancia, es vital cambiar el actual modelo centralizado , ayudando a las provincias, municipios y organizaciones de la sociedad civil para que puedan ampliar y profundizar su trabajo con tecnologías sociales que están probadas en muchos países.
Pero este modelo de cercanía que se debe implementar hace inevitable una referencia al tema de los “movimientos sociales”. El nivel de inserción que tienen en los barrios más humildes puede ser una herramienta para la politización o para colaborar en este desafío, incorporándose a las actividades que se implementen. Pero para ello es necesario salir de los planteos grandilocuentes que muchos de ellos proclaman como su objetivo central, concentrándose en cambio en la compleja tarea de ayudar a recuperar las capacidades de las personas, acercándose a las familias, los niños y los jóvenes con proyectos bien construidos en los que pueden colaborar otros actores públicos y sociales que agreguen rigor y calidad a la voluntad de los movimientos.
Estamos frente a una situación aciaga cuya resolución debe ser un objetivo nacional. Es cierto que no habrá recuperación plena de la pobreza si la economía no se ordena, crece la inversión y hay un marco jurídico adecuado que estimule el empleo. Pero se trata de un proceso convergente. Si no recuperamos nuestro capital humano –en especial el de los más pobres–, no solo habrá un claro límite al crecimiento del PBI, sino que aumentará la desigualdad, con sus consecuencias de injusticia e inestabilidad política y social. Los dramas humanos que vemos hoy se amplifican a medida que pasa el tiempo y las personas pierden la esperanza de resolverlos.
Una gesta humanitaria como la que proponemos requiere de acuerdos políticos entre quienes comprendan la profundidad de esta catástrofe y estén dispuestos a comprometerse a poner todas sus energías y saberes para –literalmente– salvar la vida de millones de nuestros compatriotas.
por Eduardo Amadeo
La Nación, 21 de agosto de 2021