Un escrito de Aldo Baccaro

Sed:

Como muchas adicciones, la abstinencia de matar se lleva mejor cuando uno está entretenido. Los días monótonos, seguidos por noches monótonas, son propicios, sobre todo propicias las noches para que la bestia salga a acampar, prenda el fuego, cace una victima y la ponga a asar.
Últimamente estoy teniendo muchos de esos días, seguidos por muchas de esas noches. Temo que es hora de regresar a los viejos hábitos. Hace unos años que me despojé de ciertos contactos, de ciertas compañías, de ciertas excusas y todas las causas que pudieran justificar una muerte casi necesaria. Si salgo a matar esta noche sería la primera vez donde lo haga premeditadamente como quién dice por deporte. Lo digo sin rodeos, tengo ganas de matar.
No es que esté enojado, no es uno de esos días “de furia”. Es solo el hastío de una vida normal, casi normal. Esta vida a la que me he entregado hace algún tiempo solo por probarme a mi mismo que podía hacerlo, pero no puedo, creo que no puedo, no sin mis licencias, una o un par de licencias.
La vida del proletario, casi sin excusa entregado a una esclavitud disfrazada de consumo masivo, tan pasivo, ganado sin patrón pero siempre en la manga que lo lleva al matadero donde sirve dos veces, una en vida y otra con la muerte, a un amo muchas veces tan inútil como él. Esa es la vida que me propuse hace casi ya dos años para el resto de mis días, desaparecer entre las gentes. Intentando hacerlo sin amo y sin esclavo, pero he ahí la trampa del proletario: ser un esclavo creyendo ser amo. La libertad es una virtud da la que cualquier o todo proletario carece.
Vivo en una casa de barrio, en el conurbano bonaerense, no podía ser de otra manera. Tengo un perro, lo llamé Boby, y un gato, sin nombre. Tengo una señora que me hace los mandados y los favores una vez a la semana, le pago, le pago bien por hacerlo, ni mucho ni poco, lo justo. Amalita, la señora. Voy al café de la esquina sobre la avenida a dos calles de distancia, no hablo, solo tomo fernet y escucho, a veces ni eso, solo voy allí, un rato. Ocho horas trabajo, o hago que trabajo entre las góndolas del gran hipermercado. No me relaciono con nadie- yo que era el anfitrión designado por todos mis amigos, a mi que me encantaba hacerme notar- es parte de la pena… ¿De la pena? ¿Por qué? de la pena por estar vivo, por haber vivido, por no querer vivir y gustarme tanto la muerte como para no querer dar el último paso y matarme. Ocho horas entre góndolas, depósitos, remarcadoras, palets; ni una más ni una menos, ocho horas seis veces por semana y ni un minuto extra, ellos no lo saben, pero no tendrían con qué pagarme. Aunque lo hacen, y yo cobro mi cheque todos los cuartos días hábiles de cada mes. Sin necesitarlo, pero sin necesitar tampoco un centavo más.
Vuelvo a mi casa, diría cansado porque suena bien, pero no es cierto. Vuelvo a mi casa con la misma sensación de “nada total”- distinta y similar a la de vacío absoluto- con la que partí a la mañana. Miro al perro, me espera sentado en medio del comedor y él también me mira ni bien abro la puerta. Hace ya varios meses que no mueve la cola, de hecho no parece emocionarse por mi llegada, es claro que yo tampoco, solo hacemos ese ritual sin ningún sentido y mucho menos pasible de una explicación. Yo entro, el está sentado allí, lo miro, me mira, se para, se va al patio o a otro cuarto, yo cierro la puerta. Del gato ni noticias, pero se que está ahí, a la espera de que le llene el plato de comida para aparecer.
Ya no bebo tanto, no tanto como creí que bebería. El plan era ser proletario, gordo y borracho, pero incluso adelgacé un par de kilos. Ya no amo, ni me pregunto al respecto, en ese sentido si parezco un tipo casado, como el taxista al que escucho hablar en el bar de tanto en tanto, pero casado conmigo mismo. ¿Podría serme infiel a mi mismo una vez cada año y algo? siquiera fantasías. Ni la fantasía de matar, a la cual estoy queriendo escapar al escribir estas líneas, ni la fantasía de matar me provoca el deseo. Si lo sabrá Amalita, quién gentilmente e igualmente me hace el favor una vez a la semana. Y yo sin ganas le lleno la boca de esperma, denso y grisáceo esperma, condensado quizás por esa misma falta de ganas, pero que sin embargo hago explotar en chorro dentro de su boca arenosa.
Me cocino, lavo mis platos y los cacharros que haya utilizado antes de irme a dormir, proceso que sigue siendo muy largo el de irme a dormir. Miro un rato la televisión, realmente sin mirar, me siento en el escritorio frente a la computadora y recorro un rato largo los perfiles que como periódicos me muestran la patética vida supuestamente privada de cada uno de ustedes. Recorro los pasos de sus vidas aun sin despertar emoción, quizás la foto nueva de algún bebé, alguno de esos que ya sigo desde hace un tiempo, que he visto gatear, pararse, caerse, comer, enchastrarse, golpearse, reír y llorar desde la pantalla de mi notebook, quizás alguno de ellos pueda sacarme una sonrisa de algo más de medio segundo, una especie de mueca idiota que borro de inmediato en el momento preciso. Me ducho, me visto el pijama – si, el pijama, muy parecido al que solía usar mi abuelo – y me voy a la cama, sin más, hasta quedarme dormido.
Pero esta noche es diferente, esta noche no me basta con mirar sus vidas desde mi pantalla, esta noche siento un deseo casi incontenible de entrar a la casa de alguno, de alguna o alguno, de ustedes y volver a matar.
¿Y si entrara en una de esas casas de familia? ¿En una de esas casas cursis de familia, tan conurbanas como la mía, tan similares, fotografiadas por sus habitantes como una mansión en la revista Caras, tan llenas de manchas de humedad en sus livings, tan llenas de grasa en sus azulejos…? Entraría despacio, créanme que sé hacerlo, que no he perdido el tacto ni el talento. Abriría el gas de la cocina o de la estufa, saldría, esperaría el tiempo suficiente como para que sus pulmones se intoxiquen por completo. Entraría nuevamente, rápido, fugaz, como una ráfaga sangrienta y cortaría con un cutter cada uno de sus cuellos, manchando sus muebles, sus camas, sus sábanas nunca blancas, sus paredes, con algo más hermoso que esas feas manchas de humedad. mataría también a las mascotas, si es que hubiera, sobre todo pero por último a las mascotas.
Volvería a mi casa, no me limpiaría, dormiría satisfecho con lo hecho. Dormiría como un bebé hasta mañana. Para despertarme a las seis, como todos los días menos los domingos. Pondría la pava para el mate, tiraría las ropas, mías y de cama, al lavarropas para lavarlos por la noche, me bañaría, tomaría finalmente uno o un par de esos mates, y me iría a trabajar… pero no sería igual a cualquier otro día, no, sería un día fantásticamente soleado aunque llueva.

Martin X.