Nos tocó en suerte como fatalidad, la anánke de los griegos, una peste de carácter planetario ya que afecta al mundo todo. Llegó en forma inesperada. No era un enemigo declarado, tampoco visible, sin embargo, su peligrosidad es superlativa, tanto como para poner en vilo a la humanidad toda. Por ello, la reclusión, más allá de sus circunstancias políticas en todos los países, nos llevó impensadamente a considerar nuestra situación existencial. De antiguas catástrofes referiré, aunque no de modo cronológico, la de Atenas en el siglo V a. C., la evocada por Camus y la que describe Sófocles en su Edipo; tal vez, algo puedan enseñarnos.

Tucídides, en su Historia, despliega un vasto friso de la contienda entre Atenas y Esparta (años 431-404) durante la cual sucedió la peste que arrasó al Ática; entre sus muertos, Pericles. La describe con mirada y vocabulario médicos (II 48-54). Lo hace influido por la medicina hipocrática que, desechando curaciones mágicas y religiosas, atendía a la observación y al estudio científico del cuerpo humano. La peste lo ayudó a comprender cómo se desarticula el tejido social con lo que formula la noción de anomía (‘sin ley’) que implica el abandono de reglas y convenciones en un mundo que se desmorona con natural deriva a la anarquía. Su lectura resulta aleccionadora.

Albert Camus, tanto en La peste (1942), cuanto en L’État de Siège (pieza de 1948), remite a una suerte de peste moral debida a la ocupación de París por parte de los nazis y a los pactos de la comandancia alemana con el gobierno de Vichy: delaciones, entregas, muertes.

Tanto el historiador como el novelista ponen énfasis en las consecuencias políticas derivadas de la pandemia, cuestión sobre la que hoy insiste G. Agamben al entender “la epidemia como política”, situación que puede conducir al estado de excepción, otrora formulado por C. Schmitt. Este recurso es peligroso pues abona en favor del surgimiento de líderes que, fomentando el culto a la personalidad, incitan al fanatismo.

Pero no son estas cuestiones, acaso circunstanciales, las que quiero destacar, sino otras de mayor calibre tal como las sugiere Sófocles en su Edipo. Al comienzo de la pieza el sacerdote refiere que Tebas, a causa de la peste, “no puede levantar la cabeza del fondo del sangriento torbellino que la revuelve”, implorando al monarca haga el máximo esfuerzo por salvarla. Consultado el oráculo, Apolo indica que es preciso hallar al asesino del rey Layo. Hay un enemigo que como miasma contamina la ciudad, es preciso castigarlo para lograr la salvación. Pero, a diferencia de la sofoclea, en la peste que nos aqueja no hay un enemigo explícito, sino virus anónimos que hacen su juego. A la espera de la vacuna, meditamos sobre aspectos sustanciales que hacen a nuestra condición. El confinamiento, el temps suspendu (J. Rancière dixit), al enfrentarnos a situaciones límite, provoca en nosotros un sacudimiento ontológico que nos obliga a reflexionar sobre la conciencia de la finitud, la llegada imprevista de la muerte o qué sentido pueda tener el haber existido en este pasaje transitorio que llamamos vida. Ver cómo, frente a una catástrofe inesperada, se derrumban nuestras esperanzas y también que, de golpe, puedan cancelarse nuestras vidas. Nos hace patentes la terrible y angustiante sensación de precariedad, el sentir que estamos sostenidos por bemoles o, como dice el poeta H. von Hofmannsthal “La muerte, el sueño, la vida / sin ruido la barca deriva”.  El encierro nos obliga a un solipsismo ontológico: ¿qué somos? ¿por qué nos tocó este morbo letal?, ¿sobreviviremos para poder contarlo? La reclusión nos hace valorar el tiempo que incluye la espera, que es también esperanza (en la epopeya virgiliana Eneas, en momentos afligentes, exclama: forsan et haec olim meminisse iubabit ‘quizá, un día, alegrará recordar estas cosas’ -I 203-).

Pasada la pandemia estimo que la natura del hombre seguirá siendo idéntica, descreo del parecer de quienes se esperanzan en una metánoia ‘cambio de sentimientos’ (Plutarco, Moral., 56 a); con todo, pienso que la sociedad modificará algunas conductas. Habrá una mayor atención a medidas sanitarias, un despliegue del mundo digital, un nuevo modo de encarar la enseñanza, se fortalecerá el cuidado de la tierra privilegiando cultivos naturales, el ahorro del agua, la búsqueda de energías no contaminantes y, entre otros hechos, una alerta sobre los perjuicios derivados del cambio climático. El reconocimiento de que no existen certezas, de que entre el blanco y el negro hay una ininterrumpida gama de grises y de que constantemente la vida nos pone frente a encrucijadas, como al malhadado Edipo. La peste nos situó a todos en un mismo barco a punto de zozobrar. ¿Quiénes serán los que lograrán salvarse? ¿Quiénes tendrán ese privilegio?

Tras la pandemia, sin considerar religiones u otros recursos soteriológicos, advierto un revival de filosofías que apuntan a valorar la sencillez y descubrir el encanto de la vida. Quienes, en esta reclusión, han percibido el zumbido del tiempo y entrevisto el rostro de la muerte, buscarán la ataraxía ‘imperturbabilidad’ del espíritu, sugerida por los epicúreos, como forma de alcanzar la paz interior. Insto a que en el día después, meditemos sobre el poema de Mark Strand “The continuos Life” que nos habla de que “la mayor fortuna es la de haber nacido, que se vive en una ráfaga borrosa de horas y días, meses y años, y uno cree que eso tiene sentido, a pesar del temor ocasional de que uno se va a ir sin nada terminado, nada para probar que uno existió” (trad. E. Zaidenwerg). Pero me resisto. Aspiro a que mi vida no muera en el olvido. La pandemia nos ha obligado a bucear en nuestra interioridad; así, pues, recojo en mis manos, como decían los antiguos, la lámpara de la vida y la entrego a quienes vienen detrás de mí. Pretendo con ello, dejar la huella de mi tránsito por este mundo como una chispa, por insignificante que fuere, para que pueda aportar algo de lumbre.

por Hugo Bauzá