El cerebro sigue presentando desafíos al conocimiento científico. Doctorado en Neurociencia en la Rockefeller University, con un posdoctorado en Ciencias Cognitivas en el Collège de France y multipremiado por sus investigaciones, y que en 2006 fundó el Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la Universidad de Buenos Aires, explica qué procesos mentales se producen en la agresividad y la polarización. La ciencia y el arte como formas de responder a la curiosidad y los misterios humanos. Mariano Sigman
—Dijiste: “Trabajo desde los 90 en tratar de entender el cerebro, y los resultados que hemos tenido son bastante modestos. Todavía seguimos con una gran incomprensión sobre cómo funciona la mente”. ¿Cuáles son las principales dudas en el mundo científico sobre el cerebro?
—Donde somos más ignorantes es sobre la conciencia. El cerebro articula una enorme cantidad de cosas de las que hacemos. No nos enteramos de la mayoría de ellas. Regula el funcionamiento del cuerpo, maneja la respiración, la presión arterial, el funcionamiento de los órganos. Pero del cerebro también resulta algo más asombroso, filosóficamente complejo: la experiencia subjetiva, la sensación de vivir en un relato subjetivo de nuestra propia existencia. La conciencia sigue siendo el terreno más misterioso de la neurociencia. También, creo, de toda la ciencia. Hay otros ejemplos de obstáculos que parecían incomprensibles para la ciencia y se resolvieron. En algún momento la ubicación de la Tierra en el universo era una discusión de café. Hoy tenemos telescopios y otras tecnologías que nos permiten convertir esta pregunta que fue filosófica en ciencia. Otro ejemplo, aún más emblemático, es la vida misma. Cómo la materia eventualmente deviene en vida y hace que una molécula suficientemente compleja pueda tener esta capacidad de replicarse, de separarse del universo, de tener una suerte de objetivo.
Hoy entendemos bien ese problema, al punto de que se puede sintetizar vida. Se puede, a partir de moléculas que per se no conforman la vida, reunirlas, en una suerte de sopa que constituye un ente vivo. Pero no somos capaces y estamos muy lejos de entender cómo a partir de la materia armar un sustrato, quizás fuera de nuestro cerebro, capaz de emular la conciencia. Sigue siendo el gran misterio. Tenemos información, pero aún estamos en un estadio de gran incomprensión filosófica sobre cuál es el sustrato de la conciencia.
“La conciencia es el terreno más misterioso de las neurociencias.”
—También escribiste: “La fisiología cerebral nos muestra que para que un cerebro aprenda tiene que estar en un estado motivado y emocional. Un bebé aprende a caminar con una tozudez extraordinaria. Se cae y se levanta durante horas y horas todos los días, porque caminar es un proceso muy complejo. No hay muchos adultos que dediquen tanto tiempo con tanta insistencia a aprender algo”. ¿Por qué los adultos somos menos insistentes que los bebés?
—Para empezar, porque nos volvimos escépticos con el aprendizaje. Tenemos la intuición de que los adultos pierden la capacidad de aprender. Es falso. Es una especie de profecía autocumplida. Funciona mucho dentro del ámbito de la psicología. La mente tiene un fuerte componente reflexivo que hace que en el momento en el que uno cree que es incapaz de hacer algo, no pueda hacerlo. La intuición de la incapacidad de aprender de adultos nace en la amnesia de la enorme motivación que teníamos de chicos para aprender cosas. Un niño es una especie de profesional del aprendizaje. En general, la trayectoria es que alguien aprende hasta los 30 años. Luego hace uso de aquello que se adquirió para ejercer su profesión y las relaciones de la vida. Uno aprende no solo a ser carpintero, electricista, físico o economista. También cómo son las personas, qué hace que la gente se enoje, le interese lo que uno está contando. Se aprende a manejar las propias emociones, a no llorar, o a llorar cuando se quiere hacerlo, a saber qué hace reír y qué no, qué libros nos gustan. Estas cosas transcurren muy rápido en la vida. Muchos materiales pasan de ser plásticos a ser rígidos de acuerdo con un parámetro. El barro es duro; pero si uno lo humedece, lo puede moldear. O el caso del vidrio, el cristal, que es duro, rígido, uno no puede cambiar su forma, pero si uno lo calienta y le da temperatura, se vuelve maleable. En el celebro, el equivalente al calor del vidrio o el agua del barro es una molécula; la dopamina. Se produce cuando estamos motivados. Cuando hay dopamina en el cerebro, el cerebro es plástico. Puede cambiar y aprender. Lo que nos falta de adultos no es un cerebro plástico; falta motivación. Y eso se debe a una falta real y genuina de tiempo. Nos convencimos de que no podemos aprender. No hay nada peor en ese sentido que el autoconvencimiento. Los experimentos muestran que si una persona se olvida de esta creencia y le dedica el mismo tiempo que le dedicaba desde chico, aprende igual de fácil. No perdimos la capacidad, sino la creencia en la posibilidad.
“Nos hemos vuelto más escépticos con el aprendizaje.”
—¿Qué relación hay entre el envejecimiento y la pérdida de dopamina?
—No se pierde. La dopamina es una molécula que se produce en el núcleo profundo del cerebro, la sustancia nigra. Se produce en el cerebro cuando tenemos incertidumbre, cuando desconocemos qué sucederá. Ese vértigo genera muchísima dopamina. Habitualmente, un niño tiene una incertidumbre frente a cada situación que enfrenta. De adulto, uno sabe más o menos cómo son las cosas. Con el aprendizaje se reduce la incertidumbre. Así se produce menos dopamina. Cada tanto, eso varía. Fue lo que pasó con la crisis de los últimos dos años. Entramos en una situación de enorme incertidumbre. Adultos que estamos acostumbrados a certezas, al no saber qué va a pasar en asuntos muy fundamentales de la vida nos abrimos a la incertidumbre.
Con esto nos volvimos todos un poco niños. Algunos empezaban a cocinar, a aprender un idioma, a vincularse con los suyos, o cambiaban la forma de educarse y educar a los hijos. Fue un momento de cambio. Cambiaban los modelos del mundo y eso hacía que uno tuviese que otra vez salir a aprender compulsivamente.
NIÑEZ. “En la infancia, el arte y la ciencia se mezclan en esa veta compulsiva por descubrir, por trascender los límites y encontrar formas y regularidades”. (Foto: Ernesto Pagés)
—¿La noción del bien y del mal están incluidas en ese “sistema operativo”? ¿Lo moral es inherente al cerebro?
—Hay otro célebre experimento hecho por dos investigadoras. También es con bebés de pocos meses que aún no tienen lenguaje. No han hablado nunca sobre lo correcto y lo incorrecto. Los bebés observan la siguiente situación. Se ve una pelota que se mueve para arriba. Oscila, y en esa oscilación se mueve cada vez para arriba en una especie de plano inclinado. Lo que uno interpreta automáticamente al ver esa imagen es que la pelota “intenta” subir. En algún momento de la historia viene un triángulo que golpea la pelota empujándola hacia abajo. Lo que uno interpreta es que está molestando a la pelota. Luego hay un cuadrado que, al revés, choca con la pelota empujándola hacia arriba. De esta historia de colisiones, cualquier adulto interpreta inevitablemente que la pelota “quiere” subir, que el triángulo “intenta” evitar este objetivo y que el cuadrado “quiere” ayudarlo. Es decir, el cuadrado parece el bueno de la película y el triángulo el malo. Sentimos esto muy vívidamente pese a que es evidente que ninguna de estas figuras tiene intenciones reales. ¿Qué percibe un bebé, tiempo antes de empezar a usar la palabra? Cuando ambos objetos son presentados en la mesa, eligen “al bueno”, al cuadrado. La moral es muy compleja. Pero los bebés, mucho antes de haber conocido las palabras “malo”, “intentar”, “desear” ya muestran preferencias implícitas. No es que tengan desarrollado ya un sistema moral, como tampoco la diferencia entre el tres y el cuatro es el sistema matemático. Son precursores, un repertorio de funciones básicas sobre las que después se construyen sistemas más complejos que requieren del lenguaje: vinculan las emociones y reflexiones muy profundas, sobre las que construimos la moral.
“Los adultos necesitamos motivación para poder seguir aprendiendo.”
—¿Qué nos enseña la neurociencia de la agresividad? ¿Hay una naturalidad catártica expresada hace unos años en la violencia y hoy en la grieta?
—Polarización y agresividad son cosas distintas. Aunque tienen algún sustrato común. La polarización puede ser tal sin devenir agresión. La polarización no es nueva. Hay un libro del siglo XIX que se llama Delirios populares extraordinarios y la locura de las masas, de Charles Mackay, que ya da ejemplos de grietas, polarizaciones y cómo las multitudes tienden a converger a delirios como cazas de brujas, guerras o burbujas financieras. Son fenómenos de enorme confusión en los que se planta una idea, se “prende fuego”, y es apropiada por un montón de seguidores, que se vuelven cada vez más convencidos de una idea que puede no tener ningún asidero con la realidad. Las burbujas financieras las hemos visto repetidas a lo largo de los últimos 150 años. Son momentos en los que un grupo de gente se convence de algo que parece no tener ningún asidero, y ese convencimiento hace que esa gente actúe de acuerdo con lo que piensa y que siga invirtiendo e invirtiendo en algo que en realidad no tiene más valor que esa creencia, y eso es inflacionario, hasta que en algún momento choca abruptamente con la realidad y explota. Hoy sabemos bastante sobre cómo funcionan esos mecanismos de un pensamiento irracional. Invariablemente, cada lado de la grieta piensa que el otro no razona correctamente. Cuando se estudia cómo funcionan estas creencias, se encuentra que de los dos lados de la grieta la gente razona, pero sobre evidencia muy distinta. Cada uno busca argumentos que den asidero a la realidad que uno se construye. La polarización funciona porque cada uno construye realidad sobre premisas distintas. A veces algunos argumentos tienen correspondencia con la realidad y otras están desconectados. En la balanza no hay siempre una situación de igualdad, correspondencia o asidero con la realidad. Esto explica la psicología de la polarización. Daniel Kahneman, un psicólogo experimental premio Nobel de Economía, formuló reglas básicas sobre el funcionamiento del comportamiento humano. Una de las grandes heurísticas es que cuando conformamos una idea buscamos evidencia consistente con ella. Esa manera de buscar evidencias hace que cada vez creamos más y más en una idea. Nos rodeamos de gente que dice lo que queremos escuchar. Da igual en qué lugar de la grieta estemos. Uno vive escuchando argumentos que lo convencen de premisas lógicas, no formuladas como un pensamiento disparatado. Es la raíz básica de la psicología de la polarización.
“Invariablemente, cada lado de la grieta piensa que el otro no razona correctamente.”
—Kahneman podría tener un antecedente en el “Elogio de la locura” de Erasmo: la influencia de un pensamiento positivo. Yo me refería a un aspecto más tanático. Permitime, en un “acordatio termini”, denominar grieta a la patología del disenso. Me refiero a ese “al otro lo odio”. ¿Hay algo en esta época que produce más odio en la política que podría encontrar una explicación neurocientífica?
—Me gustaría pensarlo más en términos de la psicología experimental. Hay un tema también de jergas y de modas. Entender esto no corresponde al funcionamiento de las neuronas en la corteza prefrontal. Importa más encontrar algunas premisas sobre cómo funciona el pensamiento humano. Corresponde hablar de psicología más que de neurociencias, aunque este sea un concepto que tiene buen marketing. Un rasgo idiosincrásico y automático de nuestro pensamiento es crear modelos, o teorías, sobre las cosas. A veces ni siquiera las percibimos como tales. Por ejemplo, cuando uno dice “éste es un buen gobierno” o “aquel es un buen maestro” se está resumiendo un conjunto de datos, observaciones, de premisas sobre lo que es hacer algo bien y resumiendo todo eso en una sentencia. Se precisa cierto esfuerzo para llegar a esa conclusión. Puede parecer inocuo, pero el cerebro trabajó para llegar a una conclusión. Una vez expresada, se vuelve reflexiva. Buscamos evidencias que la favorezcan. Y también rechazamos la evidencia contraria a lo que pensamos. Es un reflejo, pero es un automatismo que podemos y debemos superar. Lo percibimos como algo que pone en cuestión alguna cosa que nos costó. Es como que están demoliendo nuestra casa mental. Nos dicen que estábamos equivocados en lo que pensamos. Uno puede reaccionar frente a eso con placer y decir: “¡Qué interesante!”, una perspectiva abierta, pero es atípica. No es el default psicológico. De la misma manera que defendemos nuestras cosas, defendemos también nuestras ideas. Es una especie de reflejo emocional. Es algo que no fue muy pensado. Un cambio de perspectiva implica ponerse en un modo en el que no trato de confrontar, sino de entender. Es lo que los grandes conversadores, desde los socráticos hasta Michelle de Montaigne, siempre han postulado como la condición necesaria para incubar ideas. En experimentos que hicimos con Joaquín Navajas y Dan Ariely mostramos que cuando la gente discute en esa situación las conversaciones son tremendamente efectivas. Mejora la comprensión de las cosas. Es el camino de solución de las cosas. Hicimos experimentos con Joaquín Navajas, con Dan Ariely, un psicólogo de la universidad de Duke, y con otro grupo de gente al respecto. Cuando se enuncian ideas desde una perspectiva abierta, uno suele encontrar falacias y agujeros en su propio pensamiento. No solo por lo que dicen los demás, sino por escucharse a sí mismos. Esto pasa en todos los consorcios humanos, gobiernos, reuniones de vecinos, familias, parejas. En estudios que se han hecho cuando las parejas conversan sobre situaciones estresantes se ve que aquellas que tienden más fácilmente a ponerse en una perspectiva abierta, que muchas veces tiene que ver además con poder reírse, son más duraderas y tienden a tener mucha mejor convivencia. Mostramos esto también en un experimento en el cual hicimos que la gente se pusiera a conversar sobre asuntos muy espinosos de la ideología y de la moral, cosas que resultan chocantes y donde la gente está muy polarizada. Cuando las personas conversan abiertamente es mucho más probable que se pongan de acuerdo, que encuentren un punto medio en vez de exaltar aún más sus diferencias.
El prejuicio diría que es imposible avanzar en un acuerdo. Pero los resultados dicen que 20% o 25% de las veces logran consensuar un acuerdo. Eran Halperin hizo estos mismos estudios en una frontera muy crispada, como la de Israel y Palestina. El trabajo inicial consistió en expresarle a cada grupo que el otro estaba más predispuesto al cambio de lo que ellos podrían pensar. Luego se generaban grupos de discusión, en medio de los días más crispados en la frontera palestino-israelí. Y el resultado nuevamente era que de estos encuentros, si se lograba generarlos en un marco abierto y razonable, salían pautas de cooperación, trabajos comunes y en general un cúmulo de acercamientos que van contra toda la intuición previa a las conversaciones. Es que así como nos hemos vuelto infundadamente escépticos sobre el aprendizaje adulto, también nos hemos hecho escépticos sobre la capacidad que tienen las conversaciones de resolver conflictos. Y esto es porque la conversación hoy sucede primordialmente fuera de su hábitat natural. Las buenas conversaciones no suceden en Twitter, ni en Facebook, ni en las redes sociales. Allí hay doscientos millones de personas hablando al mismo tiempo y lleva al delirio de las multitudes. Las buenas conversaciones suceden entre pocas personas en las que todos tienen la oportunidad de expresarse. En un simposio, una sobremesa, donde está presente la vieja idea griega de hablar sobre un tema sin apuro, respetuosos con la premisa más de aprender que de convencer. Así la palabra retoma su fuerza extraordinaria para unir y limar asperezas, no para profundizar disensos.
“De la misma manera que defendemos nuestras cosas, defendemos también nuestras ideas.”
—En tu libro “La vida secreta de la mente” contás que “las lecturas de los libros de Freud, subrayados y anotados a mano por mi padre mientras estudiaba, fueron para mí una gran impronta en ese proyecto”. Rudolf Carnap planteaba que cada disciplina creaba su propio lenguaje, intraducible para las otras. ¿Cómo se establece el puente entre la psicología de tu padre, la neurociencia, la física o la psicología experimental?
—Como en la pregunta anterior, la clave es partir de una predisposición. Y de hacer un ejercicio de traducción. Me interesa entender aspectos de la condición humana y en última instancia me interesa, como a todos, entender cosas mías que me afligen. Por qué a veces me enojo o siento celos cuando no querría sentirlos. Por qué me cuesta aprender algunas cosas o recordar otras. Yo he convertido esta pulsión, que creo es propia de cualquier persona, en un oficio. Por eso hice cosas muy distintas que me vinculan con las artes, la medicina, la educación. No me siento un científico típico. No me interesa tanto el oficio de la ciencia en sí, sino dar respuestas a estos interrogantes. Mucha gente intentó entender estas preguntas. Por ejemplo, la ficción, que es un fabuloso laboratorio de la condición humana: cómo reaccionaríamos frente una invasión extraterrestre, cómo pensar los celos. Shakespeare es, de alguna manera, un teórico de la psicología. En vez de llevar sujetos al laboratorio, él usa su introspección para emular escenarios instructivos para todos. Un cuadro sobre los pecados capitales también es una manera de pensar la psicología. Quien hace una película, imagina las emociones del espectador. Siempre tuve esta visión agnóstica y abierta del conocimiento, genuinamente humilde. Soy científico, adoro la ciencia. Es un método de conocimiento extraordinario. Nos permitió vivir más, viajar a la Luna, tener teléfonos, comunicarnos de un continente a otro. Nada de eso hubiese sido posible sin la ciencia, pero por supuesto no es la única manera de construir conocimiento. Por eso intento buscar también respuestas a estos interrogantes en otras disciplinas.
PANDEMIA Y CEREBRO. “Acostumbrados a certezas, al no saber qué va a pasar en asuntos muy fundamentales de la vida nos abrimos a la incertidumbre. Con esto nos volvimos todos un poco niños. Algunos empezaron a cocinar, a aprender un idioma, a vincularse con los suyos”. (Foto: Ernesto Pagés)
—Hay un neurocientífico en la Argentina, Facundo Manes, que tuvo enorme éxito electoral. Él apela a sus dispositivos de saber para aplicarlos a la política. Mencionamos antes el caso de Kahneman, un especialista que gana un Premio Nobel en Economía. ¿El conocimiento de cómo funciona la mente puede ser útil para un político?
—Creo que puede ser útil. También pienso que hay que temperarlo. La neurociencia es una manera de entender el comportamiento humano. Y eso tiene valor para la política. Pero cada problema puede verse en distintas escalas y hay que entender en cada caso cuál es la correcta. En la escala más pequeña está la física. Uno podría decir “para hacer política trato de entender cómo funciona cada átomo”, y eso sería disparatado. De la misma manera, la neurociencia no es la escala óptima para entender la política. La política es macroscópica. Está más próxima a la sociología. Está bien que se nutra en parte de la psicología experimental y de la neurociencia, pero entendiendo los aspectos complementarios. No creo que uno tenga que construir en política haciendo neurociencia. Uno tiene que construir política haciendo política.
“Conversar permite encontrar perspectivas más abiertas.”
—Los oficialismos perdieron las elecciones en todas las partes del mundo en las que les tocó llevar adelante su renovación de credenciales durante la pandemia. ¿Qué consecuencias deja en el humor el encierro y el temor de la pandemia? ¿Es una huella que perdurará?
—Tiene efectos. Está muy medido. Se generó la propensión a enfermedades de salud mental. Ha habido un sufrimiento enorme, una crisis gigante y un cambio en las pautas. Encierro, cambio en la manera de trabajar y relacionarse. Hubo hasta un cambio en nuestro ritmo circadiano. Se desorganizó la rutina de mucha gente. A eso se suma un nivel de estrés galopante y sin precedentes. Todas esas cosas dejan cicatrices. El estrés no desaparece del cuerpo en cuanto se alivia la sensación. Deja cicatrices en forma de daño y toxicidad celular, de enfermedad mental. La pandemia, más allá de su crisis, tendrá un costo gigante. Será diferente para cada generación. Será muy distinto para la gente mayor, los adolescentes, la gente joven o con hijos pequeños. Cada uno tendrá su idiosincrasia. Solo con el tiempo entenderemos la magnitud y la inercia del costo de esta pandemia. Los gobiernos y la política en general, como todo el resto de los sectores, también pagaron esto. Uno confunde el mensaje con el mensajero, como dice el refrán. Salvo situaciones muy particulares, cuando algo no funciona uno busca explicaciones y relaciones causales en fallos humanos. Se tiende a culpar a los que están alrededor, a los que gestionan. De algunas cosas sin duda son responsables. Pero de otras no. Es muy difícil para nosotros pensar que hay cosas que no tienen responsables. Los oficialismos, independientemente del color que sean en distintos países del mundo, suelen ser vistos como los que llevaron el barco al medio de la tormenta.
—Hiciste un disco que se llama “Experimento”, y en su lógica del sentido Gilles Deleuze dice: “Este juego que solo está en el pensamiento y que no tiene otro resultado sino la obra de arte, es también lo que hace que el pensamiento y el arte sean reales y trastornen la realidad, la moralidad y la economía del mundo”. ¿Por qué la elección por el arte?
—Incursioné en las artes plásticas y en la música. La música fue un poco particular. Como músico era, para decirlo simple, un desastre. Soy de aquellos que nadie quería que cantara y la música se había convertido para mí en una suerte de estigma. A mi favor tenía el conocimiento científico que, como el resto de las cosas, se puede aprender y mejorar, y a eso me dispuse.
El disco se llama Experimento no porque sea música experimental, que no lo es, sino porque fue un experimento en primera persona. Un ejercicio de transformación. La música tiene un vínculo mucho más directo con las emociones que las palabras. Para mí la música tenía ese lugar, ese lugar de vincularme con gente muy querida. Era como hablar su idioma. Pensé que no quería irme de esta aventura que es la vida sin hablar el idioma de la música. Y me lo propuse con un esfuerzo bestial. Hacía cuatro horas de canto por día y pasé de cantar pésimo a solo cantar mal. Resultó ser una experiencia en la que aprendí como en casi ninguna otra en mi vida. Fue un experimento conmigo mismo. Pensé que iban a ser seis meses y al final fueron dos años y medio.
Me conectó con cosas que con el ejercicio solo de la ciencia o de la palabra no hubiese podido.
COMPRENDER EL FENÓMENO DE LA VIDA. Los libros de Mariano Sigman suman una claridad de información y actualizaciones a una precisión expositiva que despierta el interés de los expertos y de las personas interesadas en comprender los mecanismos del cerebro: psicología, biología, física y también sociología. Preguntas que parecían en algún momento incontestables y que hoy encuentran pistas para investigación erudita y rigurosa.
—Maurice Merleau-Ponty escribió: “Mientras que la ciencia y la filosofía de las ciencias abrían así la puerta y una exploración del mundo percibido, la pintura, la poesía y la filosofía entraban resueltamente en el dominio que les da y que les era reconocido, y les dan a las cosas del espacio, de los animales y hasta del hombre visto desde afuera, tal y como aparece en el campo de nuestra percepción, una visión nueva y muy característica de nuestro tiempo”. ¿La música y el arte te dieron la posibilidad de ver que es otra forma de saber?
—Para mí, música, ciencia y arte son parte del mismo proyecto y del mismo experimento. Las fronteras del conocimiento y de la exploración son, de hecho, muy borrosas. Cuando empecé a hacer música, muchos de mis amigos se sorprendían, como si me hubiese mudado al lugar más impensado del mundo. Me resultaba curioso. Si un físico se muda al mercado financiero, un lugar donde suelen aterrizar muchísimos físicos, a nadie le parece llamativo. Pero la música, en cambio, parece un mundo más distante. Para mí no lo es. El lugar donde están indefectiblemente ligados el arte y la ciencia, en general todo el conocimiento, es en la infancia, en la niñez. Una niña que está tratando de descubrir el mundo para lograr eso hace experimentos. Subir y bajar interruptores es un experimento para intentar descubrir relaciones causales. También pinta un muro, y cuando lo hace está creando arte, pero también está haciendo experimentos sobre psicología social. ¿Qué dirán sus padres cuando vean esto pintado, cuánto los provoco, cuánto no? Y otro tanto sobre la luz y las sombras y los colores. En la infancia, el arte y la ciencia se mezclan en esa veta compulsiva por descubrir, por trascender los límites y encontrar formas y regularidades.
Siento que vincularme con el arte es una manera de persistir o de insistir en el oficio de la niñez, en el oficio por descubrir agnósticamente sin estas barreras categóricas. No es eso de si te gusta las matemáticas o el lenguaje, las ciencias o el deporte. Parto de una visión que en algún lugar es más antigua. En realidad, lo que une a todo es una búsqueda y un amor por el conocimiento.
“El cerebro de un bebé tiene la capacidad de distinguir conceptos abstractos”
—En tu libro “La vida secreta de la mente” escribiste: “El cerebro ya está preparado para el lenguaje mucho antes de empezar a hablar y formamos nociones de lo bueno, de lo justo, de la cooperación y de la competencia que luego hacen mella en nuestra manera de relacionarnos. Estas intuiciones del pensamiento dejan trazas duraderas en nuestra manera de razonar y de decidir”. El imperativo categórico kantiano es, por definición prelingüístico. ¿Guarda una relación?
—Sí. Este fue quizás uno de los cambios más grandes en el pensamiento humano. Durante muchísimo tiempo, la idea sobre cómo funciona el desarrollo en habilidades mentales venía de una escuela muy intuitiva: el empirismo inglés. John Locke y sus colegas creían que el cerebro es una tabula rasa. Uno llega al mundo sin ningún aprendizaje, y con la experiencia incorpora conocimientos. Empezaba por reflejos sencillos: si toco algo caliente alejo la mano. Con el conocimiento aumenta la capacidad de crear, a partir de estos reflejos, conceptos e ideas abstractas: la matemática, la filosofía, la noción del tiempo y de uno mismo, la teoría de la mente… En las últimas décadas se demostró que esta intuición está completamente errada. El cerebro no es una tabula rasa. Para utilizar una metáfora, nacemos ya con un “sistema operativo”. Al nacer, el cerebro tiene ya algunas funciones cognitivas bastante sofisticadas. Noam Chomsky se preguntó cómo puede ser que un niño de solo dos años aprenda algo tan sofisticado como el lenguaje. No solo las palabras, sino reglas gramaticales, conjugaciones, sintaxis. ¿Cómo puede aprender algo tan complejo, tan sofisticado, y al mismo tiempo ser incapaz de aprender cosas mucho más elementales? La idea de Chomsky es que en realidad aprendemos esto porque el cerebro está casi listo para aprender el lenguaje. Por supuesto, no sabemos qué idioma aprenderemos. El cerebro de un recién nacido en Finlandia, Japón o Italia no expresa nada específico de estos lenguajes. No es que vienen adscriptos para su lenguaje. Pero tenemos un cerebro capaz de identificar reglas gramaticales y sintácticas que conforman un lenguaje. Después de esta idea, muchas investigaciones científicas demostraron un gran número de funciones abstractas que ya están codificadas en el cerebro de un neonato. Forman ese “sistema operativo” del cerebro. Estos estudios se construyen siguiendo la mirada de los bebés, que suele dirigirse a aquellas cosas distintas. Así se puede interrogar a un bebé de esa manera, entre comillas, “¿esto es nuevo para vos?”, basándose en lo que miran y lo que no. Le mostraban a un chico recién nacido, de horas de nacimiento, imágenes que repetían tres objetos. Todo era distinto. Tres patos, tres naranjas, tres manzanas, tres sombreros. Cada vez eran más grandes y de colores distintos. Lo único común a todas esas imágenes era un concepto abstracto: la noción de tres, una entidad matemática: los números. Y de repente, de esta lista que eran tres, tres, tres, tres, aparecía una imagen que tenía cuatro bananas o cuatro zanahorias. Cuando eso pasaba, el bebé lo miraba y nos decía algo muy distinto. Entendía que había cambiado algo sustancial. Esto muestra que el cerebro de un bebé tiene la capacidad de distinguir conceptos abstractos, como el de los números.
por Jorge Fontevecchia
Perfil, 7 de enero de 2022