Un cuento de León Bouvier

Las cuerdas de mi violín vibraban en un frenesí sonoro…su arco se deslizaba en un vaivén llevado por mi mano, que fiel se movía por la alocada concentración en mi mente de músico… hacían que el frio ambiente se llenara colmado de la solemne música de Brahms…de Chopin…Beethoven…Confieso que me dejaba transportar por las exultantes notas de ¡Serenate de Schubert!, que me llevaban a un éxtasis pleno…apartándome de la realidad…de la triste realidad de ser un músico callejero apostado en un rincón de la estación del tren.

Mi sombrero era recipiente de unas monedas, que me servían para subsistir… solo subsistir y continuar viviendo y aceptando mi cruel destino del abandono, de la soledad e ingratitud.

Nunca percibí el pasar de las horas, de los días, de los años…parado y concentrado en las partituras de los maestros… surgían de mi: fluentes de notas que inundaban el vacuo ambiente…La gente apurada y servil a su lucha diaria, pasaba por mi lado…indiferente a mi desdibujada persona…¡pero no a mi música!…no pocos se desprendían de unas monedas y en rápida carrera las dejaba en mi pie, como placentero reconocimiento.

Al anochecer, cuando los transeúntes se habían esfumado en la niebla de la realidad…recogía mi sombrero, mi violín…y me iba caminado a una fonda a comer algo.

Con el tiempo, me había hecho parte de la estación…y ella también parte de mí…sus paredes y su gente eran mi hogar y mi familia.

…no sé cuándo, pero en algún momento…se sumó al trajinar humano…un personaje insólito…y ¡único!…¡Perrucho!..Perrucho era un perro…típico mestizo de pelo corto…sin nada a graciable…resaltaban en él sus ojos de callejero buscavida y su constante menear de su cola. Apareció un día…bajó del tren…no tardé mucho en darme cuenta que buscaba a su extraviado dueño…se subía en una punta de la formación y corría diligente por su pasillo, sin mirar a nadie, guiado solo por su olfato…para ver si un aroma conocido…un olor familiar le indicara que había hallado finalmente a su extraviado dueño amigo…Era todo un personaje Perrucho…subía y bajaba diligente de todos los trenes…Así lo hizo por años; Yo expectante arrancaba mis notas de mi viejo instrumento, a la vez que observaba a ese ser fiel, que en su notable alegría persistía en hallar a su ser amado. Con el tiempo…se sumó a la gran familia, que formábamos los abandonados de la vida, los vagabundos, los locos, los pordioseros, los sin techos…los músicos…Perrucho también hizo para sí a un rincón su cucha y a una oxidada columna su baño…

Solía pararse frente a mí, entre el tiempo que le daba una salida y una entrada de un tren. Se quedaba firme, duro, escuchándome…y como si comprendiera o demostrando su satisfacción ¡movía su cabeza como si fuera un péndulo, mientras yo tocaba!

Esa compañía se nos fue haciendo mutua, el me miraba y yo lo miraba…y así nos pasábamos nuestras solitarias existencias juntos…

No tardamos mucho en hacernos entrañables amigos… yo hacía sonar mi violín y él pasear entre los vagones…Todos los días compartíamos nuestras presencias…¡Yo tocaba y él rítmicamente movía su cola como si fuera ella una batuta!

Buscó un amigo y lo encontró, me acompañaba cuando la noche caía impiadosa sobre mi realidad. Se enroscaba quedándose afuera de la fonda, esperando que saliera y le diera su ración de mis sobras…o durmiendo en la vereda de la pensión, esperando que yo saliera y contentos caminábamos a la estación para empezar el día.

Así estuvimos juntos, compartíamos todo…todo lo poco que la mezquina vida había guardado para ambos. Pasaron los años sin reparar que mis manos y mis oídos se iban envejeciendo con su silencioso transcurrir…a Perrucho prematuramente se le encaneció su rostro perruno, a la par que sus ojos se le nublaron y a su caminar se le fue haciendo lento…el tiempo tampoco tuvo piedad con nosotros.

Lo vi subirse un sábado al último tren del día…el día siguiente no apareció. Seguí con ganas, ejecutando mi única melodía que recordaba bien ¡Serénate!, y que mis temblorosas manos me permitían ejecutar con cierto decoro… y que mi descolado violín pudiera reproducir con claro sonar. Miraba y en sentida pausa cortaba mi música, buscando con afanosa necesidad que mi amigo apareciera…pasaron semanas, meses…y nunca más lo vi. Confieso, que vino mi resignación en salvadora ayuda, lo eché de menos y lo sentí…me consolaba en imaginarme que finalmente había hallado a su antiguo dueño…y que hoy tendría un merecido hogar, cálido abrigo y comida abundante…Quedé solo… ¡otra vez solo!… sentí nuevamente el filo cortante y frio del destierro… de la ¡perra soledad!

Continué tocando mi Serénate, sin mi único amigo y espectador…el público ya no me importaba, ni siquiera sus míseras monedas…La vejez…ese fantasma que temí tanto…se había hecho presente…me acosaba, me acompañaba y me denigraba…tanto que ya no podía hacer sonar vibrante a mi instrumento…el pobre siendo condenado a su impiadoso desgaste, ¡se rompió!…sin él se acabó la música y se acabó el músico…Me quedé en mi lugar de siempre, reivindicando mi hogar y a mi desconocida y transeúnte familia…Ya no necesitaba de una pieza ni una confortable cama…y en el mismo lugar que durante años ejecuté a mis selectos maestros…hoy era el depósito de mi entumecida humanidad, carente de sueños, de fe…¡de música!…Las dádivas que aún caían en mi sombrero, indicaban que los pasajeros no eran ajenos a la imagen carenciada del pordiosero.

Una mañana de lluvia y de insoportable frio, busqué refugio en un rincón de un vagón…el tren partió…me fui de la estación que nunca antes me imaginé que iba abandonar. Viajé soñoliento su largo trayecto…me asusté cuando noté que las luces de los pueblos se habían raleados…me sentí perdido. Me bajé en el primer apeadero que tuve oportunidad. La noche era tan helada, que parte de mi cuerpo no lo sentía…solicité reparo en un galpón abandonado. Me acurruqué en un rincón muerto de frio. La noche acusaba ser larga e impiadosa. Busqué afanoso algo con que prender fuego…nada hallé…la madera del viejo y compañero violín sirvieron para calentar mis manos…las mismas que en esplendorosa época hacían vibrar sus cuerdas en un tropel de sentidas notas. Las juguetonas llamas…-cómplices con el frio y la angustia-…hicieron que emergiera de mi garganta ¡el reproducible sonido de un violín tocando Serénate!…mi corazón recogía la melodiosa paliativa en lo más profundo de mi ser… De repente…un ruido extraño a soplidos, salió de un rincón oscuro…me quedé expectante y al asecho…el soplido se acercaba…un bulto amorfo se meneaba en la oscuridad…¡un infantil lamento casi humano escuché!…esa cosa se arrastraba hacia mi persona desprotegida…al reflejo de mi fogata, noté los contornos de un perro que hacía fuerza con sus patas delanteras, mientras que arrastraba las traseras…el inválido se paró en frente, ciego, movía su cola que sonaba a rítmico timbal en el suelo…¡Lo reconocí!…grité: ¡Perrucho!…¡Perrucho mío!…me abalancé y lo recogí contra mi pecho apretándolo a desvanecer…besé a su peluda frente…¡lloré!…la emoción me obnubiló por largo tiempo…lo acerqué a la fogata…y arrimado a mi…sentí de vuelta como su tibio cuerpo se hacía uno con el mío. Absorto me quedé mirando cómo las llamas se devoraban a las resecas maderas de aquel violín que había rescatado por muchísimos años a este par de náufragos amigos… El cuestionable destino…¡por piedad volvió a unirnos! para compartir la pesada cruz de la soledad…y el impiadoso olvido…