En las últimas semanas se ha puesto en tela de juicio el alcance de un derecho fundamental como es la libertad de expresión. Diversas acciones judiciales vinculadas a espionaje y amenazas de prisión para algunos periodistas, reacciones presidenciales ante preguntas periodísticas, ataques mutuos en las redes sociales entre gobierno y oposición, y frases o palabras que se van reiterando, como “odio», “odiadores” o “profetas del odio”, son los ingredientes del debate en ciernes.

El texto constitucional que protege la libertad de expresión resulta de una enorme claridad por su austeridad: “Todos los habitantes de la Nación gozan… [del derecho] de publicar sus ideas sin censura previa” (art. 14). El art. 32 dice algo más: que el “Congreso Federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción federal”. En 1994 se incorporó una protección constitucional específica al secreto de las fuentes de la información periodística.

El art. 13 del Pacto de San José de Costa Rica –de rango constitucional– es más denso en su protección. Dice:

  1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.
    2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:
    a) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o
    b) la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
    3. No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones.
    4. Los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inciso 2.
    5. Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional.

La transcripción precedente, si bien larga y algo tediosa, resulta fundamental para tener a mano lo que está vigente en la República Argentina. La censura previa, entonces, está prohibida en la Argentina desde 1853, lo que fuera ratificado por el Pacto de San José de Costa Rica. La censura indirecta fue también condenada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el famoso fallo “Editorial Río Negro”, donde se condenó a la Provincia de Neuquén por restringir publicidad oficial como consecuencia de denuncias hechas por el periódico contra el gobierno provincial.

Lo que se denomina “responsabilidad ulterior” –vale decir, hacerse cargo de lo que una persona o periodista dice–, también está fuertemente regulado y ha tenido un desarrollo jurisprudencial en la Corte Suprema de Justicia de la Nación que resulta consistente. En pocas palabras, la Corte ha establecido las fórmulas con las que el periodismo debe informar hechos, con el objeto de no caer en responsabilidades por afectación al honor o a la intimidad de las personas involucradas.

Resumiendo: todo debate de ideas, aunque sea agresivo y “poco edificante”, debe ser siempre respetado y no está sujeto a ningún tipo de responsabilidad ulterior. Eso resulta en una piedra fundamental del sistema republicano y democrático: un “mercado” de ideas lo más amplio y plural posible, que no silencie voces sino que permita que se expresen, quizá a veces pasando los límites de la urbanidad. En cuanto a los hechos que se informan, cualquier responsabilidad posterior resulta de probar la mala fe del medio periodístico. Si publicó una noticia falsa o invadió la intimidad de la persona, a sabiendas de que lo era, deberá responder por los daños que causa. Se ha escrito mucho sobre el tema y no pareciera que haya que modificar nada, sino aplicar la ley y los precedentes judiciales.

Finalmente, párrafo aparte merece el “discurso de odio”, que parece resurgir con mucha fuerza y pretende presentarse como una oportunidad para intentar regular o censurar la libertad de expresión. Esta frase es una traducción del hate speech que se acuñó en los Estados Unidos hace muchos años. Hoy en la Argentina está vigente la Ley N° 23.592 (Ley contra la discriminación), donde en su artículo 3° impone penas de prisión a quien promueva ideas vinculadas a superioridad de raza o religión u origen étnico. Esto se aplica también a quien incita la persecución u odio contra personas o grupos de personas por causa de su religión, raza, nacionalidad o ideas políticas.

Una recorrida rápida por las redes sociales (en especial por Twitter), nos permitirá ver una enorme cantidad de “expresiones de odio”, que se materializan en violentas agresiones verbales que en general surgen del anonimato, o de personas con una alta carga ideológica. Basta ver las respuestas en las cuentas de la vicepresidenta Fernández, del actual jefe de Gabinete, del ex presidente Macri o del diputado Fernando Iglesias, por poner algunos ejemplos, para entender de lo que hablamos. Nada de lo que se encuentra en esa ciénaga colabora con el debate público. Sólo parece ser un gran receptáculo de frustraciones, agresividad e inmadurez. El o los afectados tienen en sus manos las herramientas legales para actuar, de así considerarlo; pero en modo alguno justifica regulación o censura.

La libertad de expresión, entonces, es una columna fundamental del sistema republicano y democrático de gobierno. Es la savia que permite que florezca el debate de ideas, la más de las veces agresivo y excesivo, y en otros muchos casos, alejado de la verdad. Es el precio –módico– que hay que pagar por la vida en democracia.

Los jueces han creado un enorme cuerpo de jurisprudencia que permite delimitar con bastante claridad aquello que puede ser sujeto a responsabilidad. Lo que resulta claro, reiteramos, es que la censura está prohibida, la fuente periodística protegida, y el debate robusto de ideas estimulado. Toda responsabilidad posterior (daños), debe ser cautelosamente estudiada, para no caer en el silenciamiento de alguna voz; y finalmente todo aquello que caiga en el “discurso de odio” debe ser penalizado, conforme lo establece la ley.

Saliendo del mundo de la Constitución y de las leyes, lo que se espera del debate público es cierta moderación de parte de los funcionarios del gobierno en primer lugar, y de la oposición en segundo lugar. Toda escalada de violencia verbal en nada colabora con la convivencia democrática, y se agrava aún más a si viene de quienes ejercen funciones de gobierno.

La libertad de expresión debe ser fuertemente protegida en los términos en que fue pensada por nuestros constituyentes y desarrollada por la Corte. Todo intento de regulación, criminalización o deformación oculta intereses distintos, más vinculados a planteos hegemónicos o de pensamiento único, que a las ideas de democracia, libertad, igualdad y pluralismo.

Revista Criterio, Julio 2020