Por Graciela Maturo
Haremos algunas consideraciones sobre tema tan vasto e inabarcable como “Tiempo y eternidad”, desde la perspectiva del poeta, que maneja estas categorías. El tiempo es connatural a la vida del hombre, y su percepción no necesita ser demostrada. El hombre empieza a percibir su dimensión temporal desde que deja la primera infancia, cuando constata el deterioro de las cosas y se aboca a la propia finitud. Su cuerpo se transforma, los cuerpos de quienes lo rodean envejecen, la muerte se cierne sobre los animales, las plantas, los seres próximos. Cuando el niño ve morir a su perro, a un abuelo, o a sus padres, se le comunica la cruel noticia de que todos hemos de morir, finir, desaparecer del mundo.
El poeta habla primariamente de la naturaleza que lo rodea, y de inmediato asoma la dimensión del tiempo como constitutiva de la realidad del mundo y de su propia existencia. Se configura el tiempo como sucesión, que deja atrás lo pasado, y proyecta un futuro, en tanto lo realmente vivido es el ahora, el presente. La dimensión de lo que perece, pese a ser la más inmediata, no es racionalmente comprensible. ¿Porqué quien estaba deja de estar? ¿Qué ley rige la consumación del tiempo, que deja atrás lo vivido?
La filosofía ha pensado de diversos modos ese fluir del tiempo. Pensar en lo móvil y fluyente convoca a pensar en su opuesto, lo que es y permanece. Heráclito es mencionado como el pensador griego que piensa el Ser como movimiento, y se lo suele contraponer a Parménides, que piensa el Ser como permanencia.
Agustín de Hipona en el siglo V escribe sobre el tiempo como dimensión ineludible de lo humano, y sobre la eternidad como “tiempo de Dios”. [1] Afirma que sólo se puede pensar el Tiempo desde la Eternidad que lo sostiene y abarca. Pero San Agustín concede al hombre ambas dimensiones: el hombre puede percibir el Tiempo como unidad de Pasado, Presente y Futuro desde su propia dimensión de permanencia y eternidad. Existe en el alma – dice en las Confesiones – la memoria del pasado y la expectativa del futuro, pero siempre desde un presente que permite configurar la temporalidad. En San Agustín nace la concepción de un tiempo interior, que se contrapone al tiempo de los objetos, de la naturaleza: el tiempo cósmico. El hombre es libre de configurar su propio tiempo, no solamente el de la inmediatez, sino – hasta cierto punto- el de su vida, pero tiene cierta libertad acotada entre su nacimiento y su muerte. En ese lapso debe conformarse como hombre pleno; no es un ente ya dado desde su comienzo temporal sino alguien abierto a su autoconfiguración.
En la filosofía moderna el tema del Tiempo es una constante, no sólo ya como tiempo interior, sino como tiempo colectivo al que llamamos Historia. Una obra que me parece muy interesante para mostrar la evolución del concepto de tiempo en filósofos de la Modernidad, desde Kant en adelante, es la de Ángel Garrido-Maturano publicada hace pocos años.[2] Vemos en ella desplegarse la noción de tiempo interior en filósofos como Kant, Bergson, Husserl y Heidegger, y la noción de tiempo histórico, tomada del mesianismo judío, en un filósofo como Rosenzweig, maestro de Levinas, y en éste mismo. El libro parte de una aporía filosófica (aporía, como situación no soluble por vía de la razón): la imposibilidad de hallar una unidad entre el tiempo cosmológico y el tiempo subjetivo o tiempo vivido. Estudia posiciones que han tratado de resolver por uno u otro camino esa aporía, y finalmente – siguiendo a Bernhardt Welte- opta por permanecer en ella. Los griegos -nos recuerda el autor- tuvieron la doble experiencia de chronos, la sucesión inexorable de momentos iguales, que afecta a la materia, y aion, el tiempo de la vida y de la conciencia. Mantener la aporía supone el arribo a una concepción inter-relacional del tiempo que deja asomar sus implicancias religiosas.
Mi punto de partida es, siempre, el trabajo desde y acerca del poetizar y del poema. En el poeta asoma tempranamente tanto la percepción interior del Tiempo como la percepción – no tan común – de la Eternidad. Mientras la finitud es evidente y connatural, la Eternidad se muestra como revelación, asombro, belleza, esplendor.
En otro trabajo me he permitido asediar las vías del poeta hacia la Eternidad[3], considerando cuatro modos de acceso, que no pretenden ser los únicos ni aparecer totalmente validados. Hablábamos de la reminiscencia, el amor, la palabra, el instante. A continuación haré algunas consideraciones sobre los tres primeros aspectos, antes de centrarme en la percepción del Instante.
*La reminiscencia es vivida como un triunfo sobre el tiempo. Recordar (del griego cor, sánscrito Ker, de allí corazón ) puede ser una actividad mecánica, consistente en la reproducción de imágenes anteriormente generadas en la percepción, que vuelven a tener su representación sin el estímulo anterior; pero puede ser también – la palabra lo dice – una actividad regida por el afecto y la voluntad, encaminada a capturar el tiempo pasado. Al intensificar ese trabajo de la memoria, el sujeto recordante vuelve a incorporar a su presente el momento anterior, y esto es vivido como un triunfo espiritual contra el desgaste del tiempo.
Platón es quien habla de la reminiscencia, capaz de incorporar activamente el pasado al presente, al tiempo real. La reminiscencia se constituye en una técnica espiritual, y genera expresiones poéticas, entre ellas la elegía, género de la memoria (simbólicamente tutelado por Mnemosyne). La elegía es un género ritual y social antes de ser literario; existe en pueblos de muy diverso grado de evolución, como rito que hace soportable para cada individuo la pérdida de los deudos. El llanto se convierte en canto y engendra la elegía funeral, a través de la cual se recuerda al ausente – se llora su pérdida- y finalmente se lo celebra en su inmortalidad.
Por eso se dice que la elegía tiene dos tiempos: lamentación y consolación. El poeta la cultiva espontáneamente, pero a veces conoce el género por su cultura poética, y lo practica con pleno conocimiento. Cultores del género son en distintos tiempos Tibulo, Propercio, Horacio, Garcilaso de la Vega, Nicolás Guillén, Federico García Lorca, Daniel Devoto, Olga Orozco, Alfonso Sola González, Teuco Castilla.
*El amor, fusión mística de dos subjetividades, también es vivido como acceso a la dimensión de eternidad. Me limitaré a mencionar este punto que daría lugar a una larga disquisición. El desarrollo de la subjetividad personal sólo se hace pleno por la mediación del contacto con el otro, el semejante y distinto a la vez, aquel a quien somos capaces de elegir y recibir conformando una nueva unidad intersubjetiva. La intersubjetividad general, de que habla Husserl, sólo se hace viva y actuante cuando se particulariza en la unión de dos seres que se aman recíprocamente. [4] Esa unión recíproca es vivida también, en algunos momentos, como superación de la temporalidad y acceso a lo eterno, y así lo han manifestado grandes obras poéticas de todo tiempo en sus diversos lenguajes.
Cuando vemos afirmarse en la poesía – tanto popular como ilustrada- de distintas épocas, la aproximación del amor y la muerte, puede parecernos la reiteración de un lugar común o una afirmación trivial, carente de una significación profunda. Pero la expresión poética no hace sino poner en evidencia una dimensión real que apunta al total desarrollo de la persona humana, en camino hacia su realización. El amor, que es parte de ella, abre camino a la Eternidad en que se realiza plenamente.
*Mencionaré también, aunque es primordial, al lenguaje: es decir el lenguaje en su plenitud, la poesía, como vía de acceso a la eternidad.
Creo que nadie ha conferido a la palabra un estatuto sagrado como lo ha hecho Martin Heidegger. A partir de 1935, especialmente guiado por la lectura del poeta Friedrich Hölderlin, hizo una apreciación particular de la poesía que lo condujo a fundar una ontología del lenguaje poético. Tal concepción se ha desplegado en sus conferencias “Hölderlin y la esencia de la poesía”(1937, “Los Himnos de Hölderlin Germania y El Rhin”, “¿Y para qué poetas?”, y otros cursos y conferencias luego reunidos y publicados. [5]
Heidegger, como sabemos, habla del ser humano como Dásein: es el Ser pero el Ser-ahí, que existe ( ex -siste ) en el tiempo. En cambio el Ser (Sein, o Seyn ) es, aunque esto no significa oponer movimiento a estatismo como hacían los escolásticos, pues el Ser abarca toda la realidad y se manifiesta en ella con su propio movimiento.
Entre los atributos del Dásein se halla la palabra, por la cual -dice Heidegger, glosando a Hölderlin- podemos oir unos de otros pero también transmitir el lenguaje de los dioses a los hombres.
Lo que Hölderlin ha expresado con la forma poética “los dioses” remite a un sentido que se encuentra fuera del hombre. El hombre no es el productor del sentido, sólo acuña significaciones menores; función del poeta es escuchar y percibir señales de ese Ser o LOGOS o Acontecer, que se oculta y se desoculta, y comunicarlas a los demás hombres. Para ello cuenta con una escala que lo hace realmente hombre: la palabra. Heidegger habla de la palabra en plenitud, del habla, diferenciándola de las “habladurías” o significaciones menores propias del lenguaje cotidiano. Nos encontramos en el camino al habla.
En el lenguaje (poético) reside la Verdad, se hace presente la realidad del Ser. El hombre es Pastor del Ser cuando – asumiendo su condición de poeta- lo hace manifiesto a través del lenguaje pleno, la Poesía. Sólo entonces el lenguaje es la morada del Ser.
El poeta, al dejar que el lenguaje hable por su boca (pro-femí) aprende de su propio lenguaje. Puede reconocerlo como camino y como presencia. De hecho, proferir y reconocer su propio lenguaje es una vía importante para establecer un contacto con lo sagrado: percibe la eternidad.
*Ahora intentaré centrarme, así sea brevemente, en El instante como percepción de la Eternidad. Será solo una aproximación a un tema que me preocupa permanentemente, y ha dado origen a un trabajo actualmente en proceso.
El instante presente es el tiempo real, nos dicen los filósofos. Sólo el instante existe, pese a su fugacidad, cuya percepción agrupa a varios instantes que conforman una duración breve. Esa duración existe para la conciencia, que por ser intencional, es siempre una conciencia en relación con algo y con alguien, como lo afirma la Fenomenología de Husserl. El poema lírico, en su forma más conocida, es la expresión de ese momento conformado por varios instantes como vivencia de un tiempo presente, limitado. Esto no quiere decir que toda percepción del instante sea siempre un momento de experiencia de lo eterno.
Sin embargo, la “detención” voluntaria de ese presente, la intensificación de la vivencia, traspasan por así decirlo la fugacidad temporal para conformar un cambio de conciencia y un acceso a otro nivel de la realidad.
La contemplación (contemplatio, voz latina que reúne el prefijo con y la raíz templum ) tiene larga antigüedad como vía de contacto con lo sagrado, inefable o mistérico. Su correspondiente griego fue designado en los comienzos de la Grecia antigua por la voz teoría (de theoréin , visualizar) propia del vivir filosófico, pero esta palabra se fue confundiendo casa vez más con una actitud intelectual frente a los objetos que se aleja de aquella significación.
La actitud contemplativa, propia de la vida monástica, ha sido un preludio de la mística, es decir una apertura a la Iluminación y la fusión con el Ser, de índole receptiva y volitiva. Algunos poetas tanto antiguos como modernos reconocen esa aproximación, mientras otros cultivan la actitud contemplativa como propia del poetizar, sin llegar a aquellas consecuencias. Lucas Soares, en una conferencia [6] ha parecido preferir ese último rumbo en seguimiento de Roland Barthes.
Por mi parte comparo la vía contemplativa relacionada con la Belleza, vía explorada por los poetas, con técnicas monásticas de Oriente y Occidente, tema que dejo aquí apenas consignado.
La contemplación, entendida como búsqueda y encuentro con la Belleza, hace del contemplativo un amador. La antigua teoría del Amor y la Belleza que los griegos llamaron filocalia fue expuesta por Platón en su diálogo El Banquete, donde el autor le hace decir al propio Sócrates, que la enuncia, que ha recibido tal doctrina de una mujer de Mantinea llamada Diotima. Este nombre será ya ineludible en esta corriente, como podemos verlo en Novalis y en María Zambrano.
Platón abría la ambigua relación de la poesía con la razón y con la mística, pero esta última vía no fue tenida en cuenta por Aristóteles, que asimismo rechaza al mito como forma filosófica. A partir de Aristóteles la filosofía occidental, en sus líneas más conocidas, se constituyó sobre la base de la racionalidad. La filocalia, con un sentido espiritual y místico, se refugió en los poetas, en monjes contemplativos y en filósofos-poetas. Autores como Dante, Raimundo Lulio o San Bernardo de Clairvaux, fueron doctrinarios de esta corriente que llega a nuestros días. Entre nosotros ha sido Leopoldo Marechal quien difundió y reelaboró la doctrina de la Belleza como formación del alma. [7]
Un teólogo y filósofo de nuestro tiempo, Hans Urs von Balthasar[8], ha considerado a la Belleza como manifestación de la gloria de Dios, y a los poetas como sus realizadores. La Belleza, que no es sólo una propiedad de las formas bellas sino el encuentro gozoso con la Unidad del Todo a través de vías sensibles o suprasensibles, es para el hombre religioso el atributo de Dios. La creación poética entraría en la categoría del don.
Puede aceptarse que el camino del artista se desarrolla especialmente por vía de la contemplación, aunque no excluye la vía racional . Es lamentable que muchos de nuestros contemporáneos olviden esto, y se dediquen a frecuentar una poesía puramente reflexiva y crítica. También vemos que, en ocasiones, la fragmentada memoria de nuestra propia tradición lleva a algunos de ellos a frecuentar técnicas orientales que provienen de escuelas místicas, como el yoga. Redescubren en otras tradiciones la olvidada riqueza de su propia tradición cultural.
Concluiremos por ahora diciendo que, para la corriente del humanismo, no extinguida sino oculta en algunas obras, el poeta es un filósofo- amante, guiado en su filocalia por el Amor.
En consonancia con otras miradas, tanto occidentales como orientales, entendemos esos momentos de percepción de lo bello como de índole mística: son encuentros con el Ser, momentáneos accesos a la dimensión de eternidad.